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EL TREN







Habíamos cogido el Tren en la estación de Extrarradio. Tuvimos que apresurarnos porque solo se detenía un minuto y bajaron varios pasajeros. Por fin conseguimos acomodarnos en un compartimento vacío. Era nuestro viaje de bodas y, la verdad, preferíamos estar solos. Era un luminoso día de otoño. Cogidos de la mano veíamos la fuga del paisaje por la ventanilla. Soñamos. No sabría decir cuánto tiempo pasó. Nuestro ensimismamiento se vio interrumpido por la entrada de una pareja de ancianos que se acomodaron enfrente de nosotros. Sonrieron e inclinaron levemente la cabeza como saludo. Nosotros respondimos “buenas tardes” y seguimos los cuatro en silencio. Disimuladamente los fui observando. La mujer, pequeñita y arrugada, vestía un traje negro que contrastaba con su pelo níveo. Sus ojos eran de un color difícil de definir, pero había algo torvo en su mirada. El marido tenía un aspecto elegante,
esbelto para su edad que no calculo en menos de ochenta años. Vestía un traje gris, camisa negra de cuello desabrochado, un sombrero también gris de ancha ala, desplazado hacia delante cubría casi toda su cara, dejando ver una bien cuidada perilla blanco amarillenta. Parecía dormitar recostado en el respaldo de su asiento.
Cuando la mirada de mi mujer coincidió con la de la anciana un estremecimiento corrió por todo su cuerpo. Apretó su mano contra la mía hasta hacerme daño. Aunque no dijo nada estaba muy asustada. La anciana sonrió y asintió con la cabeza con el mismo movimiento del saludo al entrar. Ya no sé decir qué significaba aquel balanceo de cabeza. No sé por qué me vino a la cabeza un gesto de Nerón en el circo con el pulgar dirigido hacia abajo. Yo también sentí un escalofrío.

Sin hablarnos, cogimos nuestra pequeña maleta y nos dirigimos a otro compartimento.

Me extrañó encontrar uno vacío con tanta facilidad, pero no le di entonces mayor importancia. Llevábamos acomodados en él unos minutos cuando entró de nuevo la pareja. Él se había levantado el sombrero dejando ver su cara. Y su mirada. Sus pupilas negras se tornaban rojas por momentos. Su mirada…, no sé cómo describirla. Lo más parecido que se me ocurre es que era la maldad. Era sucia y te ensuciaba al mirarte. 




Nos volvimos a cambiar de compartimento. Ahora sí me sorprendió comprobar que el tren estaba vacío. Se apoderó de nosotros el miedo, ya que no había hecho ninguna parada.
Nos metimos en el más alejado al que dejamos los ancianos, pero fue todo inútil, ya que aparecieron al momento. Sus cabezas oscilaban con un ritmo más rápido y sus sonrisas eran más amplias. Yo temblaba visiblemente mientras me bañaba un sudor frío. Al mismo tiempo, una extraña sensación de calor se apoderaba de mí.

El corazón me golpeaba en el pecho. La vista se me nublaba. Apenas distinguía a los ancianos. Pero sí percibía sus miradas. El calor interior iba subiendo, ya era fuego. Sentí una fuerte náusea y un vómito precedió a mi pérdida de conocimiento.



Desperté tendido en el campo al lado de un arroyo. No había ni restos de tren, no había vías a la vista ni, mucho menos, ancianos.


Hubiera creído que todo fue un mal sueño.


Pero el agua del arroyo estaba roja.



Mi mujer, degollada, reposaba al lado del arroyo
.







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