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¿Menús que matan?

Rosa Rivas

La película ‘El Menú’ es un thriller gastronómico, una sátira sobre la alta cocina, sobre los egos de los chefs y sobre la tontuna de los coleccionistas de restaurantes y foodies pretenciosos. Tras la belleza de los platos, asesorados por la gran Dominique Crenn, hay una digestión perturbadora, con fatales consecuencias…

Tras ver El Menú, dirigida por Mark Mylod, con un chef tirano y ególatra que convierte a su esnob clientela en ingredientes de la comida, se me han indigestado recuerdos.

Madrid me mata era en los años ochenta, en pleno hervor de la Movida, la forma de expresar la relación amor odio con la ciudad. Hoy podría suscribir esta frase en modo gastronómico: el menú me mata. Me refiero al largo menú degustación de la alta cocina, que he comido y como entre el amor y el odio, entre el disfrute y la tortura.

Dándole vueltas al menú de película me han venido a la mente y casi a la boca situaciones extremas, similares a esos concursos televisivos japoneses en los que los participantes comían o bebían hasta la extenuación.

Y hablando de japonesismos, ¿por qué se empeñan tanto los cocineros occidentales, del restaurante de altura a la gastro tasca con pretensiones, en ofrecer (u obligar, a veces es la única opción) el “menú Omakasé”? ¿Por qué hemos de rendirnos a la voluntad del chef, a los deseos de alguien que no siempre brinda con devoción nipona lo mejor de su habilidad y de su despensa? Omakasé implica confianza plena, en quien brinda la comida y en quien la toma. Pero la comprensión de quien acepta el omakase muchas veces es sumisión. El omakase puede ser abuso: yo te sirvo lo que quiero y tú pagas sin rechistar.

El menú degustación es ofrenda, es un escaparate de la creatividad de su autor o autora. Eso está claro. Y el desfile de platos es una síntesis de estilo, una oportunidad de mostrar un discurso, una narración al hilo de los ingredientes y las técnicas. Y teniendo en cuenta que no se va al restaurante gastronómico con la misma frecuencia que se va al restaurante informal, el menú largo y su ritual es una forma de guardar un buen recuerdo de la excepcionalidad.

¿Pero realmente son necesarias tres horas o más comiendo y bebiendo? ¿Hasta qué punto llegados al plato número 10 la capacidad de percepción del comensal sigue aguda o está anestesiada?

¿Se podría analizar con especialistas en neurología y psicología, y también en aparato digestivo, cómo reaccionan mente y cuerpo a ingestas de más de 20 platos con sus correspondientes bebidas alcohólicas armonizadas?

Hay chefs que ya han reformulado sus propuestas, acortando menús, ofreciendo distintas larguras o dando la opción de menú o carta. Y también es de agradecer la abundancia de vegetales, la ausencia del pichón o carnes sangrantes al final del menú, platos finales refrescantes y postres aligerados de grasas y azúcares. El maridaje sin bebidas alcohólicas o con menos vinos asimismo es interesante.

La alta gastronomía y la cocina de vanguardia no están reñidas con lo saludable.

La comida es un goce, no un sufrimiento. Sé que a muchos les (nos) dará vergüenza reconocer que a veces una visita a un restaurante no es tan placentera como deseaban. Hay que expresar lo que no gusta.

Pero si nos entregamos sin rechistar a costumbres gastronómicas enquistadas (en todo el mundo), por mucha fama y glamour que tengan, seremos como los personajes de la película El Menú, unas marionetas.

¿Sería posible, sin acritud, sin atragantarnos ni acalorarnos, un debate sobre el asunto?



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