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Matar a nuestro dios interior (Godland)

Hace años que huyo de todo lo que atufe a religión, convencido por esa máxima incontrovertible que predice que cualquiera de ellas exigirá el sacrificio de tu inteligencia. Seguramente por eso no soy muy fan de Dreyer --excepto de Dies irae (1943), que descubrí en la asignatura de cine de la universidad y todavía hoy sigo asociando al aroma y la luminosidad de ciertas mañanas de sábado de octubre--, pero la cosa es que no entro en la profundidad de sus dilemas morales ni en la trabajada abstracción que buscan expresar algunas de sus imágenes. Y aun así, a muchos les encandila, hasta el punto de considerarlo como el canon de lo que debería ser el auténtico cine. Casi es una constante en la historia del cine: una mezcla de tema religioso, estilo pausado y afásico y cuidada fotografía que suele triunfar bastante en los festivales. Algo de todo esto revive de forma consciente o casual Godland (2022), del islandés Hlynur Pálmason.

Unas inexistentes placas fotográficas tomadas por un sacerdote danés a finales del siglo XIX son el elemento que pone en marcha una historia de evocación de un pasado fabuloso, épico y/o idealizante. Aun así, no estamos ante un filme histórico, sino ante la crónica de un hombre tozudo que se enfrenta a una tierra desconocida en un viaje iniciático y, por descontado, un itinerario moral que le cambiará de arriba abajo. Sin duda, un homenaje a Islandia, a los sentimientos que surgen de los detalles pequeños y a los profundos cambios que provoca una evangelización forzada. Un filme donde el tema religioso --el protagonista es Lucas, un sacerdote danés encargado de construir una iglesia en unas tierras lejanas y desconocidas-- añade un barniz filosófico, de reflexión inducida por una narración mínima y unos silencios que funcionan como enunciados. Sin esta capa de misticismo y devoción, las audiencias recibirían Godland como una agradable experiencia sensorial y reflexiva gracias a unos paisajes abrumadores y una fotografía espectacular, sin toda esa carga de sufrimiento y espiritualidad que enseguida asociamos a la calidad cinematográfica.



A base de panorámicas y travellings laterales muy al estilo Miklós Jancsó, Pálmason se las apaña para armar un cuidado relato sobre un hombre que se deja por el camino el símbolo de su fe y poco a poco se despoja de creencias y valores que él creía firmes, todo por culpa de un viaje duro, una tierra inhóspita y unas gentes que no comprende ni le comprenden. Y cuando finalmente llega a destino, además de tener que establecer su autoridad en una comunidad que no le esperaba, se topa de bruces con el universo femenino, que le acaba de desmontar interiormente. Una historia explicada a base de momentos definitorios y sutiles que marcan la conversión de Lucas en un ser que quizá llevaba dentro desde siempre y que su fe mantenía a raya.

Godland se alinea con ese cine que se autodefine como solemne, que busca en el pasado ciertos aspectos de modernidad (un sacerdote que viaja con una cámara), atrapar momentos en el tiempo y transmitir intensidad al espectador. Lo hace con una cuidada combinación de la increíble belleza natural de la remota Islandia y de situaciones paradigmáticas que construyen de un drama apenas explicitado, lo justo para deducir el fracaso de una vida, ese tránsito tan humano como antiguo desde que asesinamos a nuestro dios interior y liberamos las pasiones reprimidas y bla, bla, bla... Para muchos se trata de algo muy serio y meritorio desde el punto de vista cinematográfico. Para mí es una película que apenas me conmueve y altera.



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