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CUANDO NIEVA, SONRÍO, RECORDÁNDOTE



Ocurrió que el hombre de mi vida llegó a Madrid en agosto. Todas las imágenes que él tenía de España se relacionaban con colores, sol y Flores. Nos habíamos conocido en Barcelona pero fue un breve momento en el que no hablamos de la vegetación del país, ni del clima, solo de pintura. Casi todo el mundo, me refiero al pequeño mundo de Madrid,  sabe que el clima de la ciudad es extremo y seco, altas temperaturas que queman cualquier flor salvo por la protección que podamos dispensarles los humanos. Cuando finales de septiembre avanzaba sobre nuestros cuerpos agotados de un verano asfixiante, Víctor sacó las begonias y las azaleas al balcón y sintió la necesidad de comprar más flores gastándose una pequeña fortuna  en plantas que tuvieran  flores o, al menos, colores.



Dos muchachos entraron en la casa con un cargamento de plantas que abandonaban en bolsas a lo largo de un balcón  que rodeaba un cuarto de edificio haciendo esquina, de los plásticos asomaban amarillos, rosas, violetas y verdes que yo miraba algo confusa por primera vez en mi casa. No recordaba haber vivido jamás con plantas, ni en mi infancia, nunca. Debo advertirte, le dije cuando llegó detrás de los chicos que ya se habían despedido de mí, que no tengo mano para los seres vivos y, mucho menos para las plantas. Ah, cielo, no te preocupes, mi madre tenía mano verde y  yo soy hijo de mi madre. Perfecto, susurré a modo de conclusión. Aquella tarde noche mi balcón estaba encendido y cuando alguien pasaba por debajo, se paraba para contemplar un jardín precioso de colores que caían sobre una barandilla negra, entre ellos, una gran variedad de hojas se alzaban majestuosas, tan tiesas que parecían el respaldo de un mueble donde se hubieran acunado todas las flores y en medio de esa belleza, estaba él, con las manos manchadas de tierra negra y rojiza, sentado fumándose su eterno cigarro sin el que sería difícil recordarle. Ahora, me dijo, ya sabes la belleza que dan las flores. Son todas para ti.

Aquella noche visité Varias Veces el balcón. Me despertaba cada dos horas y, simplemente, caminaba descalza hacia el balcón. 
Recuerdo muy bien los días que sucedieron a aquel momento porque, a pesar de algunos inconvenientes, fueron muy felices, pero uno de ellos, parecido a este 23 de marzo primaveral de Madrid en el que ha nevado con fuerza, como digo, un día, de principios de noviembre, amanecimos con una gran nevada y nuestro precioso jardín había enmudecido, ya no cantaba colorido, se había callado y, quizá, para siempre.


A mi marido no se le ocurrió mirar nunca el clima de Madrid, él veía Canarias y Barcelona en verano. Desconocía el frío inmenso que había congelado toda la armonía que él me había regalado. A los quince días, tuvo que limpiar todo el balcón y no quedó prácticamente nada de aquel regalo precioso que el vecindario contempló durante los días en los que vivió en mi terraza.

Cuando terminó, solo me dijo, deberías haberme avisado cielo. Le abracé como quien consuela a un niño, para susurrarle que, de haberlo hecho, jamás habría visto tanta belleza en nuestra casa. ¿Acaso no son los mayores placeres efímeros?, le pregunté. No, respondió, porque mi mayor placer eres tú y yo te amaré siempre.

Aquél fue un crudo invierno, nevó varias veces y no plantamos más flores pero fue nuestro primer año y, entonces, supimos que ambos componíamos una máquina cuyas piezas sencillamente, sin apenas esfuerzo, encajaban.

Ahora, muchos años después,  cuando nieva no puedo evitar sonreír recordándole, porque nuestra vida, juntos, me pareció fugaz y, sin embargo, no cambiaría, ni siquiera para evitar el dolor de su pérdida, un solo día vivido con él, aunque nosotros, como la belleza, duremos solo un momento.

Abimis 2




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