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La herencia de Josué

Por Ignacio Echevarría para ctxt

Para entender todo este horror, quizá no estuviera de más acudir a la Biblia –ese libro que, en cuanto herederos de la tradición judeocristiana, compartimos con los hijos de Israel, con sus jerarcas, con sus soldados– y refrescar los mandatos de violencia y de exterminio que Yavé dicta a su pueblo escogido. Leer, por ejemplo, el Libro de Josué, lugarteniente y heredero de Moisés, y el modo en que conquistó Jericó, y luego las ciudades de Hai, Maquedá, Libná, Laquis, Eglón, Hebrón y Debir, todas las cuales exterminó sin dejar hombre ni mujer ni niño vivos. Leer el Deuteronomio y sus instrucciones para la guerra y los combatientes, donde se dice: “Cuando te acercares a una ciudad para combatirla, le intimarás la paz, y si te respondiere y te abriere, todo el pueblo que en ella fuere hallado te será tributario; mas si no hiciere paz contigo y te ofreciere resistencia, luego que Yavé, tu Dios, la entregare en tus manos, a todos sus varones pasaras al filo de la espada”.

Citaba este pasaje Rafael Sánchez Ferlosio en un artículo ya viejo, del año 1982 (“Sharon-Josué”), donde añadía: “Tal es la ley de guerra de Moisés, a quien le fue dado cumplirla únicamente al este del Jordán; por lo que atañe al oeste de este río, a Canaán o Palestina en sentido estricto, hubo de ser Josué el ejecutor del mandato de Yavé. En Jericó, la primera de las ciudades asaltadas en Cisjordania (y, según los arqueólogos, la ciudad más antigua del mundo hoy conocida, que tendría ya por entonces más de tres mil años), no sólo pasó a cuchillo a hombres, mujeres y niños, sino a toda suerte de animales domésticos. Así siguió Josué por las ciudades de Canaán, matando unas veces ‘todo cuanto había con vida’, y otras reservando a los animales domésticos para provecho del pueblo de Israel”.

El artículo al que me refiero fue escrito por Ferlosio a raíz de la publicación en El País de una extensa entrevista de la periodista Oriana Fallaci al general israelí Ariel Sharon, que estuvo al mando de la invasión del sur del Líbano por las tropas israelíes con el objetivo de expulsar de allí a la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), poco después del intento de asesinato del embajador israelí en el Reino Unido, Shlomo Argov. La entrevista fue publicada en dos entregas, la primera –el 2 de septiembre de 1982– con el título “Ariel Sharon: ‘Hemos aplastado a los palestinos’”, la segunda –el día siguiente– con el título “Ariel Sharon: ‘Cuando está en juego la supervivencia de Israel no hay halcones ni palomas, sólo judíos’”.

Cuarenta años después, la historia se repite, palabra por palabra.

El artículo de Ferlosio hurga en las razones que a sus ojos fundamentan, hoy igual que entonces, “las afinidades electivas entre los norteamericanos y los israelíes y sirven de base y justificación interna a tan descarada complicidad en la política exterior”. Particular interés tiene el modo en que expone una de estas razones. Lo cito por extenso.

Según Ferlosio, esta afinidad entre norteamericanos e israelíes “se halla socialmente implantada en la Conciencia de los americanos desde la guerra contra Hitler. En esta guerra, en efecto, la buena conciencia de los vencedores, y especialmente de los norteamericanos, se construyó sobre todo como vindicación de quienes fueron con mucho las mayores víctimas de los horrores nazis, o sea, los judíos. La guerra es siempre mala consejera para la conciencia de los vencedores; por grande que haya podido ser de hecho la perversidad de los vencidos, la victoria inclina siempre, de modo casi insuperable, hacia el farisaísmo, que consiste en construir el sentimiento de la propia bondad sobre la maldad ajena (‘Te doy gracias, Señor, porque no soy como los otros hombres... porque no soy como ese publicano’ es, en efecto, lo que dice el fariseo de la parábola), lo cual es pura y simplemente una depauperación total de la propia conciencia, puesto que residencia, de modo carismático, la bondad en el sujeto mismo, y no en la eventual cualidad moral de cada acción”.

“Una vez que se adquiere la convicción íntima de ser los buenos –sigue argumentando Ferlosio–, la conciencia moral queda cegada para el examen de cada nueva acción que se presenta; las acciones de los buenos serán, a partir de entonces, indefectiblemente buenas a causa de la previa definición y autoconvicción de los sujetos, y no por su propia cualidad. Con esa buena conciencia, o sea, con esa conciencia empobrecida hasta extremos de ceguera, pudieron llegar, casi insensiblemente, los norteamericanos hasta los últimos horrores de Vietnam, donde al fin una parte abrió los ojos, aunque hoy parece que quiera volverlos a cerrar”.

“Pues bien, esa buena conciencia de la guerra mundial, que tiene su principal raíz de convicción, para fortalecer el sentimiento de la propia justicia, en el recuerdo de las iniquidades nazis contra los judíos, es la necesidad psicológica, ideológica y moral en que socialmente se asienta, en gran medida, la aquiescencia pública de los norteamericanos hacia la casi incondicional complicidad de sus mandos nacionales para con el Estado de Israel. Si aquellas víctimas, que fueron y siguen siendo principalísimo argumento para edificar y mantener en alto –o sea, en la inconsciencia y en la inopia– la buena conciencia norteamericana desde la guerra que se cerró con las bombas de Hiroshima y Nagasaki hasta la que concluyó con los bombardeos de Haiphong y de Hanoi, no siguiesen teniendo razón, entonces –y por el mismo mecanismo farisaico que transforma la bondad, de eventual cualidad de las acciones en permanente carisma del sujeto– aquella misma buena conciencia –tanto más necesaria para el equilibrio psíquico de las poblaciones cuanto mayor sea su efectiva impotencia e irresponsabilidad en los negocios públicos– podría venirse abajo.

“El Estado de Israel, en la medida en que alegóricamente representa la vindicación de la iniquidad que santifica a quienes la expugnaron, funciona, pues, como un sustentáculo de todo punto indispensable para la paz del alma de los norteamericanos en cuanto tales. Si Israel les falla hasta el punto de que tengan que negarlo, la perezosa conciencia de las gentes se vería abocada al desasosiego, al desamparo de tener que revisar su autoconvicción moral y remover su seguridad de sentimientos, tal como había empezado a hacerlo a raíz de la guerra de Vietnam”.

A quien persuadan estas palabras, pocas esperanzas le quedarán de que la comunidad internacional tutelada por Estados Unidos –me refiero sobre todo a sus aliados europeos, sobre los que esa tutela se ha reafirmado con motivo de la guerra de Ucrania– muestre una mínima firmeza en sus avisos contra las atrocidades que comete Israel. Menos aún de que la misma Israel, no sólo imbuida de esa “buena conciencia” de la que habla Ferlosio, sino instruida y conminada –así cabe decirlo por lo que respecta a la facción mayoritaria del Estado que sustenta a Netanyahu– por los mandatos de Yavé, deponga su actitud en lo más mínimo.

Veinte años después del artículo citado, en abril de 2002, a propósito esta vez del penoso acuerdo alcanzado por la ONU para la investigación de las atrocidades cometidas en el campo de refugiados de Yenín, arrasado por los israelíes, que de nuevo quedaron impunes –debido entre otras razones a que la ONU, intimidada por el eventual veto de Estados Unidos, consintió en que los propios israelíes tomasen parte en las averiguaciones, que no tardaron en boicotear–, Ferlosio recordaba lo sucedido en el Líbano y escribía (en una tribuna titulada “Lo que faltaba”):

“En aquel tiempo, en 1982, Sharon designaba la Cisjordania por los antiguos nombres de la administración del Imperio romano: Samaria y Galilea; no sé si sigue haciéndolo hoy en día. El que sí lo hace, aunque con la variante de hablar de Judea y Samaria […] es el general retirado Effi Eitam, jefe del Partido Nacional Religioso, últimamente incorporado como ministro sin cartera al Gobierno de Sharon. Como a todo hay quien gane, Eitam va más allá del presidente del Gobierno: su designio es que entre el mar y el Jordán no haya jamás otra soberanía que la israelí; que los palestinos se vayan a Jordania y que ésta sea su Estado, y que los que quieran quedarse a este lado del Jordán podrán hacerlo a condición de renunciar a cualquier soberanía, a los derechos de ciudadanía y al de poder tener armas. De momento, pide matar o encarcelar a Arafat y destruir todo resto de gestión palestina. El derecho exclusivo del pueblo judío a la Tierra de Israel lo funda en su creencia en un Señor del Mundo; ‘cristianos y musulmanes –dice– comparten esa fe, pero no forman un pueblo. Nosotros sí; nuestra singularidad está en que somos los únicos del mundo que hablamos con Dios en cuanto pueblo’. Aquí se remonta incluso a la Berit del judaísmo primitivo, a la Alianza con Yavé de la confederación guerrera para la conquista de Canaán, la Tierra Prometida. Para acabar, declara lo siguiente: ‘Nosotros tenemos que ser la luz para nosotros mismos, y de este modo nos haremos la luz de todas las naciones’”.

Sólo la familiaridad con este tipo de planteamientos consigue hacer comprender la determinación con que Israel lleva a cabo, ante los ojos del mundo entero, su política de exterminio, del mismo modo que sólo la afinidad entre la “conciencia moral” de Estados Unidos e Israel permite entender la connivencia del primero con los abusos y las constantes agresiones de los convenios internacionales por parte del segundo.

Las conductas del Estado de Israel fueron objeto de observación permanente por parte de Ferlosio a la hora de analizar incansablemente uno de los asuntos que le obsesionó durante toda su vida: la guerra. Los inagotables materiales en torno a este tema reunidos en su momento en Babel contra Babel (Debate, 2016; Debolsillo, 2018), título del tercer tomo de sus ensayos completos, provee de perspectivas profundas desde las que encuadrar convenientemente y entender –ya que no aceptar– lo que sigue una y otra vez ocurriendo.

“No pasa el tiempo”, escribe Ferlosio en el segundo de sus artículos citados. Y sigue sin pasar, transcurridos veinte años más. Como seguía sin pasar en el año 2009, en que Ferlosio publicó otro artículo sobre la cuestión de Israel (“La lujuria de los bombardeos”), esta vez (ya estaban en el escenario Hamás y Netanyahu) a propósito de la durísima respuesta de Israel al lanzamiento desde Gaza de cohetes y proyectiles de mortero contra objetivos civiles. Se leía allí:

“Es de creer que entre el millón y medio de habitantes de la Franja de Gaza tendría que haber muchísimos no-combatientes que participasen del sentido del honor, del patriotismo de Hamás, teniendo por deshonroso mostrar debilidad frente a Israel; pero aun de la más exacerbada soberbia patriótica se esperaría, en principio, que dejase a salvo el honor del que claudica cuando la muerte alcanza hasta los niños más pequeños; Hamás, empero, se ha saltado todos los límites, empezando por el más pragmático: el que ha cometido la osadía de enfrentarse al más fuerte no debería ignorar ni desdeñar la norma alternativa circunstante: ‘El débil tiene que saber rendirse’. Pero el límite que se han saltado contra su población, ese millón y medio de personas tan prisionero del propio Hamás como de Israel, ha rebasado cualquier extremo de inhumanidad imaginable”.

“Ya sabemos que el ejecutor, el instrumento de Hamás al perpetrar tal infamia contra los que pretende que son su propio pueblo, han sido los bombarderos de Israel. Y, sin embargo, sería totalmente inapropiado inculpar a Israel de aquello que Hamás se ha empecinado en arriesgar a expensas de la Franja. Tan inapropiado como el que los israelíes hayan querido cargar sobre Hamás y los palestinos la inusitada y sangrienta criminalidad de sus propios bombarderos. Ciertamente, fue Hamás ‘el que empezó’, pero ésta es la alegación característica de lo que en otros lugares he llamado ‘proyección de la responsabilidad’. El paradigma más cabal se concentra en esta frase del entonces secretario general de la OTAN, don Javier Solana: ‘Milosevic es el único responsable de lo que le pase a Serbia’. Lo completo de esta formulación está en dos cosas: en decir ‘el único’, en lugar de ‘será responsable’ o ‘también responsable’, como para apurar la exclusión de cualquier otro posible; y en decir ‘le pase’, en vez de ‘le hagamos’ o por lo menos ‘se le haga’. ‘Le pase’, un impersonal sin sujeto que significa que le pasará automáticamente, sin que nadie se lo haga, porque ya está conectado el resorte, y el único que puede apretar el botón para desconectarlo es el amenazado. Así es como la precisión lingüística logra expresar la proyección de la responsabilidad como una cosa literalmente inhumana”.

El conflicto palestino-israelí no acaparó la atención de Ferlosio tanto como las dos guerras del Golfo, en las que proyectó sobre todo su bien labrada polemología, pero siempre tuvo presentes sus raíces bíblicas. Sus posicionamientos respecto al Estado de Israel atienden siempre a las formas en que éste ha solido adoptar la “lógica” de la guerra, que el mismo Ferlosio asoció siempre al fetiche de la identidad y a los sofismas de la amenaza y de la venganza. En cuanto a ciertos tópicos que en situaciones como la presente no dejan de aflorar en relación al papel que cumple ese Estado, tiene interés volver a la severa réplica (“Glosa sobre Israel”) que Ferlosio dio a un sonado reportaje de Mario Vargas Llosa sobre Israel y Palestina publicado en El País en 2005:

“Israel no fue, como sugiere la pintura de Vargas Llosa, obra de gentes dispersas y heterogéneas: fue un Estado europeo fundado a ciencia y conciencia por europeos; por numerosas que fueran las comparsas adheridas, el núcleo protagonista fueron los sucesores de las comunidades judías que habían constituido la flor y nata cultural, profesional e intelectual de las élites de la media y alta burguesía europea. Lo que se fundó en Palestina respondió casi exactamente a lo que, en 1895, había prospectado Theodor Herzl en su obra Der Judenstaat, concebida a raíz del caso Dreyfus: ‘Para Europa constituiríamos allí un lienzo de muralla contra Asia; seríamos el centinela avanzado de la civilización contra la barbarie’ (aunque no habían sido, ciertamente, ‘asiáticos’, sino europeos, los que persiguieron a Dreyfus, como europeos serían los autores del espantoso genocidio que Herzl tuvo la suerte de no conocer). Y eso es lo que parece volver a ser hoy en la mente de muchos occidentales, españoles incluidos, que aseguran que la defensa de Israel es la de Occidente”.

 



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