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La relación terapéutica

Podemos decir sin miedo a equivocarnos que una buena Terapia no funciona sin afectos. Sin una buena transferencia del cliente y una buena contratransferencia del Terapeuta. Gracias a ello ambos pueden trabajar juntos y la persona puede indagar dentro de sí misma, descubrir, comprender, expresar, tomar decisiones, superar poco a poco sus contratiempos y fracasos. Y al final ambos podrán celebrarlo. Pero tales afectos no deben convertirse en el centro de la terapia. Porque si esto ocurre, esos sentimientos se transformarán en una resistencia contra la terapia, que no avanzará y terminará fracasando.

Hay dos clases fundamentales de afectos, sobre todo por parte del cliente: los amorosos y los hostiles. Veámoslos.

1. Amorosos. En las transferencias positivas los pacientes admiran, idealizan más o menos al terapeuta, y sobre todo ven en él/ella una figura de referencia (un maestro, un gran amigo, un hermano mayor o, en el mejor de los casos, una madre o un padre adoptivo/a.). En todas estas situaciones existe una gran energía terapéutica. Es cierto que el paciente proyectará al principio en el terapeuta los mismos miedos, enfados, dudas, reacciones infantiles, etc...que vivió con su familia, pero a medida que vaya descubriendo que el terapeuta NO es  igual que sus padres, irá aprendiendo a sentir y reaccionar de otras maneras. Irá madurando.  Por eso esta clase de transferencia es indispensable en cualquier terapia.

Pero a veces los sentimientos amorosos del cliente son o se vuelven "excesivos" y acaba enamorándose del terapeuta. (¡También por desgracia algunos terapeutas se encariñan demasiado o se enamoran de algún paciente!). En tales casos, pacientes y/o terapeutas ya no acuden a la consulta a "trabajar" juntos, sino a recibir su "dosis" de erotismo y/o amor. La terapia queda en segundo plano. Por eso, a menos que este inconveniente se resuelva rápidamente (si se puede),  lo mejor para ambas personas será darla por terminada.

2. Hostiles. Hay personas profundamente dañadas que en algún momento de la terapia, o incluso desde la primera sesión, sienten una gran desconfianza u hostilidad contra el terapeuta. Sienten  cualquier pregunta, cualquier comentario, cualquier iniciativa terapéutica como una agresión, como un ataque por parte de la persona a la que han pedido ayuda.  Estos pacientes niegan, sabotean, rechazan, se cierran a la mayoría de intervenciones del terapeuta (que, por supuesto, sufre bastante atendiendo a estas personas)... El futuro de la terapia se vuelve muy incierto. De hecho, en los casos más graves estos clientes ya tienen un largo historial de terapias "fracasadas", y siguen manifestando un profundo odio y rencor contra sus ex-terapeutas, como si éstos fueran los culpables de todo lo que les ocurre. Incapaces de la menor instrospección y autocrítica, viven principalmente defendiéndose y atacando desesperadamente, como si el mundo entero estuviese contra ellos  Esta es, lamentablemente, la gravedad de sus personalidades malheridas.

Podemos encontrar distintas opiniones  sobre cómo tratar a estos pacientes (la mayoría de autores recomiendan básicamente contención y "paciencia"). Pero mi experiencia es que la mayoría de estas personas, si el terapeuta insiste en trabajar aunque sea lentamente, se cansan pronto de una "terapia" en la que nunca estuvieron integrados. Trágicamente, no logran vincularse ni se dejan acceder emocionalmente por nadie.
 

Una buena relación terapéutica es, en fin, muy hermosa aunque nada fácil de describir. Podríamos decir que es una mezcla armoniosa -por ambas partes- de cariño, admiración, confianza, respeto, buen humor, autenticidad, objetivos claros y ganas de trabajar. Que es una sabia y delicada mezcla de cercanía y distancia, que permite al paciente sentirse al mismo tiempo acompañado y libre. Que es un viaje del paciente a su propio corazón, en compañía y con la guía de su terapeuta protector... Y que gracias a todo esto no sólo el paciente, sino también el terapeuta, crecen juntos como seres humanos.



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