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La vida, ese mueble de Ikea

|| Cineclub | Cuadernos
La vida, ese mueble de Ikea
Notas sobre un verano, Diego Llorente


Aarón Rodríguez Serrano
Castellón|

I.

... con lo que me gustaría pensar que Notas sobre un verano (Diego Llorente, 2023) ha venido a pegar fuerte sobre la mesa, ha venido a contar la misma historia de siempre. esa que necesitamos que nos vuelvan a contar para no enloquecer: la de la vida cuando ya no funciona, las habitaciones de hotel asépticas de un blanco nuclear y mucho espejo que no refleja nada, la de ir tirando con la pareja mientras se inventan estrategias en los esquinazos de la vida. La del descubrir que la vida, al final, era un mueble de Ikea. Siempre a punto de romperse. Siempre lejanamente funcional, serial, quizá hermosa a su manera, barata, vulgar, igual en todas partes, siempre crujiendo cuando le ponemos demasiado peso encima, pasada de moda, llena de polvo, sinécdoque de nuestra pobreza y nuestra precariedad. Eso, casi en el mejor de los casos.

Digo esto también porque me fascina cómo Diego Llorente ha cogido una cámara y ha sabido medir el tiempo exacto que necesita cada plano. Únicamente por su capacidad para encontrar el ritmo preciso dentro de la historia —y ustedes bien saben cómo las malas decisiones al respecto suelen dar al traste con infinidad de películas—, la proyección ya resultaría interesante. Llorente sabe mirar, y sabe también decidir desde dónde y cuánto se mira a un personaje. Pondré un par de ejemplos apresurados. Por un lado, los personajes tardan en desvelarse. A veces son rostros retratadas de espaldas, casi con cierto pudor, como si el director no quisiera molestar a sus protagonistas, como si hubiera algo de cacería, algo de documental observacional, algo de Wiseman flotando extrañamente en mitad de la ficción. Otras veces la secuencia arranca y se mantiene casi un minuto en funcionamiento sin que sepamos quién habla, viendo unas manos que tiemblan, o un cuerpo desnudo, o un plano detalle. El mundo para Llorente es infinitamente pequeño —y ruego que lo lean como un cumplido—, de tal modo que este cine se recrea en los objetos y en los vacíos, en un libro encontrado o en una cucamona que vende un inmigrante seccionado por la cámara. Mundo de objetos que van apareciendo y desapareciendo, de aquí para allá, mientras la enunciación se olvida de ellos y los acaba arrojando al cubo de la basura del tiempo mismo. Hay que tener mucho valor para pillar una idea, esbozarla y luego dejarla flotando en el vacío como un diente de león. La cinta no puede clausurarse porque se niega a juzgar a sus protagonistas, y de ahí que tenga un eco muy lejano pero muy emocionante con esa honestidad narrativa, incluso ideológica, que uno intuyó en esa obra monumental que es Marie-Jo y sus dos amores (Marie-Jo et ses deux amours, Robert Guédiguian, 2002). Mirar sin juzgar, y mantener el pulso allí donde la película se puede volver ingenua, torpe, cursi o incluso falsa. Ahí se juega el metraje, y ahí es precisamente donde Llorente y su equipo han conseguido aguantar el tipo.

La película se juega en el casting —que es fabuloso—, se juega en esos pequeños detalles que se registran por el rabillo del ojo/cámara —la relación de Marta y su familia es un ruido de fondo fabulosamente contado—, se juega en su duración concreta que, en un parpadeo, clausura/no-clausura las líneas narrativas y se pliega sobre sí mismo.


II.

Digo esto —que Llorente ha medido el tiempo exacto que debe durar cada uno de los planos— porque la película es, ante todo, una reflexión descarnada y salvaje sobre los fracasos que trae la madurez. La historia de siempre, decía antes, o lo que es lo mismo, nuestra historia de ahora. Es el gran tema de una inmensa parte del cine español contemporáneo, o al menos, de los que intuyo mis compañeros y compañeras de generación. Saber qué ha salido mal, dónde nos metimos la hostia, por qué nos hemos despertado de pronto con el cuerpo cortado, la boca llena de tiza y una extraña sensación de no habernos quitado bien el maquillaje de payaso triste. Creo que no es grave, porque peor que mejor aquello ya estaba en casi todas las escuelas y casi todos los autores y casi todos los tiempos, con la salvedad de que en nuestro Vanitas la gente baila ritmos latinos en verbenas de pueblo y apoya una mirada interseccional.

Que ni tan mal, vamos.

Hay cosas en Llorente que había esbozado igualmente bien un Assayas o una Ruiz de Azúa, y así la película resulta ser contemporánea pero no estar encorsetada, humilde sin resultar reiterativa, política sin resultar en absoluto demagógica. Es buena interlocutora para los que andamos contemplando los restos del naufragio con cara de imbécil, preguntándonos cómo vamos a salir vivos de semejante movida. Pregunta absurda, como bien saben, porque nada hay más absurdo que querer salir vivos de esta vida/mueble de Ikea.

Luego está la escritura fílmica, que transmite y cuida la aventura temática. Pienso en ese plano maravilloso en el que Marta (Katia Borlado) y Leo (Antonio Araque) trepan por unas rocas junto al mar mientras la cámara les observa en un picado lejano. El chico, en una especie de gesta idiota como las que a veces no tenemos más remedio que acometer, quiere llegar más lejos. No hay que demostrar nada, salvo quizá demostrarse a sí mismo que sigue siendo cuerpo, que sigue siendo movimiento, que no está muerto antes de cumplir los cuarenta. Claro que Leo, por supuesto, ya está muertísimo, ya es un cadáver terminal desde el momento en el que intenta por primera vez que Marta le ame y así tendrá que ir arrastrándose por el metraje, zombi del deseo, chico rechazado, fosfatina sexual. Leo desearía se deseado, y ahí ya está todo perdido, como bien saben. Marta, al revés, tiene mucho deseo pero no sabe qué hacer con él y por eso lo sumerge y lo comparte, lo recuerda y lo desperdicia, lo presta y lo oculta. La oscilación es fascinante y ambigua al final, los dos actores participan en el baile perfecto de los días y los desperfectos, es lo que hay. Punto. En lo que toca a los cuerpos, Notas sobre un verano es de una precisión que nos da ganas de morir de pánico.

¿Cómo han conseguido Katia Borlado y Antonio Araque semejante mágica oscilación? ¿Cómo son capaces de conseguir en un cambio de plano que sus personajes resulten odiosos y que, acto seguido, funcionen como un espejo de lo vivido? ¿Cómo lo hacen para expulsar al espectador de su interioridad y, de pronto, traerlo hacia el interior mismo de cada escena en un estallido? Hay una única decisión de dirección en la película con la que no termino de sentirme cómodo, que es ese diálogo «elidido» entre ellos dos tras la luna de un coche. Lo achaco, sin duda, a mi propia ansia por saber más sobre su manera de hablar, de relacionarse, por mi ansia por los detalles, mi cariño y mi rechazo hacia ellos, mi no saber muy bien dónde situarme. Marta y Leo se van depurando y complejizando mientras avanza la cinta, van creciendo desde sombras que apuntan a arquetipos rancios (la chica decepcionada, el chico tóxico) y se van imponiendo en la narración con una inteligentísima gestión del punto de vista. Qué bien funciona la estructura de la película, por cierto, capaz de manejar con una precisión sorprendente los amores y los odios, las idas y las venidas. Dulce oscilación para que todo, finalmente, encaje (o no lo haga) como un mueble de Ikea.

La película se juega en el casting —que es fabuloso—, se juega en esos pequeños detalles que se registran por el rabillo del ojo/cámara —la relación de Marta y su familia es un ruido de fondo fabulosamente contado—, se juega en su duración concreta que, en un parpadeo, clausura/no-clausura las líneas narrativas y se pliega sobre sí mismo. No me extraña que Miguel Martín, en su fantástica crítica sobre la película, se refiriera a ella como una «pequeña y exquisita miniatura». Es eso, sin duda, pero también es una radiografía inmisericorde de lo que pasa de puertas para adentro. Es como si de pronto alguien hubiera descubierto la fisura en la estantería Billy que decora el salón de Dios y hubiera visto, con absoluta claridad, que la única opción que queda es el derribo absoluto.




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