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Teología neoliberal: culpa y tecnificación de la ciencia.



Teología neoliberal: culpa y tecnificación de la ciencia.
Marcos Santos Gómez

Hoy resulta esencial que nos centremos en el universal sentimiento de culpa que se ha extendido por la civilización y en cómo gestionado desde instancias de poder que emergen del Estado, ejerce un eficacísimo control social que garantiza la perpetuidad del modelo económico neoliberal. Nacemos en la rueda de la culpa que como un fatal tsamtsara cerrado en sí mismo se nos antoja insuperable, y al que es preciso que entendamos sobre todo como el fatalismo de un modo de ser que expulsa de sí mismo su ser, situándolo más allá de la inmanencia. Por eso nos tornamos fantasmas o reflejos automatizados, en un mundo abandonado a su suerte, de las proyecciones e inercias de lo social sin el tenso horizonte de la utopía, tornada inalcanzable Reino de los Cielos; fantasmas arrojados en un mundo caído, humanidad lastrada por el pecado original que sobrevive despojada de su fuente y que funciona de espaldas a su propia esencia. Nuestra tesis en el presente escrito, apenas un boceto, es que vino primero la culpa, en el corazón de  nuestra civilización, y ésta ha preparado el terreno para una economía neoliberal que es este puro despojo materializado de la vida y la razón del hombre, víctima de una culpa que se ha camaleonizado en lo económico, habitando en ello para generar la vinculación anónima y “productiva” entre los seres humanos.

El capitalismo se ha enganchado a este poderoso medio de control y aniquilación que es la culpa, o sea, a la culpabilización a priori del existente, que lo rebaja y lo despoja de su carácter de fin en sí mismo y de la dignidad que hay que suponerle como sujeto ético, desmembrándolo en una trama reticular de micropoderes que castigan con la exclusión y fabrican las subjetividades como desechos de la economía. En esto consiste el antihumanismo que le es propio al capitalismo, en arrancarle su modo de ser libre y racional al hombre. En esta rueda desprovista de conexión con la fuente de su vida, con su “naturaleza” libremente autocreadora, que lo despersonaliza y automatiza, lo económico (el mundo de la economía de mercado desregulada y el entorno laboral) generan, a su vez, más culpa para procesar y gestionar culturalmente, en lo que el marxismo más clásico denominara superestructura. Para que funcione el modo de producción capitalista en la versión neoliberal que hoy ha adquirido se precisa esta universalización de la culpa por la que el hombre se olvida de sí mismo y emprende el tipo de trabajo, vida y consumo que son requeridos por el mercado.

El problema que nos plantearemos más adelante es cómo abandonar esta rueda y cómo hacerlo desde la educación, desde la clave de Paulo Freire y de otra escuela y universidad posibles. En el mundo laboral, hoy se ha acabado asociando, gracias a la propaganda de unos mass media que ilustran los valores de la empresa para ser convincentes (la verdad coincide, contra Tersites, con lo que quiere oír la mayoría de un pueblo degenerado en masa, es decir, pueblo que no piensa), el disfrute de los derechos con una suerte de vergüenza, en una moral que vuelve a oponer el rigorismo y el dolor al placer, el ocio y la realización personal. A esto, la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Cifuentes, no ha hecho más que poner rostro, cuando ha renunciado, pública y ejemplarmente, a sus vacaciones. El heroísmo propio de la vieja ética como vínculo con una verdad que ensalza la vida, ahora es una verdad que exige el ascetismo y la renuncia, como ya lo advirtiera  Max Weber.

Sólo en este contexto de descalificación del hombre puede tornarse obvio lo que para una vida cabal, en su exuberante vínculo con los demás, no podría haberlo sido nunca. Obvio, decimos, que el hombre deba servir a lo que se le opone (sentir culpa es, precisamente, sentir que la vida deseante se opone “perversamente” a lo que la inercia social y económica requiere de nosotros). Digamos que, como ya anticipaba el barroco y sus grandes figuras hispanas, desde Gracián a Quevedo, el mundo ha tenido que quebrantar su “naturaleza”, su tensa unidad diferencial, y ponerse patas arriba, del revés, de manera que la razón, en lugar de vitalizar, lo despojase de su “alma”.

La culpa que se asocia a la existencia como producto de una valoración negativa de la misma, puede haber arraigado también en las diferentes formas de platonismo (sobre todo en la versión neoplatónica y en los gnosticismos del siglo II d. C.) que la Patrística recoge en algunos momentos de la teología de Agustín de Hipona y que tienen en común una infravaloración de lo mundano a partir de una clave ultramundana. El mundo ha de ser salvado insuflándole espíritu desde fuera (La ciudad de Dios). Así, el dualismo de estas perspectivas acusa al mundo de haberse constituido en una suerte de caída que lo torna sombra o apariencia que en sí mismas no poseen existencia ni son realidad. Es decir, el ser se sitúa fuera de su propio aparecer. Por eso, en las éticas derivadas de este dualismo se hereda un cierto desprecio por el mundo, por la materia y el cuerpo, que han de doblegarse a la externalidad de un ser cuyo esplendor irradia y transmite externamente su prestigio.

La culpa que se atribuye al mundo, a la vida o al hombre, es una valoración que se realiza desde esta metafísica dualista por la que todos ellos se consideran esencialmente malos. El mundo y la existencia, en un movimiento muy obvio en Agustín, se tiñen de una nostalgia por lo imposible que obra milagrosamente, que lo sostiene, y de una melancolía por la que se aspira a un mayor ser a través de la negación de su voluntad, entendida como tensa afirmación vital, en la concepción pesimista de Schopenhauer. El mundo que aparece ante la razón como “algo” aparte se ensombrece, se torna ajeno y distante, absconditus, para la mirada. El sujeto sólo lo halla en su solipsismo. ¿Es este dualismo gnostizante una inercia “razonable” del hombre ante el insoportable dolor de la existencia, plagada de sufrimiento, como también sugiere Nietzsche, un comprensible espejismo del deseo? ¿Es la noble aspiración a trascender lo que hay cuando el horizonte es sueño y no posibilidad todavía, porque no cabe en el estado de las cosas? El caso es que, demos la respuesta que demos, esta pulsión de trascender más allá de lo inmanente para asegurarlo, lo condena a un mal y una culpa esenciales.

Esta es la forma metafísica de abordaje fundamentacionalista que presupone la relación técnica con el mundo. Para la técnica, el mundo ha perdido su sentido y ya sólo puede servir de medio para un progreso ilimitado por el que se multiplica. No obstante, para Jaspers en Origen y meta de la historia, lo técnico adquiere una dimensión positiva como creación de un segundo mundo en el que el hombre habita cómodamente facilitando su vida, pero creando una fuerte dependencia a éste, que pierde su libertad (en la pedagogía, Illich trató a fondo esta problemática). Una cosa es evidente y es que este curso de la historia que Jaspers denomina “Era técnica”, de duración reciente, está transformando el ser propio del hombre, es decir, está modificando cualitativamente lo que entendemos y lo que es en sí el hombre, o sea, su modo de existencia. Se está generando, dicho en pocas palabras, un nuevo hombre, como hoy, en el universo de internet, las redes sociales y las veloces e inasibles telecomunicaciones, que el filósofo no conoció, es evidentísimo. Se nos está fabricando de nuevo, lo cual es una posibilidad del hombre en cuanto existente cuya esencia es hacerse a sí mismo y fabricarse. Pero este nuevo ser del hombre, presto siempre a recrearse, hoy se constituye como ente inercial, como orden, como cauce de un caos originario y lo cosifica, alejando también su comprensión del dinamismo de su existencia. Vimos anteriormente que el hombre puede autocrearse en un proceso continuo, incausado, rizomático y proteico, conectando con un ser que es génesis y no causa derivante, o, puede incluirse en una construcción de la realidad entificada que es antes identidad y orden helado que diferencialidad y tensión. Lo técnico se relaciona con este modo segundo y sustancial de concebirse y hacerse el hombre. Porque lo técnico impone una linealidad causal a la realidad, el fantasma de un progreso que obra a costa de cuantificar lo cualitativo, como incremento de lo mismo, como producción y construcción, desde una omnisciente e iluminadora catalogación y regulación del flujo de lo real.

Así, en la técnica se halla inserta una cosmovisión y una metafísica que no son patológicas en sí mismas, salvo que se absolutice lo técnico y comience a regir mundo y conocimiento, señala Jaspers con acierto. Lo típicamente reticular de internet impone, en medio de su aparente fluidez, una solidez, un “mensaje”, en la concepción de MacLuhan, que es ya de hecho imposición de un modo de ser y de una deriva del pensar como acoplarse a lo inercial, como dar palabras y razones para las inercias para cuyo origen resulta ciego. Se piensa a partir de inercias sociales, pero no se piensan las propias inercias. El pensamiento pierde la excentricidad inmanente, perdida en la estratosfera de lo ultramundano, y el mundo se torna puro abandono en sí mismo o un mero estar, una absurda permanencia, un desolado vacío, formalizándose y perdiendo sus “contenidos” o el suelo de un mundo de la vida o de una physis que lo nutre. Causalidad sin horizonte, con fines insertos y preestablecidos, cuyo espíritu es el puro vagar de una eternidad cerrada. La técnica es, en su fundamento íntimo, clonación, repetición, lejos de la poética apertura, en sus límites, de la ciencia, de la aristocrática elevación de quien investiga por purísimo amor a la investigación, reconciliado con los fines, en el trato asombrado con ellos.

Estamos en la plena y universal autonomización de la técnica respecto a la ciencia (aunque es cierto que nunca fueron históricamente dependientes una de la otra), extendiéndose en la cultura una sorda tendencia a llenar el mundo acumulativamente, como quien se llena de cosas. Por eso, lo ético marcado por lo técnico consiste en mantenerse en dicha corriente, sin la posibilidad de plantearse que el comportamiento racional del hombre haya de hacer epojé de lo que se le presenta. Pensar es acoplarse, y por tanto, pensar se reduce a una función estratégica propia del hombre astuto que adquiere las habilidades o competencias que le permiten ser bueno en su medio, en el mundo de lo dado, en lo que se le presenta. Un mundo sin fondo, sin abismos, sin misterio, sin preguntas, que renuncia a autotrascenderse y que, paradójicamente, fuerza, en su angustia, a inventar y postular zonas trascendentes más allá de sí donde no puede operar ninguna razón. Más allá de la inercia que señala lo que es bueno y las metas, está la nada y, por tanto, el reino de la magia. Es la zona de la parapsicología, las pseudorreligiones y el falso misticismo con las que se aborda, impotentemente, aquello que en un mundo que renuncia a acoger en sí mismo todo infinito, ha de suponerse que se halla fuera. Estamos en la trascendencia platonizante que constituye sobre todo un escape y fuga mundi renunciando a vínculos reales con el mundo. En el mundo del puro cálculo, todo se nos va de las manos, porque también la razón, en su vieja amplitud, se ha reducido y desaparece. De ahí que pueda darse al mismo tiempo que alguien sea un gran científico o un experto ingeniero, pero que recurra a la magia para llenar las dimensiones del mundo que han excluido y exiliado a la razón.

En definitiva, el mundo gobernado por la técnica carece de consistencia ontológica. El mundo no es en sí mismo, ni, en el plano ético, vale en sí mismo, sino que es en cuanto sirve para algo ajeno o, en el plano inmanente, en cuanto sigue ciegamente su inercia.  Los fines están ahí, pero no existe otro trato con ellos que cumplirlos. Así, el hombre, en su ser rebajado y dependiente, el ser culpable, que al absolutizar la técnica también se ha hecho depender de lo técnico él mismo, sacrifica su posibilidad de elegir modos de ser y de descubrir o escoger valores que tornen su vida ejemplar, para asumir, pasivamente, aquello que nunca alcanza. La cultura se llena de desasosiego. El malestar civilizatorio destruye los cuerpos esclavos, reducidos, desprovistos de su dignidad e importancia, en terroríficas formas de neurosis como la anorexia. La razón deja de pensar y retorna a la magia, al milagro y al mito. Paradójicamente, el sujeto que realiza la ética, en su existencia, no racionaliza sus acciones en la pretensión libre de portar una verdad, sino que ahora sus acciones son obediencia mecánica, en medio de la impotencia de su razón, a lo que se nos sirve como inaprehensible. En lo inmanente no puede hallarse ya ninguna clave ni sentido más allá de lo instrumental, en el mundo angustiado por la culpa, caído y corrupto, que ha de renunciar a su libertad y someter sus designios a fuerzas que ya no comprende ni maneja.

Este es el carácter profundamente gnóstico de nuestro tiempo. Un tiempo en que para salvar al hombre hay que negar su libertad, porque se presume nuestra generalizada culpabilidad y nuestra corrupción tras la expulsión y la caída originarias, siendo el derecho la rigorista máquina de generar y gestionar esta culpabilidad, de criminalizar, en una sociedad en la que la utopía y la transformación social se obtienen a golpe de decreto y ajustando la vida a categorías que marcan lo absolutamente bueno y purificador, frente a lo absolutamente malo, desde lo cual se excluye y desecha lo vital en la medida en que obstaculiza la funciónestablecida. Es el reino de lo instrumental, el de la era técnica que señala Jaspers o de la vida dañada, según Adorno. Y, por si el lector todavía no se ha percatado de que estamos constantemente refiriéndonos a la educación y a la actual reforma universitaria, a las agencias de evaluación y a la calidad que es ídolo y mistificación de todo este mundo técnico y caído, del pecado y la culpa, que estamos describiendo, resaltemos que, como señala Jaspers, en la era técnica, la nuestra, lo que se está dando es una tecnificación de la ciencia, o sea, la confusión que considera que es ciencia lo meramente técnico. Se impone en la universidad el fantasma de una ciencia rebajada a su utilidad, incapaz ya de establecer sus propios fines o de regirse por sus fines intrínsecos impulsada por el subversivo asombro. Pero así el entramado neoliberal obtiene su deseado cierre tanto en la razón como en la cultura, produciendo como universal su modo específico de razón instrumental.

Bibliografía citada:
Jaspers, K. (2017). Origen y meta de la historia. Barcelona: Acantilado.


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