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Crítica | El Conde

|| Críticas | ★★★☆☆
El Conde
Pablo Larraín
El gabinete póstumo de Pinochet


Ignacio Navarro Mejía
Madrid |

ficha técnica:
Chile, 2023. Presentación: Festival de Venecia 2023. Dirección: Pablo Larraín. Guion: Pablo Larraín y Guillermo Calderón. Producción: Fabula. Fotografía: Edward Lachman. Montaje: Sofía Subercaseaux. Reparto: Jaime Vadell, Gloria Münchmeyer, Alfredo Castro, Paula Luchsinger, Antonia Zegers, Amparo Noguera, Catalina Guerra, Diego Muñoz, Marcial Tagle, Stella Gonet. Duración: 110 minutos.

Este mes de septiembre se cumplen cincuenta años del golpe de Estado de Pinochet, que como comandante en jefe del ejército chileno lideró la rebelión de sus altos estratos contra el gobierno democrático de Salvador Allende, en 1973. A este le siguió un gobierno de la junta militar, que adoptó medidas propias de un estado de excepción, pero también otras represivas que excedían de toda justificación para restablecer el orden público. La persecución de disidentes, la ilegalización de partidos o la censura de los medios fueron pronto impuestas, y tal represión se mantuvo en los meses y años posteriores, ya que la dictadura duraría hasta 1990. Así pues, pronto se consolidó el nuevo sistema autoritario, legitimado no solo por los apoyos internos sino por la complicidad de varias potencias extranjeras, incluida la española, que entonces atravesaba el ocaso del franquismo. De hecho, antes de morir, el caudillo tuvo tiempo de conceder a Pinochet la Gran Cruz al Mérito Militar… condecoración que ha permanecido vigente hasta este mismo mes de 2023. Ha tenido que coincidir el mentado aniversario del golpe militar con un nuevo clima de regeneración democrática para que, hace apenas unos días, el ejecutivo español acordara retirar la insignia del dictador. Con todo, pese a las décadas transcurridas, tanto en Sudamérica como en Europa, quizá no específicamente en Chile y en España, pero sin que ambos Estados puedan considerarse ajenos a esta evolución general, la democracia no pasa por sus mejores momentos, amenazada por populismos y radicalismos que olvidan con demasiada facilidad toda la violencia que, en el siglo XX, acarreó en estos y otros países la negación de las reglas más básicas de la democracia representativa.

Al hilo de este aniversario y en este contexto que obliga a actualizar la memoria de lo ocurrido, el cineasta chileno Pablo Larraín ha estrenado El Conde, una sátira, como reza su propio cartel, de Augusto Pinochet. Convertido en vampiro, su mando se extiende aquí más allá de su histórica fecha de fallecimiento y su experiencia se remonta a mucho más atrás, pues se imagina su nacimiento en la Francia del siglo XVIII, a punto de estallar su revolución. No es casual que Larraín y su fiel coguionista Guillermo Calderón, al inventar esta ascendencia del personaje, la ubiquen en tal lugar y fecha, pues enseguida se puede contrastar la revuelta popular entonces sobrevenida, que se propagó por todo el territorio, dio el poder a los burgueses y llevó a la ejecución de Luis XVI y María Antonieta, con la revuelta militar que el propio Pinochet protagonizaría. Frente a esa prolongación temporal, esta película en cambio reduce el alcance espacial del protagonista, al centrarse, tras aquel prólogo dieciochesco, en sus últimos años, confinado en una finca con su familia. Con ello, se produce un curioso efecto, ya que se opone todo el recorrido de Pinochet, con muchos hitos durante su larga vida de dictador (los conocidos) y de vampiro (los imaginados), frente a la decadencia claustrofóbica a la que se ciñe el grueso del metraje. Dicho de otra manera, paradójicamente El Conde dota al dictador de una naturaleza eterna y mítica y al mismo tiempo lo reduce a un personaje grotesco, olvidado y perdido, al margen de su pueblo y de su tiempo.

En suma, Larraín realiza aquí una nueva incursión en el subgénero del biopic, de nuevo alejado de sus convencionalismos, tanto por lo fragmentado del retrato, comprimido y distorsionado en un momento concreto de la biografía en cuestión, como por lo estilizado del mismo, en este caso mediante la inestimable mirada de Edward Lachman (reconocido por sus colaboraciones con Todd Haynes), que encadena bella composición tras bella composición en su impresionante fotografía en blanco y negro, que en algún momento llega incluso a evocar obras del expresionismo alemán. Sin embargo, pese a estas virtudes, y pese a lo oportuno y ambicioso de la propia historia, esta se desarrolla de forma demasiado errática y monótona. Una vez establecido que Pinochet es una sanguijuela tenebrosa, el resto de la narración no logra intrigar tanto. La misma gira en torno a los tejemanejes de su mujer y sus hijos para heredar su imperio o su fortuna, ayudados u obstaculizados por otros dos turbios personajes: el del mayordomo o asistente personal del dictador y el de una monja o auditora que llega a la casa para entrevistarse con este entorno y, en principio, exigir cierta rendición de cuentas. Empero, todo ello discurre de una manera algo confusa, siguiendo un montaje que alterna escenas anticlimáticas mal conectadas entre sí, carentes de ritmo y dinamismo. Esa suerte de inercia podría ser coherente con lo que se retrata, si bien no es intencionada la impresión de dejadez que resulta, pues desentona con la estética reforzada de la cinta. Esta, con todo, no pretende tomarse en serio, no tanto por su autoimpuesta condición de sátira, sino por la superficialidad con que aborda sus temas y la arbitrariedad con la que parecen sucederse los acontecimientos. Tal sensación asimismo afecta a una femenina voz en off que comenta con ironía algunas acciones, sin dejar clara su autoría de narradora omnisciente, pues parece un personaje más de la historia, que va y viene según la incumba o no lo que vemos. La duda se resuelve en un giro de último acto que confirma lo absurdo de toda la representación, por lo que es curioso que el guion en su conjunto fuera galardonado en el festival de Venecia: una premisa ingeniosa y un puñado de ideas ocurrentes no deberían bastar para ello, ya que el meollo dramático de esta película es lo más significativo y quizá su mayor defecto. Quedarán en el recuerdo, en cualquier caso, esas imágenes de Pinochet con uniforme y capa surcando los cielos chilenos, como cazador alado y nocturno que es, pero también como una presencia oscura que sobrevuela todo un pueblo que la ignora.




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