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Yo era un alfeñique de 44 kilos

La pura y santa verdad, amigas y amigos: Tenía 16 años y era un alfeñique de 44 kilos.

Recuerdo que una vez estaba en la playa, con una compañera del colegio que me encantaba. Ufff, lo que era ver a la hermosa Cecilia con su bikini… Ojo, que era un bikini de esos a la antigua, ni cercano al colaless ni a aquellos tan rebajados que existen en la actualidad, tipo tanga, que -me imagino- obligan a las minocas a un recorte pendejil tipo bigote de Hitler. El de Cecilia era discreto, de color negro, recuerdo, pero el cuerpo monumental de mi amiga (aquellas nalgas con que han sido tan avaros los poetas) era de ensoñación. Aaaay, Ceci, no sabes de qué manera fuiste mi fuente de inspiración. Tú, con tu bikini, y yo que me bajaba el cierre en casa; tú, sin la parte superior de tu bikini, y yo que le daba a encumbrar el volantín; tú, Ceci, ofreciéndome sacarte el calzón de tu bikini, y yo arremangando la banana; tú..., y yo listo, exprimido, más seco que zapatilla en el techo.

Y ¡claro!, justo al lado nuestro tenía que ponerse a jugar a las paletas un grandulón pesado. Y ¡claro!, justo la puta pelota tenía que caerme en la cara cuando me disponía a encender un cigarro para impresionarte, Cecilia, con mis 16 años y mis 44 kilos de costillas al trasluz. “No me dolió”, te dije, y al grandote “¡hey, fíjate bien!, pues, huevón”, en un susurro que por cierto (y por suerte) no escuchó.

Cuando el paletista robusto, Ceci, en una de sus carreras te lanzó arena sobre las pecas gloriosas de tu pecho, hice ademán de pararme… “Déjalo, flaquito”, me dijiste, en tanto con tus largos dedos sacudiste las partículas aterrizadas en ese hermoso camino al valle y, por un instante, separaste el triángulo de tela que cubría una de tus mamitas para devolver al suelo la arena intrusa que se coló en aquel blanco paraíso, junto a la cereza rosada que alcancé a ver desde mi ángulo, y que me siguió inspirando por años, Ceci...

Hoy no soy un alfeñique de 44 kilos, amigas y amigos. Hoy no soy un alfeñique de 44 kilos, Cecilia. Pero, ciertamente, no seguí el curso de desarrollo muscular de Charles Atlas, aquel que se difundía en las revistas de historietas de aquellos años. Más bien, me he dedicado a la comida y a la bebida en forma bestial, por más de tres lustros. Así las cosas, hoy por hoy peso 113 kilos (a veces 115, a veces 110) y siempre voy a la misma playa, Ceci, con todo el ánimo de encontrar al prepotente jugador de paletas y sacarle la contumelia.

- ¿Vitoco, eres tú, Vitoco? – me preguntó una gorda señora, que apenas cabía en su toalla, el otro día.

Tu misma cara, Ceci, aunque más mofletuda. Las pecas del pecho entre dos tetas descomunales que te nacen desde las axilas. Me hice el huevón:

- Nooo, parece que me confundes.
- Nooo. ¡Claro que eres tú, Vitoco!
- Hey, estás loca, fíjate bien.

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