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EL MINUTO DE JUAN POMARES



El señor Pomares caminaba con rapidez como si todo se le escapara cuando, en realidad, el ya no tenía tiempo para alcanzar nada. Acaba de cumplir setenta y tres años, el tiempo era todo suyo desde que se jubiló y dedicaba parte de él a los demás no tanto  por generosidad sino para escapar de su propia soledad.




Juan Pomares cuidaba siempre su aspecto,  había sido un hombre atractivo para las mujeres incluso ya alcanzada la madurez. Fue entonces cuando se casó con Lucía siendo ella mucho más joven que él. Cuando el otoño se acercaba al invierno, se protegía con una visera y una bufanda de cachemir. Por las mañanas, a primera hora, iba al gimnasio, luego al mercado donde disfrutaba examinando el género y sus precios, a veces se metía en internet y buscaba recetas nuevas y saludables o se entretenía leyendo historia o artículos de actualidad. Los lunes y los jueves asistía como oyente a dos clases de medicina en el turno nocturno de la universidad, entraba con seguridad sin pedir permiso para acceder a la clase, hasta que un día, un profesor extrañado le preguntó su nombre porque no tenía ningún alumno de esa edad, le respondió algo avergonzado y con humildad que, simplemente, le gustaba aprender y que la universidad de mayores solo le permitía inscribirse en las clásicas temáticas de letras, pidió al profesor su consentimiento para oírle porque sólo quería eso, escucharle y el profesor le aseguró que él nunca pondría obstáculos al interés de saber. Así fue cómo conoció algunos aspectos de varios órganos del cuerpo y de sus enfermedades. Los miércoles por la tarde aprovechaba para ir al cine, que parecía una proyección sólo para jubilados, porque la entrada era más barata; los viernes, y en ocasiones los sábados, realizaba labores sociales y los domingos, después de pasear sin prisas, comía con su familia, con uno de Sus Hermanos, el más joven, su cuñada, los hijos, sus mujeres y sus nietos.



Por las noches sin excepción, leía y se acostaba recordando a Lucía, su mujer, fallecida hacía ya nueve años, quién diría, se preguntaba a veces, que ella, siendo tan joven moriría antes que él, con sólo cuarenta y seis años. Los años le habían llevado a la soledad íntima más absoluta,  tenía muchos amigos pero no para tratar lo que duele, la decepción, la falta de esperanza. Aunque luchaba contra la tristeza y la depresión, regresaba al pasado por necesidad, revivía momentos de su juventud cuando él formaba parte de una familia numerosa y se sentía querido, cuando todos componían un todo y se reunían a comer juntos hablando de lo que pasaba en el mundo, de familiares ya desaparecidos, cuando las risas y las voces se imponían unas sobre otras y el silencio parecía no existir. Lo cierto es que su familia pasó por inmensas dificultades y, a medida que se iban haciendo mayores, el silencio se iba apoderando de los espacios y las risas se convertían en desagradables discusiones. Las necesidades familiares le llevaron a  renunciar a casi todo, pero la vida le dio una oportunidad cuando se enamoró de Lucía y ella le correspondió a pesar de no poder ofrecerle gran cosa.

Ahora era muy mayor para hacer planes pero si Lucía hubiera vivido, habría seguido haciéndolos porque le gustaba sorprenderla y viajar a su lado. Era consciente de que el tiempo pasaba sin que él tuviera ninguna proyección, si no fuera por la curiosidad de saber algo más, de leer algo distinto,  la muerte, se decía, se parecía bastante a los años de la vejez.


Después de que Lucía muriera,  tuvo uno de esos reveses de la vida, se le presentaron  dificultades económicas y se vio obligado a vender su casa, el hogar que había compartido con su mujer y que tendría que cambiar por algo más barato y más pequeño. Eso le permitió comprobar lo mejor y lo peor del ser humano, sólo uno de sus hermanos, el más joven, se preocupó de él. De hecho, aquellos a quienes tanto quiso, sencillamente, optaron por no llamarle por teléfono, por no verle o por interesarse poco por su vida y no fue cosa de hombres, como a veces le decían, porque sus hermanas actuaron del mismo modo. Él, que había compartido con todos la mala suerte y no participó de los momentos en los que los demás disfrutaron de mejores tiempos, lloró y lloró cuando se vio  tan sólo porque, salvo el menor de sus hermanos, los otros seis no se sintieron aludidos por sus necesidades más imperiosas incluida en ellas la soledad sin Lucía.



Creía que, probablemente, a nadie le duele morir de viejo porque ya sabe de las amarguras de la vida, Dios o lo que fuera, hace que la mayoría muera en la vejez, así el candidato puede temer más a la vida que a la muerte. Realmente, Juan Pomares no creía en Dios pero acostumbraba a hablar con Él, como los hacía con Lucía, intuyendo que ni el uno ni la otra existían.  A ambos les llevaba pidiendo hacía años un minuto de consciencia antes de que le llegara su momento y cuando llegó empezó a creer porque tuvo ese minuto que dedicó a recordar a su mujer deseando reencontrarse con ella, vio a su hermano pequeño cuando era un niño y se agarraba a sus rodillas, buceó en la memoria para ser feliz un instante más recordando los días llenos de voces, las vacaciones de Navidad, los rostros de sus padres y hermanos y él amándoles a todos.

Todos los minutos de su vida parecían haber durado poco respecto a ese minuto final, no podía mirar el reloj porque estaba en el suelo paralizado pero aquel minuto parecía dilatarse así que, cerró los ojos con la imagen de Lucía, tumbado sobre la alfombra del salón en la que permaneció durante dos días.



La frialdad de la casa con la calefacción estropeada provocó que sus lágrimas se convirtieran en dos hilos de hielo  que cruzaban sus pómulos, toda su familia y sus amigos fueron a despedirle, los más íntimos se asombraron de ver a gente joven que no conocían, algunos eran compañeros de la facultad, otros compartían actividades sociales y todos ellos sintieron que se iba una buena persona. Entre ellos, destacaban dos seres afligidos y derrumbados, su hermano y una mujer mayor que, desde lejos, le había querido siempre pero esa es otra historia.






Abimis 2


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