La efervescencia de los setentas Estaba aún marcada por una bonanza del turismo en el centro de Lima, lugar donde laborábamos en una antigua línea aérea. Ya era una Lima de microbuses aún algo respetuosos, sin embargo, gracias a la irracional competencia este servicio se degradaría. La colmena estaba llena de negocios ligadas al turismo: agencias de viajes, restaurantes, ventas de artesanías y los hoteles Bolívar y el Crillón eran el éxito mismo. El general San Martin, montado en su esbelto caballo no podía quejarse, su plaza estaba siempre llena de turistas, transeúntes y después una invasión desmesurada de ambulantes. Era mi primer trabajo y en la empresa cumplí los dieciocho años sin contárselo a nadie de los amigos que recién comenzaba a conocer. Venía de una familia protestante y conservadora en guardar las reglas de su religión. Eso significaba que cada sábado tenía que ir a la iglesia de mamá con algunas restricciones como no tomar licor, nada de bailes y otras prohibiciones propias de esta fe. En fin, siempre fui algo rebelde a estas consideraciones. Ingresar a esta compañía para mi significó muchísimo, casi fue una terapia, una catarsis para ese modo de vida que llevaba. Había una ventaja que me ayudó y era el hecho que las personas que encontré allí como amigos o futuros amigos eran mayores en casi una década de años. En las salidas infaltables de cada viernes estaba entre ellos disfrutando de esas tardes y noches de bohemia - Uno de ellos pedía al mesero – Por favor cuatro chelas y un vaso de leche aquí para el muchacho. Claro igual me servían una cerveza, pero la frase me hacía sentir bien una suerte de sentirme engreído, así lo tomaba. Además, ya me había ganado una “chapa” y a veces me solían recitar el verso “Un caballito potrín con crin, crespa la cola, crespa la crin, brinca el potrito, potrín con crin” y si por casualidad llegaba algún guitarrista de los que nunca faltaban en aquél entonces en los bares, nuestro jefe pedía el viejo vals de los Embajadores Criollos “Caballito blanco” y me lo dedicaba. Cada viernes terminaba encantado con estas reuniones. Para mí era descubrir un mundo nuevo un espacio que desconocía, terminaba ebrio y llegaba a casa así, pasado de copas. El asunto era para el día siguiente debía estar a las ocho de la mañana en la iglesia de mi madre quien subliminalmente me presionaba para asistir siempre. Entonces me veía allí parado frente al templo saludando a los hermanos y deseando el típico “Feliz sábado” bien perfumado y tratando de guardar alguna distancia para que no se den cuenta que en algunos casos estaba totalmente ebrio. Bueno, mi mamita a pesar de todos mis supuestos pecados no se detuvo hasta un buen día bautizarme en su iglesia con todas las de la ley, pero, esa es otra historia.
El potrillo y la rosa
La rutina nuestra era
la atención telefónica, tomábamos las reservaciones de los pasajeros que
deseaban nuestros servicios. Se nos proporcionaban tarjetas de colores para
diferenciar la ruta del sur y norte, además de una enorme pizarra en la pared
frente a nosotros, que se visualizaba los estados de los vuelos. Teníamos
posiciones que se atendía de los anexos internos conectados a otras oficinas
como el counter, que estaba en el primer piso y una oficina de carga en la que
se tenía una oficina de venta de pasajes. Había una relación muy cercana con
las agencias de viajes y era una interacción diaria por el teléfono o por las
visitas que nos hacían para hacer llegar sus solicitudes de reservas. Esta
relación permitía conocernos y comenzar a tener mayores amistades y también el
comienzo de los amoríos propios de la juventud. Así en la vorágine de los años
setentas, exactamente a mediados de esta década cuando la moda eran los tacones
altos para los varones y los pantalones palazo y las camisas con cuellos anchos
se imponían, la vivíamos intensamente. La película de John Travolta “Saturday
night fever” nos había marcado definitivamente. En esta época conocimos a una
joven compañera de trabajo, con quien comenzamos a frecuentarnos. Después de
varias salidas en aquel tiempo aun existía la formalidad, tenías que pedirle
que fuera tu enamorada y ella tenía que darte el sí o el no: ósea, declararte.
Ya habíamos tenido tardes de café, noches de pizza pintadas con acuarelas de sangría,
pero el paso final no se había dado: la cereza en la torta. La ilusión estaba
allí presente porque si todo salía como esperaba seria finalmente la primera
gila, costilla, plancito y todos los adjetivos usados en esa década; ósea tu
enamorada formal. En el primer intento, luego de una caminata por algún
boulevard que no recuerdo, me sentía inspirado para dar el speech esperado, pero,
sentí el primer bloqueo, el primer stop dándome a entender la diferencia de
edad; era el primer escollo para la relación, apenas estaba en los veinte, pero
eso no me importaba en absoluto y seguimos en la lucha. La juventud, como decía
mi madre es como las estaciones y pasan muy rápido (hoy es mi otoño) pero en
esa primavera no me detenía y entonces con el ímpetu de la edad o quizás sabiendo
que ya le caía bien, seguía a pie firme detrás de ella. La rutina continuaba en
el trabajo ¿faltar a la chamba? Ni hablar, había que tener problemas
impredecibles para hacerlo, la chamba era la diversión, todos los días ocurría
algo que luego terminaría en anécdota. Finalmente, no recuerdo el lugar, pero,
en algún parque de la lima setentera después de salir del cine sin más
preámbulos nos dimos un beso muy prolongado a mí me pareció como que me
desbordaba a un abismo sin final, una caída libre; éste hecho confirmaba
nuestra relación. Fue un momento muy bonito y del que tengo el mejor recuerdo.
Ya podía decir que tenía una enamorada formal con todas las de la ley. De allí
en adelante todo fue felicidad, nuestras salidas los fines de semana, parques,
restaurantes, paseos a Chosica, discotecas, fiestas, cine, etc., Esta etapa de
mi vida me dio mucha seguridad. Como en toda historia todo tiene un comienzo y
también un final y la mía no era ajena a ese destino. Ella, por sus vacaciones viajó
al Brasil con su prima a visitar unos familiares que radicaban en la tierra de Pelé.
A su regreso muy entusiasmada me relató lo bien que disfrutó de su viaje
mostrándome las fotos de los lugares que había conocido. Pero, de un momento a
otro su rostro cambio a una profunda tristeza. Al preguntarle que le pasaba me
respondió que había ido a ver una adivina, una bruja brasileña que le leyó las
cartas quien le manifestó que nuestra relación terminaría pronto. Cuando
regresaba a casa estaba muy sorprendido de lo que me había contado, por mi
cabeza no pasaba una situación de tal naturaleza. Nuestra relación continuó con
la rutina de siempre, las salidas y los amigos con quienes compartíamos los
mejores momentos. Pero, en ambos siempre quedó esa sensación de cuando se daría
ese momento de quiebre, como iba a desarrollarse ese final anunciado por la
bendita bruja. Una noche veíamos en familia el programa en la televisión “Casos
de la vida real” donde escenificaban los problemas típicos que se desarrollaban
como parte de la vida de las personas. Esta vez tocaron el tema de una relación
entre un jovenzuelo (Adolfo Chuiman) y una mujer mayor que él (Mariella Trejos)
La historia era muy parecida a nuestra, solo con la diferencia de que en la
ficción tenían la oposición de la hermana del protagonista. Finalmente, entre
llantos y por la presión que recibe de la hermana la protagonista decide romper
la relación con el muchacho. A la media hora que acabó la serie, recibí la
llamada de ella quien entre sollozos me preguntó si había visto el programa, le
dije que sí. Entonces me dijo que así como en la ficción de la tele había
llegado a su fin, lo nuestro igualmente tenía que terminar. A los pocos días
nos vimos solo para cerrar nuestra relación formalmente, una tenue lluvia caía
sobre nuestros humedecidos ojos confundiéndose entre ellas; los abrazos
parecían interminables, pero, finalmente la despedida se dio. La rutina del
trabajo continuó, la Plaza San Martin y el hotel Bolívar seguía siendo nuestros
eternos acompañantes en nuestra vida diaria. La plaza, la Colmena, el jirón de
la Unión se comenzaban a llenar de cambistas, ambulantes, carritos sangucheros
y pregoneros de uvas, manzanas “y” higos. La vida continuaba.
* Adolfo Chuiman (Actor peruano)
* Mariella Trejos. (Actriz colombiana)
- Casos de la vida real, serie peruana de 1976