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La ideología tecnocrática

La Tecnocracia es el gobierno de los políticos ocasionales, la monopolización de la representación política por parte de personas que tienen la política como profesión secundaria, porque el oficio que ejercen públicamente, es decir, la ocupación que —valga la redundancia— ocupa la mayor parte de su vida social y de su tiempo, es una actividad altamente especializada. 

Los tecnócratas son hombres de ciencia, cuyas ideas están gobernadas por el escrúpulo científico, y cuya mirada de la realidad social es objetiva al punto de rayar en la frialdad. ¿Qué tan saludable es que, en el contexto de una Crisis ecónomica de gran envergadura y de una virtual crisis del Sistema democrático, políticos de esta naturaleza asuman la dificultosa tarea de mediar —y recomponer— la relación entre Estado y sociedad?

Saint-Simon fue el primero en proponer, ya en 1814, el reemplazo de la política por la ciencia, y el gobierno de hombres imbuidos con el espíritu del método científico, para lograr mayor eficacia en cuanto a los resultados de la administración política. La tecnocracia es resultado de la utopía positivista, la Cual privilegió la entronización del conocimiento científico como única verdad posible, por encima de las concepciones irracionales y las interpretaciones subjetivistas del mundo y sus acontecimientos, echando a un lado el hecho de que la política esta compuesta de arbitrariedades subjetivas y dislates. 

La relación entre tecnocracia y democracia siempre ha sido complicada. Las más de las veces, las Experiencias tecnocráticas han resultado en la constitución de autoritarismos enemigos de la participación popular, y partidarios del inflexilble mantenimiento del orden social. Entre estas experiencias, por mencionar algunas, se encuentran la de la Alemania nazi, el movimiento tecnocrático estadounidense de los años 20, el cual quedó desairado tras el crack del ’29, y la dictadura de Francisco Franco en España, la cual se apoyó desde finales de los años 50 en un grupo de tecnócratas vinculados al Opus Dei, en un dudosamente exitoso intento de conquistar la industrialización y la modernidad.

El desplazamiento de los gobiernos de George Papandreou, en Grecia, y de Silvio Berlusconi, en Italia, —personajes por cierto deventurados, por los que se derramó pocas lágrimas— por presión de la burocracia de la Unión Europea y de las poderosas cúpulas del sistema financiero internacional, para conformar gobiernos integrados de manera exclusiva por think thanks neoliberales, prestando oídos sordos a la voluntad popular, evoca tiempos en los que se creía que la panacea para los problemas económicos y sociales de los hombres consistía en obedecer ciegamente los dictados de la ideolgía científica, y en quitarle lo deliberativo, lo plural, a la política.

Teniendo en cuenta los resultados de las experiencias tecnocráticas pasadas, pocas dudas deberían quedar de que la tecnocracia no es otra cosa que una conspiración destinada al secuestro de la voluntad soberana, maquillada con los seductores cosméticos de la sabiduría y la eficiencia.

Mucho menores deberían ser nuestras espectativas respecto al papel revolucionario de los técnicos. En el mejor de los casos, los tecnócratas son adeptos de una revolución tecnocrática, es decir, de luna revolución que abandera la transformación del Capitalismo desordenado en un capitalismo ordenado, o lo que es lo mismo, en un capitalismo burocrático. Es eso lo que los grandes poderes financieros y empresariales necesitan para solapar la crisis de legitimación del sistema económico mundial, para hacernos creer que se están cambiando algo para no cambiar nada.


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