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Crítica | Falcon Lake

|| Críticas | ★★★★☆
Falcon Lake
Charlotte Le Bon
Los fantasmas de la pubertad


José Martín León
Telde (Las Palmas) |

ficha técnica:
Canadá, 2022.Título original: Falcon Lake. Dirección: Charlotte Le Bon. Guion: Charlotte Le Bon (Novela gráfica: Bastien Vives). Producción: Sylvain Corbeil, Julien Deris, David Gauquié, Nancy Grant. Productoras: Coproducción Canadá-Francia; Cinéfrance Studios, Metafilms. Fotografía: Kristof Brandl. Música: Shida Shahabi. Montaje: Julie Lena. Reparto: Joseph Engel, Sara Montpetit, Monia Chokri, Arthur Igual, Karine Gonthier-Hyndman, Anthony Therrien.

La pubertad, esa etapa de confusión en la que se abandona la comodidad de la niñez para ir entrando, abruptamente, en los conflictos de la madurez, ha sido tratada en multitud de películas, casi siempre haciendo hincapié en el despertar sexual de sus protagonistas. La propuesta que ofrece Charlotte Le Bon no es una excepción, pero, en su libre adaptación de la novela gráfica de Bastien Vives Une soeur, le otorga un enfoque ciertamente original y personal, alejándose de la idealización de los primeros amores adolescentes para adentrarse en unos derroteros más inquietantes, casi cercanos a las historias de terror, ambientadas en parajes inhóspitos, en medio del bosque y con un misterioso lago al que precede su propia leyenda negra, como silentes escenarios. La mirada de Le Bon, estupenda actriz ahora metida a directora en esta sensacional ópera prima, está cargada de curiosidad y un puntilloso gusto por los pequeños detalles, recreándose más en las miradas y los silencios entre sus personajes, por encima de un exceso de diálogos que sobrexplique lo que ya queda perfectamente insinuado. Falcon Lake sigue a Bastien, un taciturno chaval parisino, al borde de los 14 años, que llega, en compañía de sus despreocupados padres y de su pequeño hermano, a una cabaña perdida en los bosques de Quebec, a orillas del lago que da título a la película. Los planes de pasar allí unos idílicos días de vacaciones, compartiendo estancia con otra familia amiga de los padres, no motivan en exceso al muchacho, que pasa por una edad crítica en la que las conversaciones entre adultos aún le resultan ajenas y la compañía de un hermano de corta edad se siente más como una carga para él, por lo que prefiere aislarse del mundo oyendo música con sus cascos. La presencia en la casa de Chloé, la hija del matrimonio amigo, casi tres años mayor que Bastien, despierta en el joven un torrente de sensaciones hasta entonces desconocidas para él.

La relación que se va estableciendo entre Bastien y Chloé, que comparten dormitorio, va tomando, conforme va avanzando el filme, entre confidencias nocturnas desde sus respectivas camas (incluso, compartiendo la misma) o conversaciones en el lago, unas cotas de confianza e intimidad que les empuja a confesarse, desde sus primeros escarceos sexuales (o la falta de ellos) hasta los mayores miedos que les atormentan, llegando a un punto en que parece no existir secretos entre ambos jóvenes. La chica atrapa la atención de Bastien desde que este queda absorto ante la contemplación de su cabello (especie de fetiche para él), alborotado por el viento, antes de acabar seducido por la enorme imaginación de la muchacha, obsesionada con el tema de la muerte, hasta el punto de que se pasa el tiempo fotografiándose en macabras poses en las que finge ser un cadáver. También está muy presente en esta relación las historias (nunca se sabe hasta qué punto de verídica pueda ser) que Chloé cuenta sobre la figura de un fantasma que deambula por el lugar, el de un niño desaparecido años atrás, cuando se ahogó entre sus aguas al adentrarse en la zona más profunda. Esta atracción, casi morbosa por todo lo que rodea a la muerte, podría parecer tan solo un rasgo gratuito para otorgar extravagancia al ya de por sí rebelde y libre personaje de la chica, pero se convertirá en esencial para entender la estrecha unión que mantendrá con Bastien, más allá de las alocadas fiestas nocturnas a las que arrastra al chaval, compartiendo porros y alcohol en compañía de muchachos mayores con los que ella ya había empezado a coquetear o tener sus primeras experiencias amorosas. Le Bon muestra las relaciones juveniles y el incipiente despertar sexual del protagonista de forma muy natural, sin romantizar una etapa en la que la inmadurez hace cometer errores como el de fardar con otros chicos sobre cómo se ha llevado a la cama a la joven, aun sin ser verdad, traicionando la confianza de la que está siendo una amiga generosa.

Falcon Lake es una obra de fuerte calado sensorial, que se apoya muchisimo en el entorno donde se desarrolla la acción (esos bosques oscuros y un lago amenazante por la supuesta presencia del niño muerto) y en la sugerente partitura musical de Shida Shahabi, para generar una atmósfera fantasmal, no demasiado alejada a la que inundaba a la maravillosa Suspense (Jack Clayton, 1961), sobre la novela Otra vuelta de tuerca, de Henry James, donde espectros atormentados del pasado merodean alrededor de los protagonistas. Una arriesgada decisión de la realizadora ha sido la de elegir para su cinta el cerrado formato de pantalla cuadrada 1:37, con la idea de crear una mayor cercanía entre la pareja de amigos. La fotografía, por momentos granulosa, de Kristof Brandl, juega constantemente entre la luminosidad y la oscuridad, funcionando a la perfección como metáfora de los cambiantes estados de ánimo por los que atraviesa Bastien a lo largo de su proceso de enamoramiento. La curiosidad, el deseo, los celos..., en definitiva, todos los síntomas de lo que viene siendo el primer enamoramiento, son mostrados en toda su belleza (también crudeza), alcanzando momentos de gran intimidad, como el del primer acercamiento sexual de la pareja, con las luces apagadas. Hay que decir que tanto Joseph Engel como una Sara Montpetit pletórica en su lolitesca sensualidad, ofrecen unas interpretaciones magníficas, consiguiendo la química necesaria como para que su peculiar romance resulte verosímil. Falcon Lake podría haberse quedado simplemente en esto, en ser una (valiosa) aportación más a ese trillado subgénero de títulos que tienen como tema principal la pérdida de la inocencia del protagonista, en manos de un objeto del deseo más experimentado (y mayor), durante una etapa vacacional, pero lo que la distingue de clásicos como Verano del 42 (Robert Mulligan, 1971) o Call Me By Your Name (Luca Guadagnino, 2017) reside en sus sorprendentes minutos finales, cuando Le Bon apuesta definitivamente por dar respuestas a algunas de las preguntas presentadas durante una película que ella ya definía como una historia de amor y de fantasmas. Su última escena, tan perturbadora como abierta a diferentes interpretaciones, termina redondeando el que viene a ser uno de los debuts en la dirección más especiales de los últimos años. Una deliciosa joya que enamora y sobrecoge a partes iguales, tal y como lo haría el primer amor.




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