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Más vale tarde (MG)

Maria Guilera
Obedeciendo la última orden del folleto turístico, me despido de La Habana sentada en el Malecón, con el olor intenso que tanto me molestó a mi llegada y al que he logrado acostumbrarme al final de mis vacaciones. Un mes largo en Cuba da para algo, tampoco tanto. Puedo imitar el acento dulzón, emplear giros y palabras desconocidas hasta bien poco. Vivir en casas particulares tiene mucho de incómodo, pero fue el precio a pagar por mi exigencia de un viaje pretendida e imgenuamente auténtico.
Sufrí un huracán intenso y un cólico de igual magnitud, bailé en la Casa de la Trova sin vergüenza ninguna, escuché un interminable discurso de Fidel en televisión, temblé en ceremonias terribles con gallos descabezados, comí día tras día arroz con Pollo y pollo con arroz, mango en ensaladas, batidos y helados.
Hubo también visita a la peluquería cubana: tú me peinas, me haces la manicura y ya luego me llevo esas cartas para enviar en España. Me bañé en playas en las que los turistas no ponen los pies sin arriesgarse a pisar botellas rotas de ron y me llevaron a una comisaría acusada de difamar al dueño de un hotel por permitir el turismo sexual.
Hubo emociones fuertes, pero algo falta. Con toda seguridad, en el avión de regreso, seré la única mujer que no tuvo su aventura erótica, la dosis de sexo caribeño que se supone adherida a un viaje en solitario. Y lo más deprimente es que no he tenido que rechazar ninguna invitación ni desdeñar a los buscadores de divorciadas, viudas o viajeras solitarias. Será que no me he movido en los circuitos adecuados o que no he captado las miradas insinuantes, los gestos de invitación o las palabras de camelo.
Me quedan unas horas y sucumbo a la ruta de Hemingway y al mítico daiquiri en el Floridita. Las mesas ocupadas me obligan a trepar a un taburete, justo bajo las enormes aspas de un ventilador. Tengo sed y bebo el primero casi sin respirar. Otro, pido casi inmediatemente.
La música es la que espero, los camareros son atentos, profesionales, elegantes. ¿Por qué será que no sudan? Huelen bien, tienen los dientes blanquísimos. Me pregunto si se les permite llevarse a los clientes a la cama, si la policía les persigue o el jefe les puede despedir.
¿Me atrevería yo a irme con un desconocido?¿Tendría tan solo el el valor de mirar, sonreir, brindar para aceptar una invitación? Más aún, con la implacable lucidez que llega tras el coito, podría evitar un juicio conmiserativo hacia mí misma? ¿Me tildaría de inconsciente, temeraria o peor aún, patética?
El tercer daiquiri tiene una consecuencia predecible.
Apoyo la mano en el hombro quemado del turista inglés, tan afectado como yo por la bebida, e intento bajar del taburete con dignidad. Aún así, me tambaleo de manera ridícula.
La voz del camarero tiene un fondo musical de guajira.
¿La puedo ayudar? ¿Le ordeno un taxi o prefiere que la acompañe a su hotel?


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