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Hacerse el sueco


Es septiembre y gotas gruesas de lluvia se estrellan contra el vidrio laminado de los ventanales del aeropuerto de Schiphol en Holanda. Después de más de doce horas de vuelo trasatlántico me encuentro de nuevo con esta conocida, una señora encandilada con la modernidad y que se niega sin embargo a abandonar su glamour de dama chapada a la antigua. Hola, Europa- pienso mientras espero mi turno en el control de migraciones.
Llego y extiendo el pasaporte guinda al oficial que, con su mirada de aluminio, parece exigir el respeto que cree merecerse por estar envuelto en una camisa celeste y unos pantalones azul marino. Yo solo asocio su uniforme con el de los policías municipales de mi pueblo. Ornamentales guardianes del orden que nunca en su vida habían puesto una multa de tránsito o detenido a algún malhechor. La asociación me provoca un arrebato de risa que el oficial en referencia traduce como una burla. El policía escanea con su mirada la foto en mi pasaporte, luego mi frente, mis ojos, la doble cicatriz sobre mi ceja derecha, mis aretes de plata, mi pelo de asaltante, en fin. El roble holandés me interroga en el inglés gutural típico de los holandeses:
- Whjere are yjou goingj?
- To Sweden
- Wjhy?
- Because I live there- Respondí de una forma que no me convenció ni a mi mismo, y por supuesto, tampoco al policía de migraciones. El policía guardó silencio por tres largos segundos. Con su expresión parecía decirme: “¿Estás seguro?”
Sí, vivo ahí- respondí a su expresión desconfiada y a mi falta de convencimiento.
Dos vueltas mas al pasaporte y una mirada al escudo dorado de la tapa.
- Creo que esa es una buena razón - me dijo mientras ensayaba una sonrisa de cajera de banco. Falsa, pero sonrisa al fin.

Mientras avanzo a tomar mi vuelo de conexión, voy buscándole explicaciones a mi respuesta tan indecisa. Sí, en mi pasaporte existe un sello colorido y caleidoscópico con la inscripción sueca: PERMANENT UPPEHÅLSTILLSTAND. Sin embargo ¿Es eso suficiente para llamar a ese país de hielos y pinos mi hogar? ¿Puedo decir que no voy a Suecia sino que vuelvo a casa? ¿Soy un sueco o, literalmente, me estoy haciendo el sueco?
El sonido de aviso para abrocharnos los cinturones saca del fondo perdido de mi memoria esa fotos antiguas de los primeros viajes. Tiempos en el que mi primer pasaporte, como el joven que recién adquiere la mayoría de edad, se lanzaba hambriento a llenar sus paginas de sellos y experiencias. Hoy, cargado visas y garabatos que se apretujan entre las últimas páginas, mi pasaporte se comprime y avergüenza, como los dandis de 50 años que se horrorizan con cada nueva arruga. He ido y vuelto de Suecia más de 9 veces.

En 1999, la primera vez que fui a Suecia, formaba parte de un grupo de estudiantes tarapotinos que íbamos a participar de un programa de intercambio entre estudiantes peruanos y suecos. Entramos también por Holanda y pasé una de las mayores humillaciones de mi existencia cuando un policía gigante de piel de aceituna nos puso a todo los peruanos contra la pared para palparnos en busca de drogas (la amenaza terrorista todavía no la habían inventado los yankees). Los demás pasajeros, los europeos, pasaban mirándonos de soslayo y cuchicheando, adivinando quizá los motivos de nuestra detención, orgullosos de su cuerpo de policía por el “golpe dado al narcotráfico peruano”. Cuando nos soltaron no podía contener mi rabia y frustración. Un compañero jodido, de esos que nunca faltan, me miro solidario y me calmó diciendo:
-Humillante, sí. Pero no me vas a negar que el “negrito” tenía una buena mano.

El año siguiente volví para estudiar cursos libres en la Universidad Agrícola de Suecia. La nota divertida la puso mi amigo Herbert Quinteros, un virtuoso de la música, quien con la melodía de su quena se ganó los aplausos del publico y la ira de una guardia de seguridad rusa, todos reunidos en la sala de espera aeropuerto de Moscú. En es mismo vuelo de Aeroflot iba Doña Laurita, una viejecita echa de puro corazón y mamá de una amiga sanmartinense radicada desde hace buen tiempo en Suecia. Era su primer viaje al extranjero y su hija nos pidió la trajésemos con nosotros. Era de película ver el espectáculo de 10 jóvenes amazónicos acompañando a una viejecita de casi 80 años por entre los pasillos del Novo hotel, en la tierra del Kremlin…

Una aeromoza de KLM me despierta y me ofrece café, más tarde me trae el Dagens Nyheter (el principal periódico de Suecia). Por la ventanilla empiezo a percibir los lagos, canales, bosques de pino. Un paisaje que parece haber salido del mar. Entre la charla de los pasajeros empiezo a distinguir ese idioma que ya me es familiar. Ese idioma que me sonaba antes a alemán y que se habla como si estuvieses montado en una ola. Ese idioma de frases cortas y palabras largas llamado sueco. ¿Será por todo esto que siento que esta tierra de vikingos es mi segundo hogar?

Termino de recoger mi equipaje. No hay control migratorio en el aeropuerto de Arlanda. Por ello salgo directamente al hall principal del aeropuerto. Los pasajeros empiezan a balancearse entre los abrazo y besos de bienvenida. Al fondo del pasillo distingo tres personas que ya conozco. Ahora entiendo, Suecia no es mi hogar por que hable el idioma, no por el café ni el Dagens Nyheter, no son sus pinos ni sus lagos. Suecia es también mi hogar porque aquí viven mis tres razones de ser: mi esposa y mis dos hijos.
-Hola, los extrañé mucho.


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