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Una tímida aportación de la teología.



Una tímida aportación de la teología.
Marcos Santos Gómez

El legítimo ideal político del Estado laico, que puedo afirmar que comparto plenamente, aunque yo no vaya a dar ahora razones para defenderlo, puede confundirse con la condena al exilio del saber teológico respecto a la universidad, la ciencia, la filosofía o la educación. Algo que sucede en la universidad española pública que no expide títulos de Grado en Teología siguiendo una antigua decisión que paradójicamente ha servido para que la fe y sus presupuestos ontológicos e implicaciones prácticas no se hayan podido pensar o estudiar sin servidumbres ideológicas, como sí sucede, por lo que sé, en Alemania. No tengo claro si el origen de esta situación fue favorecer un deseo expreso de la Iglesia Católica en España de administrar por sí misma la intelección de la fe o, por el contrario, arrinconar a esta institución de lo sagrado y excluirla de la norma de lo académico en el contexto de las luchas de poder en que se ha visto involucrada respecto al control de la escuela y la educación públicas. En cualquier caso, seguramente se ha partido de una decisión que siendo política ha resultado en que en la ciencia o el pensamiento “oficiales” no se ha podido plantear el estudio serio de lo religioso desde sus propios presupuestos. Lo religioso, por lo menos las llamadas religiones del Libro y el caso concreto del cristianismo, se ha fundado en unos textos que muestran lo que para unos cimenta lo real o se imbrica en ello como su ser, y para otros no deja de ser una posibilidad o incluso, rebajando el asunto mucho, una mera hipótesis. Estamos hablando no tanto de estudiar el fenómeno religioso externamente, lo que sí hacen otras ciencias, como la antropología o la psicología, sino internamente, desde la aceptación de sus textos básicos que aportan un significado que a continuación vamos a señalar, al modo en que cualquier otro saber emplea también sus presupuestos que anticipan y determinan sus conclusiones. Quiero decir que desde la propia cosmovisión religiosa pueda abordarse ella misma ofreciendo una rigurosa “descripción” o, mejor dicho, comprensión de su perspectiva en la asunción previa que pueda realizar de su propia imagen del mundo. Esto es lo que de hecho intenta llevar a cabo la reflexión teológica, que aunque emplea el elemento exteriorizante y crítico de la razón griega, que adoptara en sus inicios, se funde y compenetra con una concreta tradición que, como he dicho, la nutre. Por esto, su razón ha oscilado entre el horizonte universal que aporta la racionalidad filosófica y la centralidad de una revisión hermenéutica de los propios presupuestos y de sus contenidos desde sí mismos.

El caso es que lo religioso ha necesitado pensarse en cuanto que acompaña, sea al modo que sea, como anhelo, esperanza, orientación o recuerdo, la existencia del hombre, que solamente mediante una cierta desnaturalización obrada por la razón más excéntrica o exteriorizante, puede desprenderse de esta centralidad que lo religioso ocupa en la cultura y la vivencia del hombre corriente. Lo natural, tenga la explicación que tenga y sin que esto sea argumento válido en absoluto para demostrar la existencia de Dios o de un referente o verdad tras el anhelo del mismo que no sea el propio anhelo, es que muchos hombres crean en Dios o planteen una interpretación religiosa (o mitológica) de la religación por la que lo otro o lo absoluto se hace presente en cada una de sus partes.

Nos preocupa en especial el papel que una vieja disciplina, ciertamente asociada a la fe, pues intenta precisamente pensarla, sería capaz de aportar al conocimiento y comprensión de lo educativo. Es, digámoslo ya, su gran aportación su pathos de partida, el racionalizar la conmoción que el tener que morir causa en el hombre, la incorporación de esta certeza junto a la esperanza que sugieren juntos el deseo humano y el límite que lo obstaculiza, que en cierta imagen más afirmativa de la teología es capaz de concebir una prolongación trascendente y exterior del mundo.

Lo frustrado, lo truncado y roto antes de tiempo, que se opone vivamente al deseo de ser más del hombre, debe postularse más allá, contra toda evidencia y como razonaba Kant, para que tenga un sentido absoluto la ética. Así, el amor y la amistad, los momentos estelares de la existencia particular, los abrazos y los banquetes habrían de perdurar, según esta tesis, para que sean reales. Paradójicamente, a pesar de este elemento de respuesta y fuertemente afirmativo que, si uno lo piensa, nunca formará parte de una fe madura, la principal aportación de toda esta esperanza que va desde el vago deseo a la creencia firme en un “algo” donde ya no puede haber nada en la manera de “algo” (fuera del tiempo y del espacio), paradójicamente, digo, es la mortalidad, el recuerdo actual de la misma, lo que la teología porta en sí como “ciencia” y razón. Insuflar, pues, lo mortal en la razón, a pesar de ciertos excesos metafísicos y deseantes que se han dado también mucho en la teología, es la principal misión que la teología cumple entre los saberes. Es portadora de lo no logrado en un sentido ontológico que impregna una mirada que llega a y que parte, al mismo tiempo, de lo no logrado en la historia humana. Es su apuesta esta incorporación de lo que al modo de grieta e impugnación (rozando la autoimpugnación) atraviesa la historia, la de una mayoría silenciada de víctimas que han tenido y tienen la esperanza de una proyección de sus deseos de justicia que pueda dotar de una cierta orientación parcial a la vida humana. Es ciencia que porta este deseo, real para unos y fuente de más razón, o ilusión para otros. Una fuente de vida que se tiene que imaginar como extremo de la línea dibujada por el deseo, desde cuyo horizonte adviene lo que se anhela y se hace, de un modo parcial, presente.

Así, carencia y deseo (no habría lo uno sin lo otro), como en el caso de la filosofía, movilizan también lo teológico, salvo que, en lugar de nada, en la teología está el suelo de unos textos y una tradición que invocan un proyecto de vida basado en el mencionado anhelo de que reine una justicia que prevalezca sobre los reinos de este mundo y los subvierta. Una justicia que se define y entiende como la otra cara de lo que, en palabras de Adorno, daña a la vida. Así, en consonancia con el giro antropocéntrico de la modernidad y la crítica de Feuerbach, la teología se comprende hoy como la expresión de este deseo del hombre o, mejor dicho, como la ciencia que porta este deseo y lo hace suyo, cargando con él, por parafrasear a Ellacuría.

Desde el recuerdo de esta oposición silenciosa que los muertos, en especial las víctimas del horror y la injusticia, resaltando la centralidad del sufrimiento en la historia, hacen a nuestras construcciones tanto ideológicas como políticas, jurídicas, tecnológicas, económicas, se alza una visión del carácter precario, inacabado y abierto tanto de la historia como del propio acontecer del ser. Se evoca una tensión propia de la inmanencia, que cierta lectura platonizante y gnóstica elevaba hacia un afuera del mundo, pero que puede comprenderse, y la filosofía actual lo está haciendo, como insuperable componente de la realidad, intrínseco a su ser inserto en este nervioso aparecer de fuerzas y disyunciones que, sin embargo, operan en una misteriosa y conmovedora religación. Es decir, la tensión que apunta a un horizonte, es mundana y se da en lo mundano como su componente, junto con el horizonte que ha de comprenderse, también, como horizonte en el mundo.

Por supuesto, la filosofía, si ahora hablamos de ella, en sentido estricto y siendo escrupulosamente fiel a sí misma, no piensa esta religación de un modo mitologizante, como hoy tanto se está dando en numerosas corrientes pseudoreligiosas, sino que con serenidad y elegancia se ciñe a intentar una escritura del mundo, en el mundo, desde el mundo que capte su totalidad limitada y abierta pero no progresiva ni cercada por algo que no sea ella misma, es decir, sin una teleología que la rija, entre el caos que la física empieza a entrever en la génesis de lo que podemos captar y representarnos en la “superficie”. Esta evidente religación de lo real, el sentirse el individuo o la persona integrado en un todo, aunque dicho todo ni sea el de la superación hegeliana o el de un materialismo ilustrado a la vieja usanza de tipo causal y lineal, sino un todo rizomático, por emplear el término deleuziano, que va creando órdenes a partir del caos. Un todo que va creando su configuración desde configuraciones previas que, sin embargo, no determinan ni causan lo posterior.

Es la imagen de lo genésico que subyace a lo genérico (no de un modo causal ni propio de una vieja metafísica como estamos repitiendo) que desarrolla rigurosa y creativamente al principio el libro del profesor Luis Sáez El ocaso de Occidente, editado por Herder. Una interesante ontología crítica de que se vale para su diagnóstico del momento histórico actual, momento al que puede juzgarse desde una cierta normatividad (es falso que las denominadas filosofías postmodernas renuncien a lo normativo en un supuesto relativismo del “todo vale”) y que ha desarrollado en varios libros y foros. Tal vez, para comprender la realidad haya que hacer como hoy hace ya el físico: acudir a lo inverosímil, a lo que no puede fácilmente concebirse. Nadie dijo que pensar era fácil.

Lo que quiero decir, apoyado en el ejemplo de la ontología mostrada en esta obra, es que puede aspirarse a una ontología que no devenga en la forma explicativa y lineal con la que hemos “leído” generalmente el mundo en las epistemologías modernas, y que propician la creencia en un afuera. Yo por eso suelo distinguir entre fe y creencia, entendiendo por creencia la postulación de ultra mundos, de corte casi siempre platónico. Se define un afuera y, encima, lo que hay en ese afuera. La creencia en un más allá o continuación del mundo que lo prolonga fuera de sí mismo parte de una imagen platónica del mismo de que se ha valido durante siglos el cristianismo, desde San Agustín especialmente. Pero, como he dicho, lo de menos es que una imagen del mundo como todo limitado con un afuera suscite fantasmagorías transmundanas, lo importante es que la teología, además y sobre todo, nos recuerda que la realidad y el mundo, lo inmanente, está constituido por un movimiento que es esencialmente finito, y en el que, por tanto, morimos. Y puede añadir la filosofía reciente, eso sí, en contradicción con la metafísica que utiliza la teología más afirmativa, que cualquiera de las formas que constituyen y re-crean azarosamente el caudal del mundo desaparecen sin la permanencia de ninguna sustancia, como podía sugerir una metafísica aristotélica. Un mundo que es sólo formas sin la carga metafísica de una “materia” o “sustancia”, sin otro centro que el centro dinámico que la cultura constituye para alimentar las cosmovisiones de los hombres. No puede haber, por tanto, progreso, a un nivel profundo, abisal, ya que no hay continuidad en la transformación de lo real. Aunque sí son posibles, contra lo que parece, estilos de normatividad desde los cuales juzgar como “patológico” un modelo concreto de mundo cultural. Sigo, en toda esta exposición, como he indicado, la concepción expresada por Luis Sáez en su libro o, por lo menos, lo que yo he podido interpretar y comprender de la misma, pues no soy lector de Deleuze, que es una de sus fuentes principales (no la única, por supuesto). Respecto a lo patológico de nuestro momento actual, en Occidente, y la normatividad para valorar lo bueno o lo malo de una civilización, pospongo el asunto para un post posterior y, prefiero, ir concluyendo lo que ha motivado en particular la escritura de este.
Pues bien, retornando a nuestro asunto: es, contra sus propias derivaciones metafísicas, la negatividad que acompaña al mundo y a la historia, lo que aporta la tradición teológica a un saber siempre en peligro de cierre y autocomplacencia, de olvido de su amplia porción de no saber, como podrían ser las Ciencias de la Educación y la Pedagogía. Una memoria que en cuanto a la historia se constituye como, en palabras de Metz, memoria passionis, el peligroso elemento disgregador que guarda, recoge y a duras penas integra, malamente, en uno u otro sistema racional para acabar reventándolo desde dentro. Que la teología fuera razón, cuando se superó la creencia en lo absurdo e irracional de la fe con Tertuliano e implícita en algunos pasajes (¡¡no todos!!) de Pablo, ha salvado a la razón, porque la ha colmado de finitud.

Así, contra lo que tanto se dice a partir de desafortunadas incoherencias que han prevalecido en la historia de la Iglesia, al menos en la historia visible y no marginal de la misma, la buena teología, la teología consecuente con esta “cruz” que porta es madre de la tolerancia y del espíritu crítico. Porque nos hace presente la muerte y lo que en el conocimiento implica, en cierto modo, su recuerdo: la humildad epistemológica. Pero hablamos, por supuesto, de una teología que no va a degenerar en la cristalización de  respuestas siempre provisionales y que, legítimamente, va postulando (la teodicea es una de estas respuestas que en el intento de incorporar el sufrimiento y la mortalidad al saber acaba justificando e incluso legitimando su existencia, lo que termina también convirtiéndose en una grave injusticia con las víctimas, como ha señalado Juan Antonio Estrada). Incorporar lo mortal es incorporar imposiblemente lo injustificable, lo no captable, en la propia razón pero no integrándolo en un sistema racional, sino como elemento de impugnación y sospecha. El teólogo, de este modo, no va a tener miedo de pensar, ni de que le refuten sus creencias, de que el fructífero diálogo en el que avanza interminablemente la razón dialógica o comunicativa, le eche por tierra lo que en un principio había tenido que afirmar.

Estoy hablando de la negatividad como clave de la teología y no tanto de ese “sentido” positivo que se dice generalmente que la mueve y que presupone ya, quizás, una cosmovisión o una metafísica presta a deshacerse. La teología es siempre negativa, pues no puede definir. Es lo que, bellísimamente, refiere Walter Benjamin en su famosa primera tesis sobre el concepto de historia. La teología mueve desde las sombras, dinamiza la historia desde el margen, convirtiendo, en este mundo al revés, a la víctima en su protagonista y dinamitando las ideologías desde su dolor.


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