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¿Qué te parece?, por Merlot.


Antes que Nada, debo confesar con vergüenza que soy publicista gráfico. Hace unos días estábamos hablando de una nueva campaña dedicada a las mujeres con “clase y glamour”. El jefe, el gran “creativo” con prestigio, muchos premios en forma de horrendas esculturas metálicas y 25 largos años en el oficio, buscaba una buena composición fotográfica para presentar un producto que se llamaba ‘Bionatura’, un potingue cremoso para hacer creer a las mujeres lo imposible: Que las arrugas, las patas de gallo y las tetas caídas tenían remedio.
...Decanta el caldo

Le di un par de malas ideas (mi resaca no me permitía más) y el veterano “creativo” dijo: “No, eso no concuerda con lo que nos pide el cliente. Recuerda, por favor, que buscan a La Mujer Bionatura, y lo que tú me propones no es, y lo sabes, La mujer Bionatura”. Días después, el jefe me enseñó el anuncio definitivo y me preguntó por el resultado. Al final habían optado por una paloma blanca que vuela sobre una cama con sábanas de satén negro con ‘La puta mujer Bionatura’ medio en pelotas. Le dije que para mí una paloma era como una rata voladora y que la modelo parecía una zorra de puti de la M30. Mi jefe respondió incómodo, esquivando mi mirada, con una sonrisa terrible. Los rostros del cutrísimo museo de cera de Madrid tienen más vida que esa sonrisa.

Mi novia es pintora y cada vez le compran más cuadros. Cada semana que pasa vende más (la mayoría de las veces oleos realistas sobre playas salvajes y bosques otoñales realmente anodinos) gracias a que le ha caído en gracia a un galerista pirata que posee una gordísima agenda de evasores de impuestos que tienen que cubrir las paredes de sus incontables oficinas.
Anteayer vino Cencibel a cenar. Ana, mi chica, se empeñó en enseñarle a mi amigo, al que ella no veía desde hacía meses, TODA (y lo pongo en mayúsculas porque quiero decir toda, los 35 lienzos que tenía en casa) su colección. Lo primero que le dije, realmente asustado, es que le podría enseñar únicamente su última serie, que ya no tenía playas y bosques otoñales, sino retratos de gente anónima de nuestro barrio (desde el cubano del ultramarinos hasta el asturiano del quiosco) y no estaba nada mal. Ana empezó con esa serie. A Cencibel le gustaron los trazos y los colores utilizados, había captado realmente bien las miradas que él también reconocía por haberse pasado un tiempo viviendo con nosotros refugiado de su última ex. Por aquel entonces, mi novia pintaba poco y en un garaje. De lo que se había librado Cencibel, pensé.

Pero luego, con un enfermizo rostro de obstinación, de obsesión loca, y sin hacer caso a mi aviso (“Cencibel te va a decir lo que piensa, Ana, sin rodeos”), empezó a enseñarle la colección entera a mi alucinado colega. La muy estúpida pagó el anunciado impuesto de realidad que yo había tendido a perdonar por la mera necesidad de un clima de hogar normal. Atención a estas cuatro palabras juntas: Clima de hogar normal. Esta unión de letras es la semilla del dolor, de la locura, de la sinrazón a la que llegamos muchos, engañados, estúpidos, cuando decidimos vivir con alguien sin “crear conflictos innecesarios”. Ana pagó el peaje esa noche. Falta le hacía. Cencibel sentenció con un “horrendos, de un hortera de morirse” sus primeros trabajos. A Ana le mutó su normalmente relajado rictus y se enfrascó con él en una trifulca que empezó en violenta y acabó en bochornosa.

La cama del motel donde dormí esa noche no estaba nada mal para lo que pagué. Además tenía tele por cable y porno nocturno, lo que me ayudó a aliviar mis tensiones haciéndome un prolongado pajote. Al día siguiente, decidí, me iría al sur a visitar a mis padres aprovechando el fin de semana. Eso me daría paz interior y tranquilidad para pensar bien lo que hacer con Ana. O mejor CÓMO hacer con Ana lo que tenía que hacer.

Da la jodida casualidad que mi madre, una perfecta ama de casa, se ha pasado también a la pintura para estar menos tiempo con mi padre y “realizarse”, como dicen los psicólogos de terapia familiar. Nada más dejar la maleta en la entrada, me recibieron mis amorosos padres con una sorpresa en la sala. Mi padre tenía tres cuadros nuevos. Uno era un inmenso y carísimo cuadro de la escuela flamenca. Otro era un fresco impresionista de colores vivos y representaba una noria infantil. De ellos dijo papá: “Ese grande es del siglo XVII, el de la noria es de Vega, un pintor andaluz muy conocido”. Por último, observé el que quedaba por contemplar, un típico óleo de escena campestre, una copia de Manet bastante burda que era obra de mi mamá. Lo deduje en silencio y disimulando, claro, mi obvio y nada experto descubrimiento. Mi padre, con mi madre cómplice junto a él, me dijo entonces: ¿A qué no sabes de quién es este otro? Y dime sinceramente… ¿Qué te parece?”


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