Los días pasaban y la comida escaseaba. El Padre Alfaro temía por la salud de Fray Sebastián de Baeza que adelgazaba sin remedio. Los franciscanos estaban acostumbrados a comer muy poco, nunca probaban la carne, su dieta se reducía a un poco de verdura y fruta. Sus cuerpos hacía tiempo que no se rebelaban por la abstinencia. Sin embargo, Alfaro sufría al comprobar los tormentos que el hambre producía en los jóvenes estómagos de Dueñas y Villarroel y en los marineros. El capitán Díaz Pardo soportaba los rigores del forzado ayuno sin pronunciar una queja. El Prelado, compadecido, decidió que saldrían a mendigar por los arrabales de la ciudad. Los extranjeros eran muy populares, los cantoneses conocían las penurias que habían vivido y les tenían lástima por estar tan lejos de su tierra. Cuando los vieron con la mano alzada en las calles más pobres, se volcaron para ayudarles. Al depositar las monedas en sus manos, sonreían y ofrecían palabras de consuelo. Por el contrario la acción molestó a las autoridades. Para que no se movieran de la nave mandaban viandas todos los días. Las caras de los soldados y marineros se alegraron con el olor del pollo y las especias.
La noticia de que el virrey de Xauquin quería verlos sin demora provocó una auténtica revolución en la fragata. Excepto Juanico y los marineros, todos se dispusieron para el corto viaje hasta la capital de la provincia. Alfaro creía soñar cuando entró en el monasterio bonzo donde se alojaron. Como el Padre Rada. Ya estamos más cerca de nuestro objetivo pensaba esperanzado.
El palacio del virrey era muy grande, el Prelado franciscano creía hallarse en el cuerpo de Rada, recordaba cada una de las palabras que había escrito el agustino y coincidía en que el Reino de China era mucho más rico que el de España. Las porcelanas, las figuras de marfil, los muebles finamente tallados de las estancias que iban cruzando provocaban exclamaciones de asombro entre sus compañeros. Al fin llegaron a la sala de audiencias, una habitación gigantesca con un pequeño trono elevado del suelo. Los soldados de la sala los obligaron a arrodillarse y dijeron unas palabras que Simón tradujo azorado: No pueden mirar a la cara al conbun. No pueden preguntar nada, sólo contestar cuando el virrey les hable.
La indignación prendió en los españoles. Alfaro también consideraba humillante tener que postrarse ante un hombre pero calmó a sus amigos convenciéndoles de que muchas cosas dependían de esa entrevista. "No podemos abandonar esta importante empresa por un estúpido orgullo". Sintió una mano que empujaba su cabeza hacia el suelo, la puerta se estaba abriendo, el conbun se acercaba al estrado, podía ver los pies tapados por medias y enfundados en sandalias. El traje era de seda amarilla bordada con pájaros. Desde su postura no alcanzaba a verle la cara, intentó levantar la vista pero la mano de hierro se lo impidió. La voz del virrey era estridente, la habitación vacía producía un leve eco. Preguntó de qué tierra eran, contestó Alfaro que de Castila, tradujo Simón que de Castilla. Preguntó el virrey que a qué iban a China, contestó Alfaro que iban a predicar la ley de Dios y su Evangelio, tradujo Simón que habían llegado tras un lamentable naufragio y que esperaban a la nave portuguesa que comerciaba en la zona para no viajar solos. Preguntó el conbun qué mercancías traían, contestó Alfaro que ninguna, tradujo Simón que ninguna. Tras el breve interrogatorio el virrey abandonó la sala.