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Not a pretty picture: «Ver (Con los propios ojos)»

|| Cuadernos
Ver (Con los propios ojos)
Not a pretty picture, Martha Coolidge


Aarón Rodríguez Serrano
Castellón |

ficha técnica:
Estados Unidos, 1976. Título original: «Not a pretty picture». Dirección: Martha Coolidge. Guion: Martha Coolidge. Compañías productoras: Coolidge Productions. Fotografía: Don Lenzer, Fred Murphy. Música: Tom Griffith. Intérpretes: Michele Manenti, Jim Carrington, Anne Mundstuk, John Fedinatz, Amy Wright, Stephen Laurier, Hal Studer. Duración: 83 minutos.


«Mi objetivo consiste en demostrar que la crítica de Cine no puede existir en el vacío (…) El crítico posee un don especial, ¿pero es acaso menos humano que el resto de nosotros? La facultad moral y la facultad intelectual son instrumentos esenciales para su profesión. No son, ciertamente, menos importantes que la habilidad para escribir notas vividas y evocativas».
(Lindsay Anderson, Stand Up! Stand Up!)

00. ALGUIEN SE PRONUNCIA A FAVOR DE PENSAR EL CONSENTIMIENTO SEXUAL DESDE EL CINE, PERO


«Deshonestos».
«Hipócritas».
«Impostores».
«Farsantes».
«Sumisos».
«Siervos».

01. UNA SIMPLE PREGUNTA


Si un usuario, una usuaria de redes sociales ofrece su apoyo a las víctimas de una violación y recibe esos calificativos, ¿cómo debe sentirse una mujer que quiere hacer pública una violación y a qué tipo de infierno absoluto debe someterse para dar ese paso? ¿Cómo se hace una película con esa vivencia?

02. UN HOMBRE (NO) ES UN HOMBRE


Digo esto porque me arriesgo a escribir un texto sobre una cierta vivencia (la violación), de la que no puedo hacerme una idea cabal, que se me escapa absolutamente en lo físico, lo simbólico y lo afectivo. La violación es un acto totalmente distante que mi propia condición masculina desplaza hacia una cierta inefabilidad. Y sin embargo, precisamente como hombre, me siento interpelado por la película de Coolidge y acepto el reto que amablemente me propuso Emilio, mi editor, confiando en que algo de valor podría decir sobre la misma.

Para escribir sobre Not a Pretty Picture estoy atrapado en un doble lazo: hablar de un tipo de violencia que me resulta inefable en lo concreto, pero también reivindicar la potencia del cine para acercarme a esa misma violencia.

Y digo esto, también, porque la propia Coolidge hizo algo fascinante en su película que a menudo se ha pasado por alto y que me gustaría reivindicar: dejó que su protagonista masculino, invitado a simular un acto de violencia sexual delante de la cámara, hablase. Que él mismo pudiera confrontar y confrontarse con el simulacro, con el contexto social, con los cuerpos de sus compañeras de rodaje (violadas ambas, en el mundo real), y al hacerlo, que se equivocara y dejara emerger eso mismo que señalaba hace unos párrafos: que desde la posición masculina, pronunciar la palabra «violación» y tirar del hilo nos lleva directamente a un callejón sin salida.

Pero que hay que recorrer esos pasos hacia ese callejón sin salida, precisamente porque no hacerlo implica asumir en silencio que no existe tal palabra, tal problema, que esa «masculinidad criminal» de la que habla la película no existe en nuestro mundo. Y desde ahí es fácil dar un paso discursivo más: acabar señalando que las víctimas no lo son, que su sufrimiento no ha sido para tanto, que tampoco es para tanto.

03. UNA PELÍCULA (NO) ES UNA PELÍCULA


De ahí que la película de Coolidge tenga que hibridar sus formas, romperse las uñas contra el dispositivo y la transparencia, ver qué hacer con la herencia del cine para inocular dentro, como un virus, la idea misma de la violación. Cuando Jara Yáñez señalaba en el editorial del último número de Caimán esta idea («poner en cuestión el modo a través del cual han sido puestas en imágenes, hasta ahora, a través de la mirada de los hombres») señalaba con absoluta precisión el estado actual de una cinematografía —naciente, imperfecta, pero poderosa— que se plantea cómo responder, desde el cine, al problema concreto del consentimiento.

Y es que Coolidge fue víctima, pero en ningún momento rueda como una víctima. No hay ni un único plano rodado con condescendencia, ni con autocompasión, ni con la más mínima pornografía emocional. Todo está medido, controlado, situado en el montaje con una precisión rigurosa: las rupturas del código clásico, los espacios recreados y los ficcionales, las pausas en la interpretación, las elipsis. Todo. Coolidge es una relojera del pánico que dispone cada capa fílmica con una delicadeza horrenda. De ahí, por supuesto, que la película no sea a pretty picture, sino en primer lugar simplemente, a picture —y no un panfleto, o un reportaje, o un ejercicio de denuncia—. Es una película en la que un único acontecimiento (una violación) ha quebrado desde dentro, ha implosionado todas las líneas narrativas hasta desfigurar a la vez la Historia del Cine (con mayúscula) y la mirada del espectador.

Déjenme desarrollar esta idea. Una vez arrancado el metraje, Coolidge realiza una suerte de memoria previa a la violación, para la que utiliza una serie de herramientas ficcionales «convencionales»: música pop de los cincuenta, botellas de coca cola, coches que surcan la noche con tardoadolescentes que se preparan para ir a la universidad. Planos perfectamente compuestos, diálogos montados en plano/contraplano, continuidad, flujos de identificación. Un personaje señala el fuera de campo (una calle) y el montaje ofrece el plano subjetivo de su mirada. Es Hollywood, es el Modo de Representación Institucional, es la ficción. Pero cuidado, estamos en 2024, y las imágenes están recargadas de significación en dos sentidos. Por un lado, es la dichosa nostalgia de los años cincuenta (2), que ya ha sido señalada por la propia Jara Yáñez (3) al hilo de American Graffiti (George Lucas, 1973). Por otro, es también el territorio en el que desplegará una parte notable de las propuestas que espectacularizan la violación en el cine de la época, desde el prólogo de Death Wish (Michael Winner, 1974) hasta la orgía visual de The Last House on the Left (Wes Craven, 1972). La cinta de Coolidge parece chocar con todas ellas en cada una de sus decisiones: lo que muestra no encaja ni en el universo de radiofórmulas almibaradas ni en la justificación de una violencia que repare el daño causado. Es otra cosa.

Esa «otra cosa» hay que leerla en su literalidad. Tiene que ver con los debates sobre la propia escritura del documental en el seno del propio movimiento feminista en los que Coolidge está plenamente volcada (4), tiene que ver con la irrupción de la autobiografía como un arma para desactivar las apariencias de lo real, pero ante todo, tiene que ver con la necesidad de crear un nuevo lenguaje audiovisual para hablar de la violencia sexual. O, para ser todavía más justos, tiene que ver con la aventura arriesgadísima de una única mujer para crear un cine propio a partir de los pedazos que consigue arrancar del tapiz de su tiempo. Este «exceso de gestos autorales» —de la propia hibridación a su posición dentro del plano, de la reflexión sobre su pasado a la confrontación con su incapacidad presente para mantener relaciones afectivas— no es nunca narcisista, nunca es subrayado, sino que parece, a la contra, desesperado y furioso. La propia autora señaló en diferentes ocasiones (5) que la construcción del guion había surgido de un proceso colaborativo, abierto a todo el equipo, puesto en duda y afinado por hombres y mujeres, cuerpo actoral y técnico, propios y extraños. Coolidge cedió su dolor para que la película funcionase como un punto de encuentro.

04. UN AGUJERO (NO) ES UN AGUJERO


La directora decide que hay que dislocarlo todo, de acuerdo, empezando por la propia transparencia del clasicismo. Pero no es suficiente: en términos narrativos, la sección antes de la violación acontece en el interior de un coche que serpentea por las calles oscuras de una Nueva York reconstruida, mientras que toda la explosión agónica del acto sexual se simula abiertamente en un plató improvisado en un piso superior de la ciudad, a plena luz del día. Se puede narrativizar, imaginar, guionizar todo aquello que conduce al trauma, pero no el trauma mismo.

Tiene que ocurrir a plena luz. Junto a grandes ventanales. A la vista de todos. Tiene que exponerse frente a la cámara y el público debe ver a los técnicos, a la directora tapándose la boca, a los sonidistas, los listones de madera del decorado. Tiene que ver una estúpida inscripción (HOLE) junto a un agujero torpemente trazado en una pared falsa. Al otro lado queda el horror, pero hay que hacerlo visible. Qué enorme metáfora de la película, por cierto, esas cuatro letras que intentan escribir una herida, apuntando con una torpe flecha todo ese desgarro de astillas y contrachapado barato abismándose en el mal.

Ocurrir frente a la mirada, desvelar, arrojar, para introducir a veces la voz titubeante de Jim Carrington rascando su propio lenguaje y preguntándose por todos esos otros conocidos que violaban sin saber que violaban, sin pensar que violaban, y preguntándose también por su propio cuerpo actuando y sintiendo, sintiendo y actuando. La mirada extrañamente distante de Michele Manenti que controla sus gestos, su voz, su cuerpo, que parece arrojarse en una lucha completamente denodada con la misión de ser ella, ser el personaje, ser la directora, ser la futura espectadora, todo a la vez en cada plano. La película serpentea y a veces se rompe las manos cuando trepa contra la ingenuidad (la escena de las bufonadas entre amigas en el dormitorio de la residencia, pero también el cuerpo femenino que todavía no ha atravesado el umbral del primer contacto sexual), y así se va erosionando hasta la propia semiótica del film. Porque ya sabemos que Greimas separaba entre el mundo natural y el mundo narrativo. Lo sabemos, pero a veces resulta difícil de creer. Hay un agujero entre ambos y una flecha pintada en lápiz y cuatro letras, H O L E.

05. UN SABER (NO) ES UN SABER


Y todavía quiero decir algo más. Coolidge, Carrington, Manenti, en diferentes momentos plantean la cuestión de la violación en términos de clase y de educación. Violan los otros, los iletrados, los que desprecian el conocimiento, los que no saben. En algún momento Carrington tiene que desdecirse porque, en fin, la violación también ocurría después, en la universidad. En algún momento, se sugiere que la única manera de plantarle cara al horror es diseminar la complejidad de lo ocurrido.

Y ahí está la cuestión: que el consentimiento debe leerse en su complejidad, más allá de proclamas políticas y más acá de posiciones blindadas. En términos cinematográficos, el problema es cómo representar esa oscilación en la que pueden caber prácticas consentidas y en qué momento una serie de decisiones como aceptar subir una escalera, aceptar entrar en un cuarto, aceptar una mirada de seducción se convierten en un infierno que no hemos consentido y que ni pueden ni deben justificar todos los gestos previos. Y creo —pero puedo equivocarme, y simplemente lanzo la hipótesis— que cine y vida se parecen en esto más que nunca. Cada consentimiento se construye por vez primera cada vez que tiene lugar una relación sexual, aunque sea entre cuerpos conocidos y atravesados por una relación afectiva y simbólica (digamos, el matrimonio o la simple convivencia íntima). Cada película construye por vez primera su posición frente a la violencia sexual y debe hacerlo a partir de la absoluta complejidad de ese acontecimiento. Debe plantearse su lenguaje, su mirada, sus implicaciones. Debe dialogar con el cine anterior. Por eso es tan demencialmente complicado rodar bien el sexo en pantalla y por eso ahora mismo tenemos suerte de que proliferen las películas que se enfrenten a ese gran debate. Cada vez es valiosa, porque cada vez hay un cuerpo y un relato (que es lo mismo) en juego, y cada vez entraña una enorme responsabilidad.

La diferencia es que una mala película es fácilmente olvidable. Un trauma gobernará, señoreará infinitamente en cada gesto, cada paso, cada rutina.

06. UN TESTIMONIO ES UN TESTIMONIO


De tal modo que, volviendo al comienzo del texto, creo que es sensato señalar que el gran valor de la cinta de Coolidge es doble: haber encontrado la fuerza, el valor, la valentía para hablar de su violación, pero a la vez, haber ensayado todo un dispositivo fílmico completo para lograrlo. Haber creado una forma determinada, contradictoria, haber situado sobre ella y a través de ella el límite mismo del cine para enfrentarse al horror.

En el acontecimiento de la escucha y la mirada cinematográfica siempre modifica nuestro mundo. Nos guste más o menos. Cada película, por mala que sea, influye de una manera concreta sobre nuestra percepción del tiempo, el cuerpo, la historia, el mundo. Quizá sea un simple arañazo que se olvida al salir de la sala del que apenas quede un eco inconsciente. Quizá sea una bomba de relojería que realmente nos obligue a replantear aquello que nos constituye. Y no lo hace únicamente con su «mensaje», con su «contenido», con su «necesaria denuncia». Lo hace con lo más específico del lenguaje cinematográfico: su forma. Su honestidad y su riesgo en la forma audiovisual.

Un cinéfilo o una cinéfila debería ser una persona dispuesta a asumir que las películas pueden modificar radicalmente su mundo. Pero eso ocurre si estamos dispuestos a escuchar no solo lo que nos agasaja, sino también lo que nos incomoda. No solo lo que nos hace escapar hacia otros lugares, sino lo que nos golpea aquí, dentro. ♦


NOTAS
(1): YÁÑEZ, Jara (2024). «Cine y consentimiento sexual». Caimán – Cuadernos de Cine, Nº 186, p. 5
(2): TANNER, Grafton (2002). Las horas han perdido su reloj. Las políticas de la nostalgia. Barcelona: Alpha Decay. (Traducción de Albert Fuentes).
(3): YÁÑEZ, Jara (2024). «Representación y violencia». ». Caimán – Cuadernos de Cine, Nº 186, p. 24.
(4): LANE, Christina (2000). Feminist Hollywood: From Born in Flames to Point Break. Detroit: Wayne State University Press, p. 71 y siguientes.
(5): MEEK, Michele (2019). Independent Female Filmakers: A Chronicle through Interviews, Profiles and Manifestos. Londres: Routledge. (Véase el apartado Script, manejado en la version epub sin numeración).




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