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ENVIDIA


Minerva, la mayor, era preciosa. Rubia, ojos azules, pestañas grandes, rizadas, sonrisa de muñ
eca. No tenía que hacer nada para ser adorada. A los tres años estaba segura de ser la reina del
mundo, lo expresan la cantidad de fotos, abriendo los ojos, cerrándolos, entrecerrándolos,
mirando a la distancia. Las tías solteras peleaban por llevarla a su casa. Pero cuando nació Silvia
tuvo la más horrible de las muertes: La de sí misma.

Ahí está, bailando en la mitad de la habitación con sus zapatillas de ballet y su tutú rosa y
al final de un grand jeté, su languidez, acostumbrada a caer en una multitud de mullidos y
maternales brazos, cayó de sopetón al gran vacío. No pudo hacer nada para ignorarlo: las miradas
ya no la seguían, sino que iban hacia la cuna, que con más experiencia y menos euforia, Antonia,
su madre había bordado con esmero.

Con los huesos aflojados el segundo parto de Antonia, dolió menos y la epifanía del
alumbramiento la condenó a la certeza que llevaría a la tumba: su hija Silvia fue el único amor de
su vida y ella lo supo capitalizar como si antes de nacer supiera las trampas de que se vale la vida
para imponerse. Silvia contaba sin pudor que en otra vida ella y su madre habían sido amantes y
Minerva su hermana fue el tercero en discordia, un ser azotado por los celos, el esposo ofendido.
Lo primero que la niña vio al nacer fue esa mirada que permaneció fija en ella durante toda su
vida. Los ojos de Antonia no brillaron nunca al ver a otra persona.

Antonia se enamoró de Silvia y Silvia se enamoró de Silvia. Se convirtió en una hermosa
morena apiñonada de enormes ojos negros y pestañas tupidas que casi se enroscaban en los pá
rpados. Supo moverlas con tanta gracia que propios y extraños se olvidaban de la enfurruñada niñ
a rubia de grandes trenzas doradas que empezó a salir con gesto adusto en las fotos.
La morena creció con dos miradas, una modesta, amorosa para la madre y otra
entrecerrada para gruñirle a la rubia que perdía gracia al volverse remilgona y berrinchuda. A
veces Antonia tenía que esconder su entusiasmo por Silvia para evitar que la muñeca de Minerva
muriera descuartizada, víctima de su rabia. Aprendió a mirar de reojo, a sopesar los juguetes que
les daban para medir si el suyo era el más grande. Silvia aseguró su imperio rasguñando a
escondidas a Minerva, y llenándola de besos, amorosa, cuando alguien la veía. Nadie se
explicaba por qué la hermana mayor podía no amar a esa preciosidad.

En segundo de prepa Minerva se rompió un tobillo y perdió el año escolar así que cursaron el
siguiente año en el mismo grupo. La noche del baile de graduación el cuarto era una desastre,
tollas mojadas por aquí, tubos de rizarse el pelo por allá. Lápices labiales, rímel, polvo de
maquillarse, giraban en un tornado en cuyo estático centro se levantaba majestuoso el espejo. Los
vuelos de la falda celeste de Minerva se entrelazaba con el aire a cada paso, del vestido rojo de
Silvia parecían surgir llamas. Ambas estaban guapísimas. Ya sólo faltaba el abrigo y la bendición
de mamá.

A grandes zancadas con las piernas alargadas por los tacones Minerva se acercó al ropero
de su madre en que guardaba preciado abrigo blanco que le había traído papá cuando viajó a Parí
s. Pero Silvia ya estaba ahí, con la prenda en la mano. Un zarpazo dibujó heridas en el aire y las
garras se cruzaron como espadas para ganar por la fuerza lo que cada una pensaba que le
pertenecía. Como salida de la nada la madre apareció entre ellas tratando de calmar las cosas,
pero ambas adolescentes estaban ciegas de rabia, una sólo existía en la otra y el abrigo era la
presa que colgaba entre jaloneos descomunales. La madre se había hecho con otra parte del
abrigo en su inútil esfuerzo por detener tal desmesura.

A un tiempo ambas soltaron la prenda: trágatelo si quieres, gritó una. Métetelo por el
culo, gritó la otra. Y sus gritos se encimaron como preludio al estruendo que la mesita de centro
causó al romper la nuca de Antonia. La lámpara cayó haciendo añicos el foco y su luz.
El silencio y la quietud absoluta precedieron al caos. Paralizadas se miraron con ojos
desorbitados por el terror y se echaron sobre el cuerpo exangüe que yacía entre las astillas de la
mesa rota. ¡Mamá, mamita! No hay respuesta, ningún movimiento, ningún resuello se desprende
del cuerpo tumbado en el suelo. La mataste. No, tú la mataste.

El tiempo se desliza entre el silencio que en la sala germina, una luz tenue dibuja apenas
los perfiles de los muebles que se alzan como testigos del trágico desenlace. Entre suaves
sollozos Minerva levanta el brazo izquierdo de la madre y se acurruca a su lado, Silvia se
acomoda también en posición fetal cobijada por el brazo derecho del tibio cadáver que las abraza.
La mano de Silvia busca la mano de Minerva y sobre el vientre de Antonia se entrelazan. El ruido
del refrigerador ocupa el aire apacible de la casa a oscuras.


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