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Suspiria (Luca Guadagnino, 2018)

Más es menos 


Suspiria (1977) es una película de culto, una de las mejores cintas de su director Dario Argento y, asimismo, uno de los puntos más altos del giallo italiano, una corriente del cine de explotación que en los años setenta logró al mismo tiempo dar escenas de extrema truculencia −nunca se había visto tanta sangre en el cine− y aportarle al terror un toque artie, con ciertos refinamientos en la puesta en escena. Suspiria fue la primera entrega de una “trilogía de las madres”, compuesta también por Inferno (1980) y La madre del mal (2007). 
No deja de ser sorprendente que el director Luca Guadagnino, quien acababa de cosechar el éxito de su carrera con Llámame por tu nombre, se haya arrojado a un emprendimiento por encargo, sumergido en un cine de terror gore y alejado de terrenos más prestigiosos y socialmente aceptados. Es verdad que la oferta debió de haber sido tentadora: la plataforma Amazon, gran competidora de Netflix en lo concerniente en trasladar el cine a las casas, invirtió buena parte de los 20 millones que insumió el proyecto, una cifra especialmente abultada para los presupuestos habituales del género. 
La Historia base es similar a la Suspiria original: una bailarina estadounidense acude a una academia de baile en Alemania con la intención de perfeccionar sus estudios. Paulatinamente, comenzará a darse cuenta de que el personal de la institución está vinculado a misteriosas desapariciones de chicas, y que configura un perverso y poderoso aquelarre. Pero aquí se acaban los puntos en común. Son excesivamente notorias las pretensiones de hacer de esta una película “despegada” de una simple historia de terror: escenas de coreografías de baile, vestuarios ostentosos, una sobrecargada dirección de arte, la decisión de utilizar a Tilda Swinton en tres papeles diferentes (aunque, de tanto látex que lleva encima, sólo es posible reconocerla en uno de ellos) y un montaje de a ratos fragmentado que alterna bellos exteriores, esmerados planos detalle y una sórdida simbología. 
Pero este aire ampuloso es más patente en la sobreabundancia de tramas presentadas: a diferencia de la primera Suspiria, aquí la acción no se ambienta en Friburgo, sino en Berlín, lo cual deja en claro la necesidad de aportarle a la historia un contexto histórico y social. El año es 1977 y la ciudad aún está dividida en dos bloques, la banda Baader-Meinhof inquieta a la población con sus actos de terrorismo y un avión de Lufthansa es secuestrado por agentes palestinos. Por si las referencias fuesen pocas, el psicoanalista de una alumna anterior vincula la anécdota con los horrores pasados del nacionalsocialismo. En esta mezcolanza, las seguridades (y el interés) se pierden: si la sordidez del aquelarre es una metáfora de los fantasmas del nazismo, de la socialdemocracia en el poder o de la insurgencia revolucionaria de la Facción del Ejército Rojo, es algo tan vago que queda librado al gusto del consumidor. Al respecto, la película no dice nada sustancial ni parecería ofender a nadie, ya que pretende ser una gran alegoría, a partir de la cual cualquier analogía podría ser válida. Incluso, ciertas referencias igualmente sutiles a las injusticias de género suponen un devaneo con el feminismo, aunque sin la garra ni la convicción necesarias. 
Es verdad que hay escenas difícilmente olvidables y originales –como el logrado montaje paralelo en el que la protagonista baila y, en otra habitación, simultáneamente otra chica es golpeada y deformada–, pero éstas se pierden dentro de esta acumulación de subtramas, y de un excesivo metraje.

Publicada en Brecha el 8/3/2019


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