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La luz y el universo I. Una pistola (primeras páginas)

Jorge Ángel Hernández La luz y el universo, Ediciones Matanzas 2018 ISBN: 978-959-268-468-3; 125 pp.

I. UNA PISTOLA

Jorge Ángel Hernández

El cañón de la pistola temblaba ante los Ojos de mi madre. Era una mujer humilde, capaz de soportar insultos por no faltar el respeto a los demás. Mi padre agitaba su mano, crispado el puño sobre el arma. Ella apenas susurraba; le pedía que bajase la voz; que los muchachos; y atisbaba también hacia nosotros.

Una y otra vez mi padre amenazaba:

—¡Tú no me conoces bien!

El hermano menor dormía, intranquilo en su cuna. Tenía apenas un año. A veces, entre sueños, lloraba. El hermano intermedio respondía con gritos. Era imposible no envidiarlo, no sentirme inferior, aterrado en el borde de la sala.

Mi padre no escuchaba. Ignoraba de plano los reclamos. Sólo agitaba el metal de la pistola; a veces apuntaba, otras, dibujaba el peligro de un golpe de culata.

—Esta es mi casa —repetía. —¡Mi casa!

Era un actor; toda la escena de la casa de Lawton para él, hundido en su monólogo. Empuñaba en el aire su pistola, tropezaba con objetos y adornos que podían estrellarse ante su ira. Profería insultos. Convocaba a la muerte.

—Me cago en Satanás cabrón —y los venados de yeso rodaban en astillas sobre el piso.

Con el rabillo del ojo nos miraba. No era un buen actor: tenía temor del público. Pero el terror dominaba mis instintos y, ni siquiera, me permitía llorar o cambiar de posición. Sólo miraba las idas de mi padre y descubría su furtiva mirada. Acaso ponía en duda la seguridad que sus ojos querían transmitir, y allí, desde mi puesto, espiaba también los ojos de mi madre.

—Son mis hijos también, si no lo sabes —continuó, grande el pecho en el último empuje de la frase.

Todavía con odio de sainete, detuvo ante mis ojos su mirada. Fue apenas un segundo. Pero ese tiempo bastó para infundirme fuerzas. Mirar. Tener ojos que lleguen más adentro. Él no sabía por cuánto tiempo lo había estado observando, qué escenas de su obra había captado. Era un momento de temor involuntario ante su hijo, indefenso, seguro de que en sus ojos debía llevarlo todo, con gestos e improperios.

No lo esquivé. Más bien lo enfrenté siquiera un breve instante. Así diluía mi inquietud por haber empapado —una vez más— el colchón. Me torturó un poco menos la orina entre los muslos. Era el testigo, fatal e irrevocable. Había visto cómo aquellas manos zarandeaban la cabeza de mi madre, vapuleaban sus hombros, tiraban con crueldad de sus cabellos. La empujaba después contra el mueble de cocina, provocando el temblor de sus puertas de cristal y aquel sonido de copas que rodaban.

—¡Te voy a matar como a una perra!

Su garganta era ronca y poderosa. De pronto, en un giro tan brusco, había llegado al lugar donde escondía la pistola.

—¡Carajo!

Tembló toda la casa. Mi piel se estremecía ante la fuerza del líquido quemante.

—Como a una perra te mato si no te vas de aquí.

El arma vibraba entre sus manos. Como un coloso, regresaba hasta donde mi madre esperaba, reteniendo sus lágrimas. Lo había visto, detalle por detalle.

Cuando su vista, por fin, cedió ante mí, busqué los ojos ahogados de mi madre. No se atrevió a secar su rostro. Luchaba por seguir con naturalidad, pero no era una actriz, sino una mujer desarmada ante su hijo. ¿Cómo podía soportar las andanadas, las órdenes sin tino, los regaños? ¿Por qué se gastaba en esa casa de Lawton adonde apenas llegaban los ecos de la Avenida Porvenir? ¿Podía seguir para siempre allí encerrada, dormida en el susurro de las novelas radiales?

—Por favor,… los muchachos… —imploraba.

Mi padre manoteó, sin decir nada.

Ella lo miraba sin odio. Su humilde origen, sus labores de infancia, su condición de mujer, le habían enseñado la obediencia. Vino hasta mí, aunque el hermano menor despertaba en su cuna, y el otro no cesaba de llamar queriendo protegerla. Me riñó suavemente al descubrir el estado del colchón. Parecía que la vida regresaba a sus ámbitos normales.

—Ya vas a la escuela, —me advirtió— no debes estar orinándote en la cama.

Con el reproche, me desnudaba en medio de la sala. Dos años antes, cuando naciera el último de mis hermanos, allí había ido a parar mi box-spring. Desde entonces mis sueños fueron siempre agitados y muy húmedos.

Mi padre, junto a la puerta de salida, advirtió:

—Esta semana de plazo. Ni un día más.

Se había colocado la pistola a la cintura. Su máximo botín; prueba de que había ido a la lucha clandestina, de que también sus esfuerzos ayudaron al triunfo. La engrasaba. La cuidaba del polvo y la humedad. Su firme constancia de revolucionario, de tenaz militante.

—Esta semana —reiteró.

Alguna que otra vez nos había permitido jugar con su trofeo. Apuntar, retirado el cargador y aligerado el peso, y disparar con la infalible ayuda de las onomatopeyas. Privilegio también para nosotros que añorábamos tenerla entre las manos, que reñíamos por llevarla más tiempo. Una vez, regalo para mi cumpleaños, me había instado a tomarla después de colocado el cargador. Una pistola que debíamos manejar con ambas manos. Para sus hijos, también, jugar con ella era una concesión.

—Esta semana nada más —dijo, sin fuerza apenas. —Estoy harto.

Colocó el arma de nuevo en su cintura; creía, de verdad, que era un guerrero y que la lucha seguía sobre el futuro.

Pudo ser nuestro padre hasta ese día. Hasta ese día lo esperamos jugando en los pasillos estrechos de la casa y armamos en su cama retozos divertidos. A partir de esa noche su memoria cayó para nosotros. Con el tiempo, apenas rememoro el dolor de los puntos de sutura de aquel día en que pude jugar con su pistola cargada, cuando, poco después, un empujón quebró en el gavetero mi barbilla. Y algún que otro regaño, es de esperarlo después de estos días violentos e insufribles.

Con paso raudo regresó hasta el lugar donde guardaba la pistola. Retiró el cinturón y, antes de devolverla a su sitio, cambió de idea. Mi papel era verlo gesto a gesto. Miró unos segundos a mi madre y hundió la cartuchera en su carpeta de mano.

—Esta casa… —y dejó en el ambiente ese intento de mutis remarcada— es mía. Me la dieron. Me la gané jugándome el pellejo.

Miré a sus ojos por fin directamente; sin desafiarlo; sin la arrogancia que aún no conocía, como si yo fuese mi madre en ese instante. En aquella mirada, desde luego, iba el recuerdo de todas sus diatribas.

—Los muchachos pueden estar aquí lo que les dé la gana.

Había evitado mis ojos y, al hablar, miró a los puntos más vagos de la sala. Sólo al final su dedo indicó el rostro de mi madre.

—Eres tú quien tiene que ir tumbando para Las Villas.

Apretó la carpeta bajo el brazo. Abrió la puerta. Y se marchó, con un portazo sonoro y teatral.

—Yo te defiendo, mamita. El hermano intermedio se acercó para abrazarla. Una y otra vez prometió protegerla. Ni una palabra, mientras, salió de mi garganta. Solamente miraba. Sólo guardaba en mis ojos el rostro de mi madre. Ella sabía retener las lágrimas, ahogarlas de pronto en sus caminos. Sabía cómo tratarnos para que todo volviese a la normalidad. Y comenzó mi llanto. La abracé. Tal vez suponía que mi desprotección lograba protegerla. Nos colocó a horcajadas sobre sus caderas y acudió a auxiliar al hermano menor, que la llamaba.

La luz y el universo, Editorial Oriente 2002 (Primera edición); Ediciones Matanzas 2018 (Segunda edición) ISBN: 978-959-268-468-3; 125 pp.



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