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Lo que sé del barro (o Amanecí en tus brazos)


Vicente Aparicio (Foto: Michele Masullo)

Se llamaba L y vivía en la otra punta de la ciudad. Para llegar hasta su Casa yo tenía que recorrer entera la línea marrón del metro y atravesar después un descampado. Un lugar lleno de peligros. Pasaba miedo, no lo voy a negar, pero qué me dicen de lo que esperaba al otro lado. L era una auténtica diosa de los suburbios.

Para alcanzar mi recompensa, no había manera de evitar aquella gran extensión de terreno. Unos animalillos escuálidos, de mediana altura, correteaban nerviosos por entre los matojos mientras yo avanzaba a buen paso tratando de pasar desapercibido. De vez en cuando se detenían y clavaban en mí una mirada intimidatoria que me helaba la sangre.

Llegaba al límite de la zona urbanizada lleno de arañazos -y hasta algún mordisco-, con el corazón desbocado y los bolsillos vacíos. Tenían por costumbre aquellas bestezuelas -después, es curioso, no he vuelto a verlas nunca, salvo en algún documental- meter las manos en los bolsillos de los transeúntes para hacerse con sus pertenencias, como esos monos que roban gafas de sol, sombreros y teléfonos móviles a los turistas.

Pero lo más molesto de todo era el Barro. Grandes charcos de lodo negruzco y maloliente acompañaban mi trayecto por aquel lugar inhóspito que me dejaba, no obstante, a las puertas del paraíso. Las suelas de mis bambas quedaban copiosamente embadurnadas y dejaban a mi paso pringosas huellas en las aceras del barrio de L, en el que comenzaba a atardecer -yo solía ir a verla al salir de la universidad.

Ella me recibía vestida con un chándal de confección sencilla que escondía -solo provisionalmente- un cuerpo menudo perfecto como la mayor de mis ambiciones. Su primer beso era distraído, pues la prioridad inmediata de L era hacer que el barro de mis zapatillas desapareciera, una tarea a la que se aplicaba a conciencia.

-No soportaría verte salir de mi casa con el calzado sucio -me decía.

Utilizaba el secador y un cepillo y qué se yo cuántos productos y útiles de limpieza. Las rociaba con agua -incluso amoníaco- y finalmente las tendía en la pequeña galería a la que se accedía desde su habitación.

-Aquí mi padre no sale nunca -sonreía.

Aún no he hablado de su padre. No recuerdo de él sino que era un antiguo policia al que habían expulsado del cuerpo por algún asunto feo del que nunca llegué a conocer los detalles -de aquel hombre, en realidad, lo que más me interesaba era evitarlo a todo costa-. En el mueble del comedor había una fotografía en la que se le veía vestido de uniforme, muy serio.

Después de las bambas, L se ocupaba de mis heridas. Me hacía llevar a su habitación desde el comedor la estufa de butano y luego me pedía que me desnudara y me tumbara en la cama -en la cabecera había un póster de los Hombres G-. Desaparecía unos instantes y luego regresaba con el botiquín en las manos y una arrebatadora sonrisa que yo recibía como el milagro que era. No hay ni una pizca de exageracion en las palabras que elijo. Verla moverse de una manera tan medida y apacible por aquel modesto piso de delgados tabiques a aquella hora, cuando la habitación comenzaba a teñirse de reflejos dorados y el día alcanzaba la fatigada hora del balance, constituía un regalo del destino que bajo ningún concepto nadie en su sano juicio hubiera sido capaz de despreciar -y menos aún, un pimpollo como yo-. Sus manos eran de algodón. La felicidad hacía que de mis ojos brotaran lágrimas silenciosas.

L corría entonces las cortinas y ponía en el radiocassette una cinta de Rocío Dúrcal -no es fácil de comprender que una persona así pudiera tener unos gustos musicales tan discutibles, pero debo ser fiel a la verdad, ni que sea por respeto a su memoria-. El caso es que, después de todos estos años, escuchar la voz de la que fue llamada la reina de las rancheras todavía me hace temblar de emoción.

Yo me volví a meter
Entre tus brazos.
Y me querías decir,
No sé que cosa,
Pero callé tu boca
Con mis besos
Y así pasaron muchas
Muchas horas.

A las nueve llegaba su padre -siempre a la misma hora- y, mientras ellos cenaban y veían la tele desde el sofá, yo permanecía escondido dentro del armario empotrado de la habitación de L, debajo de la estantería en la que ella guardaba sus muñecas. Comprenderán que, llegada cierta hora, yo no pudiera aventurarme a regresar a mi mundo -pues hubiera tenido que transitar a oscuras por aquel pesadillesco solar-, y comprenderán mejor aún que prefiriese permanecer resguardado en aquel templo, en espera de que los brazos de mi diosa volvieran a ofrecerme el más dulce de los cobijos.

Al amanecer, preciosa aún, ella me despertaba con sigilo. Traía las bambas, ya completamente secas, e introducía en el bolsillo de mi tejano, que reposaba sobre una silla, un monedero con algunas monedas dentro, por si pudieran serme de ayuda en el camino de regreso. Su padre, ahora lo recuerdo, había empezado a sacarse algún dinero vendiendo productos de cuero en una feria. Tendrían que haberlo oído roncar.

La vuelta a casa resultaba siempre algo más placentera. Mis testículos estaban alegremente vacíos y el olor de su cuerpo -que en cierto sentido también era mío- me acompañaba de camino hacia el metro como una protectora capa de optimismo. Por las mañanas, las posibilidades de topar con los animalillos disminuían drásticamente -quizá estuvieran soñando-, aunque también a aquella hora hube de lamentar algún percance. El barro, por otra parte, volvía a impregnar mis zapatillas, pero a mí ya no me importaba tanto, porque iba con la mirada alta y clavada en un cielo que me saludaba con ecos de ranchera.

Mis padres, a diferencia de ustedes, no quisieron comprender nunca la situación. Quiero decir que recibí bronca tras bronca de mi severo progenitor, a quien la reiteración de mi conducta hizo ir elevando progresivamente el tono de voz y la gravedad de las amenazas. Y también tuve que enfrentarme, y eso fue mucho más duro, a la callada desaprobacion de mamá -y a sus bostezos de noche en vela, y a sus nervios de punta-, quien a pesar de su natural afectuoso, depositaba mis bambas aún sucias a la entrada de mi cuarto, en el suelo, y nunca hizo el menor amago de averiguar la causa o la profundidad de mis heridas.

No sé por qué L no quería verme en otro sitio que no fuera su casa. Nunca se lo pregunté. A pesar del descampado, a pesar de aquellas extrañas bestias, a pesar de los rasguños, a pesar del barro... yo no podía oponerme. Éramos jóvenes, y las canciones aún no nos dolían en el estómago.

El último día que estuve en su casa, me dijo que no iba a poder volver, que no iba a ser posible. Llevaba un ojo morado. Su padre había descubierto manchas de mi semen en la colcha. Por primera vez, al pasar por el descampado no sentí miedo, y eso que esta vez sí que era de noche. El dolor me lo impedía.

Ella había dejado impolutas mis bambas y me había llenado un monedero de billetes. Yo quise protestar -¿de qué iba a servirme ya el dinero?-.

-No digas nada. Ya te hemos hecho bastante daño.

Después me dio un último beso. Un beso de despedida y de puro amor. Cuando lo recuerdo, no puedo dejar de llorar, lleno de gratitud. Mi diosa todavía vivió un par de años más, pero yo ya no volví a verla. No me dejó elegir, y sé que lo hizo por mí.

Hoy el metro llega hasta muy cerca de la que fue su casa. El descampado es un parque con suelo de caucho por el que pasean algunos tipos duros. Chavales, a fin de cuentas, que exhiben un pearcing en la nariz, los brazos tatuados y la hosca compañía de sus perros de raza. No son peligrosos.

Lo que sé del barro es esto.


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