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Lullaby y el desnudo frontal


Su mano cae intencionalmente sobre sus piernas. Sus dedos suben bajo el borde del vestido hasta su ropa interior. Hoy es de color blanco, pero mañana puede ser negra y pasado mañana puede ser inexistente. La atrapa entre el dedo índice y el pulgar, y la tira Hacia abajo hasta caer a los tobillos. La deja ahí.

Ahora sus manos van hacia sus hombros. Mueve los tirantes de su vestido hasta que se desmayen sobre sus brazos. Lullaby no lleva sostén hoy. Tampoco ayer ni anteayer. Nunca usa uno. Basta mover su cuerpo un poco para que su vestido caiga rápidamente hasta los tobillos también.

Entonces levanta Casi ciegamente su pie derecho y lo desliza hacia un lado. Levanta su pie izquierdo y tira toda la ropa acumulada en el suelo hacia delante. Entonces ya no haya nada que cubra su cuerpo. Ni siquiera un pequeño vello asoma en su piel. Lullaby da pequeños pasos en su habitación hasta quedar frente a un espejo grande.

Lullaby comienza casi quirúrgicamente a analizar cada pedazo, cada recoveco, cada lunar y cada peca que hay. Observa su cuello delgadísimo, sus hombros con clavículas asomadas, pecas entremedio y más abajo. Ahora morbosamente se queda en sus pechos. Son tan de niña que parecen perfectos, pero no lo son. Asoman dos cicatrices pequeñas de dos operaciones del pasado. Una mide 3 cm. La Otra, 4. Una está bajo un lunar. La otra, no. Sus pezones erectos son como los de una niña de 13. Su aréola es rosada como el rubor de la vergüenza. Pero ella no es una niña virgen de esa edad. Todo lo contrario en realidad.

Después asoman sus costillas. Lullaby pesa 40 kilos. Pero ahora está en 39. El viernes que viene probablemente pese 38. Metabolismo o enfermedad encubierta o sólo el cuerpo que cambia. A veces la miran en la calle por delgada, pero ella es tan fuerte como un poste de luz en una esquina. Tan terca como una sirena de ambulancia en las calles. Tan persuasiva como una piedra en el zapato.

En el centro de las costillas hay otra cicatriz. Una grande. Una de casi 40 centímetros que cae vertical hacia su sexo. Eso fue de otra cirugía y de otro pasado también. Casi ni se nota, pero se nota igual. Hay que amarla igual que a Lullaby. Es parte de su cuerpo, de su encanto y de su maldad. De abdomen abultado, no hay nada. Es tan plano que provoca envidia. Más abajo, su depilado de muñeca infantil que a nadie deja indiferente. De hecho, provoca toda clase de perversiones.

Como hilachas colgando, sus piernas se desprenden de sus caderas angostas. Parecen de niña otra vez, pero no son de niña. Tienen marcas de caídas y atropellos. Algunas venas se asoman imperceptibles. Son delgadas pero no son hilachas; sólo lo parecen. A Lullaby le encantan.

Y termina con sus pies de bailarina. Pequeños con número 35 y a veces 36. Son lo contrario de gordos y están tostados por el sol tal como su piel entera. Lullaby no va a la playa casi nunca. Sólo se arrastra por las calles con ropa negra mientras todo se calienta en su cuerpo y en su cabeza. Entonces basta detenerse unos segundos en alguna parte e imaginar su propio cuerpo desnudo otra vez. Pero ahora no frente a un espejo, sino frente a alguien más.

Historias sobre una chica oscura llamada Lullaby. Solitaria, odiosa, rebelde, irónica y agriamente dulce.


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