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Crítica | El reino animal

|| Críticas | Sitges 2023 | ★★★☆☆
El Reino Animal
Thomas Cailley
Abrazar la bestia


Agus Izquierdo
Barcelona |

ficha técnica:
Francia, 2023 Duración: 130 min. Título original: Le regne Animal. Dirección: Thomas Cailley. Guión: Thomas Cailley, Pauline Munier. Fotografía: David Cailley. Productoras: Nord-Ouest Films, Studiocanal. Distribuidora: Studiocanal. Reparto: Romain Duris, Paul Kircher, Adèle Exarchopoulos, Nathalie Richard, Nicolas Avinée.

Uno de los reiterados y más reivindicados leitmotivs de la pasada edición del Festival de Sitges fue la preocupación por el medio ambiente y la catástrofe climática. El certamen de cine fantástico y de terror de Cataluña ha acogido una profusión de historias y cuentos que han propiciado el filtrado de proclamas y mensajes ecologistas, ya fuesen en clave de terror o de la ciencia ficción distópica. Hay muchísimos títulos para enumerar, pero en concreto, la propuesta de Thomas Cailley (que ya había pasado por Un Certain Regard de Cannes) opta por el body horror futurista, una película-caparazón que envuelve y protege un relato de coming of age contextualizado en un futuro cercano, donde la humanidad padece de una pandemia que convierte a las personas en animales. Lo apocalíptico y caótico de la escena no eclipsa una historia sobre el amor familiar y sobre el despertar adolescente, que prescinde de saturaciones narrativas y sobrexplicaciones para zambullir, de cabeza, al espectador. Inteligente y honesto, Cailley firma (junto a Pauline Munier) un guion que muta junto a sus personajes, permitiendo el derroche de bestialidad que esta ficción merece, pero sin malbaratar lo dramático y sin esquivar a lo humano del asunto.

El reino animal toma como arranque la desesperación de François, padre de familia aparentemente deconstruido pero desastroso que, con la simpatía que lo caracteriza desde el inicio, se desplaza a otro punto del país para internar a su mujer, infectada y en un avanzado estado de metamorfosis, en un centro especializado. A su vez, este padre-coraje deberá gestionar el torrente de emociones y frustración derivado de la pérdida que comparte con Émile, su hijo adolescente, que, con tan solo dieciséis años, en plena guerra con las hormonas y lo incomprensible del mundo, se verá obligado a adaptarse al duelo maternal y a acostumbrarse a su nueva realidad. A partir de ahí, el descontrol ocupará gran parte del desarrollo, haciendo hincapié en la deshumanización y el abuso de los «infectados» por parte de los seres humanos que destruyen lo que no es humano. Típico.

Lo primero que hay que premiar de esta producción es el riesgo: es complicado elaborar una premisa tan brutalista sin caer en una memerización caricaturesca y autoparódica, así como sostener la gravedad de la ficción, evitando cualquier traza de comicidad. Más bien lo contrario: en ese sentido, la intensidad trágica se conserva bien y se compagina con la representación de seres humanos (muy bien) disfrazados de simios, águilas imperiales, osos y canes. Caemos en su trampa y olvidamos enseguida que esto es una película sobre homínidos transformándose en bestias para centrarnos en las relaciones personales que mantienen los personajes principales. Podemos decir, sin ningún atisbo de duda, que El reino animal sale airoso de este ejercicio peligroso que supone el mero hecho de dramatizar algo que podría haber caído en la caricatura de Jumanji. El conjunto de elementos que constituyen el filme lo enriquece y lo excusa de cualquier resbalo: el ritmo engrasa los engranajes narrativos; la madura y lúcida dirección solidifica un buen reparto y los efectos especiales y el maquillaje (dignos de premio en Sitges) matizan un producto que el público puede o no comprar, pero que para nada le será una pérdida de tiempo. Un plato de fácil digestión pese a que, quizá, se enquiste en el desarrollo en la mitad del metraje (algo abrumador y excesivo, por otra parte). Nada grave teniendo en cuenta la prometedora introducción y el virtuoso y efectivo colofón final.

Sea como sea, El reino animal se autopropone como ejercicio telúrico e inocente pero radical, que no se acobarda y que tampoco se despeina. Como decíamos, consigue asimilar rápidamente lo extraño y de entrada monstruoso, y conciliar desde el primer momento al espectador (luego de la estupefacción inicial) con la alteridad extrema. Recuerda a la irlandesa Wolf, aquella subestimada joya de Nathalie Biancheri donde los mutantes eran encerrados en instituciones de rehabilitación: marginados, cual yonquis. Ambas sirven como crítica a la intolerancia de esa puritana civilización que se niega a aceptar el cambio, dispuesta a entablar una lucha a muerte y absurda contra la supervivencia instintiva de lo salvaje. Una sociedad que no se permite renunciar a lo que ya es y, sin embargo, y justamente por eso mismo, tampoco puede divisar el progreso. El reino animal normaliza lo que nos tendría que parecer grotesco a priori, nadando a contracorriente del canon clásico del monstruo como ser iracundo, despreciable y, por consiguiente, a evitar. De hecho, invirtiendo los roles, su subtexto desprende una lectura sociopolítica ideal como crítica del racismo y del reaccionarismo moderno, emitiendo un manifiesto antibelicista, a la vez que logra (y con buena nota, oigan) resignificar el género zombi para denunciar al perseguidor (al temeroso, al que niega lo diferente) y constatar, a través de una dulce, tierna y apetecible fábula adolescente, que los monstruos somos precisamente nosotros.




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