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Y el Arte cambió: pasó de ser el objeto principal del ser humano a ser el hombre el motivo principal del Arte.



Cuando la Pintura brillara en sus momentos de mayor esplendor clásico, desde el siglo XV al XVIII, el Arte era como una divinidad olímpica, como una religión a la que se habrían consagrado sus más elegidos creyentes. Para ella, para la actividad artística sublime de la Pintura, los hombres de entonces dedicaron sus vidas, sus ideas, sus fortunas o sus emociones a expresarlo bellamente. No importaba entonces más que el Arte. El ser humano, el individuo personal que nacía, vivía, padecía o sufría, no importaba para nada frente al poderoso descubrimiento estético y proverbial que supuso para ellos el Arte desde los inicios del Renacimiento. Por eso se crearon grandiosas obras donde se reflejaba una sola cosa: el Arte. Ese Arte dejaba muy claro la posición relativa del ser humano ante la manifestación plástica sublime que suponía la sagrada divinización de una representación pictórica. Los griegos habían ya descubierto la grandeza del Arte (el arquitectónico, el lírico, el plástico) y sabrían que, como extraordinario medio de expresión, iba mucho más allá de lo simplemente estético: representaba para ellos el sentido fundamental de lo que debía entenderse como vida, como civilización, como muestra de pertenencia a un mundo diferente del bárbaro o insensible que poblaban las tierras allende sus fronteras avanzadas.

Por eso el Renacimiento, cuando albergó la promesa de reconquistar la historia para una Europa ávida de civilización avanzada, comprendió pronto que aquel Arte de entonces debía ser el único medio de expresión que consagrara la estructura vital y social necesaria para soportar la incertidumbre poderosa de una vida misteriosa. Y lo consiguió. El Arte supuso la referencia mental, emocional y económica -desde un punto de vista sociológico- más importante que aquellos años pudieran disponer para materializar un sentido histórico. Lo fue porque antes, en el medievo, había sido la religión el cohesionador más utilizado para eso, y ahora, en los finales del siglo XV, el ser humano necesitaba otra cosa diferente, algo que el propio ser pudiera manejar con libertad creativa, no moral o política, pero sí creativa, ya que el Arte sublima siempre lo representado para acercar su sentido divino a la belleza o al equilibrio más universal o equidistante. Por eso el Arte fue, desde sus inicios renacentistas, un objeto de adoración por el ser humano más allá de cualquier otra cosa, algo donde solo el propio Arte se viese ensalzado ante cualquier otra consideración, fuese política, religiosa, social o personal. 

Pero, llegaría el Romanticismo como un cisma estético sutil que no dejaría ver aún la tremenda revolución que su estilo llegase a producir en el mundo y en la vida del hombre. Todavía no del todo. Fue en el último tercio del siglo XIX cuando se gestara otra revolución... Y entonces los seres humanos cambiaron aquel sentido... Ahora, huérfano de todo, el hombre comprendió que ni el Arte podría seguir siendo aquel gran sentido poderoso. El ser humano caminaba solitario ante las vaguedades de un mundo que ya no tendría adoraciones fuera de la propia conciencia existencial humana. Ahora el hombre debía ser el objeto, si quería sobrevivir al desierto de adoraciones desdibujadas. Y los creadores, artistas, poetas, pintores, etc..., tuvieron que alternar el sentido trascendente de la vida representada. Y por esto toda manifestación estética, necesariamente, debería tener ahora un único objetivo trascendente: el propio ser humano. 

Cuando el pintor, artista y crítico inglés Roger Eliot Fry (1866-1934) descubriera, desolado, el desamor inevitable que su adorada amante Vanessa Bell -hermana de la famosa escritora Virginia Wolf- profesara por él, su sentido existencial alimentaría fervoroso aquel espíritu estético que el mundo habría descubierto años antes. No acabaría de sentirse un gran pintor y dedicaría su vida a escribir lo que supuso la nueva revolución estética que algunos pintores decimonónicos habrían alumbrado sin saberlo. Cezanne fue su profeta y Monet, Gauguin, Van Gogh y otros sus más definitivos artífices (sería Fry quien los bautizaría con el nombre de postimpresionistas). Pero poco antes de eso, de que escribiese y sufriese aquella emoción desgarrada, pintaría una obra de Arte que no acababa aún de situarse en ningún estilo modernista. Mezclaba en su obra de Arte trazos de cierta afinidad clásica con un cierto ferviente simbolismo decadente; combinaba además los colores o perfiles de su admirado Cezanne con la sutilidad manierista de los antiguos clásicos. No, no acababa de definirse. Salvo por una cosa entonces. Ahora, en el advenimiento establecido ya de un mundo diferente, más desamparado, más desequilibrado, más perdido o inconsistente, el sentido fundamental de aquel motivo principal del Arte, lo que fuera el propio Arte, lo que el Arte reflejaba trascendente entonces, pasaría ahora a ser otra cosa diferente. Ya no se mostraba lo principal de la obra, ya no era el objeto principal del sentido de aquel Arte, no, ahora era el hombre, el ser humano desconsagrado y perviviente, aquel ser que, deslavazadamente, de espaldas, huido, perdido o silente, aparecía en el plano principal... frente al antiguo, alejado y decandente motivo nuclear tan representado del Arte.

(Óleo San Jorge y el Dragón, 1641, del pintor barroco Claudio de Lorena, Museo Wadsworth Atheneum, Hartford, Connecticut, EEUU.; Cuadro del pintor inglés Roger Eliot Fry, Paisaje con san Jorge y el Dragón, 1910, Birmingham, Inglaterra.)


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