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Apartamentos Abismo

¿Es el jazz fascista? Es la pregunta que nos quedaba. Adorno pensaba que sí. De acuerdo, no tan rápido. Adorno sostenía que el jazz pertenecía a la música de diversión, a la industria cultural que sostenía el capitalismo e impedía la concenciación social de las masas. Además, sus compases sincopados y sus improvisaciones conectaban con la irracionalidad y la arbitrariedad que proponían los regímenes autoritarios, fascistas o nazis. El hecho de que el jazz fuera prohibido y perseguido por los esos regímenes era un detalle concreto que no sustraía el análisis académico. La anécdota, mucho mejor explicada y sin simplificaciones provocadoras, aparece en Gran Hotel Abismo (Turner), de Stuart Jeffries, biografía intelectual de la Escuela de Frankfurt, un libro que explica muchas cosas que aún nos suceden.

El Instituto, cuya misión era analizar por qué había fracasado la revolución alemana de 1919 y, de paso, reflexionar sobre cómo el capitalismo podía ser derrotado, fue fundado por un grupo de pensadores, profesores universitarios en su mayoría, gracias al dinero del padre de Felix Weil, uno de los especuladores financieros más ricos de Alemania. No fue el único. La práctica totalidad de miembros de la Escuela pertenecían a familias de empresarios, eran ovejas negras para los que el marxismo era una distinción cultural dentro de su clase. Ahí está la clave de su objeto de estudio.

Jeffries indica que los patrocinadores del Instituto podía molestarse si se hacía un hincapié excesivo en la cuestión económica y, por eso, los temas culturales acabaron siendo los preferidos. Con la teoría crítica, se podían hacer grandes análisis del funcionamiento interno de la publicidad, el cine, las tradiciones o la música sin cuestionar el reparto de la riqueza, el meollo de la cuestión. Tampoco se mezclaban con las organizaciones, ni sindicales ni políticas. La palabra claves es desconexión. ¡Qué vulgaridad interrumpir con el precio del pan una disertación sobre Malher!

El título del libro se debe a una acusación del húngaro Georg Lukács, que señaló que la Escuela vivía instalada en en el Hotel Abismo, un sitio “con toda clase de lujos, entre excelentes comidas y divertimentos artísticos, al borde de un abismo, de la vacuidad, del absurdo”. Lukács sostenía que la Escuela carecía de compromiso y veía el precipicio desde una distancia prudencial. A él, también hijo de banquero, su militancia le valío la cárcel o el exilio.

Existe un hilo entre la Escuela de Frankfurt y la de Birmingham, en la que nacieron los estudios culturales, y la de París, donde el Gran Hotel Abismo se transformó en un resort en el que se podía tomar de todo siempre que se dispusiera de una pulsera freudiana. Lo que disfrutaría Adorno al decidir cuál de las películas de Star Wars es más revolucionaria.

No es casual que se produjera en París el primero de los movimientos primavera, mayo del 68, al que Pasolini definió como guerra civil burguesa: “a través del marxismo, el apostolado de los jóvenes extremistas de extracción burguesa no es más que la rabia inconsciente del burgués pobre contra el burgués rico, del burgués joven contra el burgués viejo, del burgués impotente contra el burgués poderoso”. Pasolini hablaba siempre de extremistas porque eran grupos que renunciaban a las grandes organizaciones y siempre proponían grandes objetivos inalcanzables que les permitían ser siempre universitarios o, en el caso de que tuvieran que ocupar el lugar de sus padres, disfrutar de una saludable melancolía. Si se parece mucho al 15M, no es casualidad. Todos los movimientos primavera acaban igual.

El problema es el vacío que dejan tras la marea emotiva, ese vacío sobre el que ahora opinamos todos en ese Apartamentos Turísticos Abismo (disponibles en Airbnb) que es internet. Nada de lo que digamos es relevante.

En los próximos años, habrá una nueva crisis económica cuyos resultados serán menos extensos, pero más intensos. Es decir, en lugar de la gran explosión de 2007 habrá bombas inteligentes que solo estallarán en las vidas particulares de mucha gente. En especial, sufrirá la generación que hoy tiene 30-40 y que, tras ir al desempleo, le costará volver al mercado laboral porque su puesto será ocupado por una nueva generación mejor preparada y, sobre todo, nativa-precaria. El Estado tampoco podrá reaccionar por el peso de la deuda y la merma creciente de ingresos. Si carece del apoyo de sus padres y no dispone del colchón de una vivienda en propiedad, lo pasará mal. Y no todos viven en el centro de Madrid o Barcelona. ¿Quién gestionará ese cabreo?



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