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Crítica: "La fuente de la vida"

Misticismo visual


¿Qué pasaría si pudieras vivir siempre? ¿Qué pasaría si pudieras amar eternamente? Éstos interrogantes se plantean en La fuente de la vida (The Fountain), la esperadísima tercera creación de Darren Aronofsky que ha sido criticada y alabada y a partes iguales: unos la critican por su excesivo lirismo y su laberíntica puesta en escena mientras otros agradecen al director su valentía por presentar una arriesgadísima propuesta personal.

La fuente de la vida trata sobre la muerte, sobre la inevitabilidad de huir de ella, sobre la fragilidad de la existencia humana, y en esencia, sobre el amor. El protagonista se mueve en una angustiosa lucha entre la aceptación y la negación de la muerte. Se entremezclan además de multitud de temas, varios géneros como la ciencia ficción, el drama, el romance y la acción.

Aronofsky desarrolla tres historias paralelas pero íntimamente relacionadas. Hugh Jackman, el lobezno de X-men y Raquel Weisz, esposa del director, interpretan magistralmente a los personajes de los tres relatos: el primero protagonizado por un conquistador del siglo XVI, otro sobre un personaje que vive en el futuro siglo XXVI y el del científico Tom, obsesionado por encontrar un remedio para sanar a su esposa Izzy enferma de cáncer. Historias de tiempos distintos (presente, pasado y futuro) que se superponen, aunque la del presente es el eje de la película puesto que el resto forman parte de la ficción, de la imaginación de los protagonistas. Igual que Izzy imagina en su libro a su marido en la historia del pasado como un conquistador en busca la fuente de la vida, él se imagina en las escenas del futuro esperando alcanzar la vida eterna.

La pareja afronta el fin de la existencia de diferente manera. Mientras Tom se empecina en burlar a la muerte y hace todo lo que está en su mano para lograrlo (realiza investigaciones contra el cáncer), su mujer se muestra serena y la acepta como una parte más de la vida. Pero es complicado aceptar la muerte de alguien a quien amas, y él empieza negando lo evidente hasta que se da cuenta de que su búsqueda de la inmortalidad es vana.

Pero lo que quizá llama más la atención de la película es su puesta en escena y el clima emocional en el que nos sumerge. Seis años le llevó al director culminar su proyecto. No en vano destaca el gran trabajo de realización en el que todos los planos están calculados al milímetro y las tres historias se entremezclan con fluidez, sin artificialidad. Todo está interconectado, tanto narrativamente como a nivel visual, gracias a la colorista fotografía de Matthew Libatique y la inquietante banda sonora a cargo de Clint Mansell. Los planos que recrean las imágenes del personaje que vive en el futuro son las que demuestran la mayor creatividad del cineasta. Un sabio ejercicio de poesía visual muy alejado del realismo hiriente de Réquiem por un sueño o Pi.

La originalidad de la película reside en que se muestran sentimientos universales habitualmente tratados, pero esta vez, de forma visualmente distinta. Una creación personal de múltiples lecturas que corre el riesgo de la incomprensión pero no deja de ser admirable por su belleza visual, el estado anímico al que nos transporta, la valentía de experimentación del director y su alejamiento de los convencionalismos formales.

Recomendada para los que creen en la perpetuidad del amor y los que disfrutan con las explosiones visuales cargadas de sentido

Valoración:





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