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Crítica | Más que nunca

|| Críticas | ★★★★☆
Más que nunca
Emily Atef
Cuando todo es azul


David Tejero Nogales
Badajoz |

ficha técnica:
Francia, 2022. Título original: Plus que jamais. Director: Emily Atef. Guion: Emily Atef, Lars Hubrich. Productores: Xénia Maingot, Bernard Michaux, Maria Ekerhovd, Nicole Gerhards, Claude Waringo. Productoras: Eaux -Vives Productions, Mer Film, Niko Film, Samsa Film. Distribuida por: Karma Films. Fotografía: Yves Cape. Música: Jon Balke. Montaje: Sandie Bompar, Hansjorg WeiBbrich. Diseño de producción: Silke Fischer. Diseño de Vestuario: Dorothée Guiraud. Reparto: Vicky Krieps, Gaspard Ulliel, Bjorn Floberg, Valérie Bodson, Marion Cadeau, Sophie Langevin.

En toda obra en donde la muerte adopta un plano determinante asistimos a una especie de viaje. Numerosos estudios coinciden en considerar la road movie como un modelo típicamente norteamericano. No les falta razón, la génesis motora de las películas de carretera están ligadas a las constantes históricas y culturales de los Estados Unidos. Sin embargo, una vez que las señas de identidad quedan exhibidas, hemos asistido a un proceso de reformulación en los arquetipos de esos viajes, en un principio genuinos del paisaje y esencia estadounidense, hacia estados menos visibles o abstractos de mundialización. La búsqueda, el vagabundeo, la necesidad perentoria de entender el sentido de nuestra vida nos conduce a preguntarnos siempre lo mismo: ¿de dónde venimos?, ¿quiénes somos? y ¿adónde vamos? La famosa pintura de Paul Gauguin (1897) retrata ese pensamiento simbólico habitado por hombres y mujeres de cualquier época o tiempo. Es verdad que la distinción de nuestra geografía o de cualquier lugar, de unas fronteras a otras, condiciona la mirada, pero no podemos evitar caer en explicarnos siempre el sentido de la vida a través de la muerte. En el cuadro de Gauguin el ciclo de la vida, o la naturaleza, adoptan colores verdes y azules, mientras los cuerpos se tiñen de amarillos. El carácter exótico, mitológico, de la obra tiende a realizar un viaje de derecha a izquierda en el que la vida está ligada íntimamente con la muerte. El uso radical del color hace el resto, pues evoca una suerte de magia submarina en el que integrarnos por completo.

En un momento privilegiado, sustancial de Más que nunca (Emily Atef, 2022), la pantalla se torna totalmente azul revelándonos una metamorfosis fundamental en el viraje personal de Helene (Vicky Krieps). La secuencia indica el arranque de un claro y conciso punto de inflexión: Quiero irme a Noruega sola. La conversación de Hélène con Matthieu (Gaspard Ulliel), su marido, pasará del intenso azul que inundaba toda la esfera del plano, a un hermoso fundido de transición dentro de un tren a gran velocidad. La perfecta musicalidad del segmento da continuidad a la idea que versa toda la película, y que no es otra que la del viaje existencial, metafísico, de una mujer moribunda en torno al final de su vida. Una última parada antes de la muerte. Irrumpe por tanto la grandiosidad del paisaje como elemento constructor de un sentimiento de libertad, de fuga. Los bellísimos fiordos noruegos sirven de marco para que Héléne atraviese los espectros de un pedregoso camino que va, desde la oscuridad de un Burdeos nocturno, habitado por callejones y espacios cerrados, sin apenas luz, claustrofóbico y que ahoga toda posible escapada, a la cegadora luminosidad de un paisaje sobrecogedor. Atef describe ladina ese recorrido, figurativa y narrativamente, al tiempo que pone en imágenes la autonomía de una persona terminal. Es justamente esa dimensión flotante, de absoluta melancolía, la germinación de un universo azul en conexión con la tristeza de Hélène. Una pena tratada por medio de las pulsiones del mar, del cielo, o la naturaleza, como los instrumentos de una gran orquesta sinfónica. Más que nunca prolonga toda una serie de moléculas que forman un hilo entrecortado, frágil y roto, que perfora quizás un último suspiro. La luz, también molesta e incesante de los fiordos contrasta con la negrura del estado físico de Hélène.

A pesar de que la directora esquive con habilidad las teclas más melodramáticas no debemos obviar que nos hallamos ante un tipo de película de estructura lastimosa, y fatalista, cuya dramaturgia reside en los miedos relativos a la muerte. Paradójico además que suponga la última interpretación del actor Gaspard Ulliel, recientemente fallecido en un accidente de esquí, otorgándole si cabe mayor dramatismo al filme. Difícil no contemplar dolor en Más que nunca detectando escenas de intensificados efectos fantasmagóricos, sobrenaturales, de arraigo crepuscular más allá de la propia película. Incluso ideas establecidas en el mismo relato como esas ventanas del ordenador abiertas a un mundo exterior que llevan a Helene a tomar contacto con Mister Bent (Bjorn Floberg), el bloguero que vive en Noruega y atraviesa una etapa parecida a la de ella. Entre líneas cursan una materia misteriosa e imperceptible de viaje espiritual que no necesita carreteras o vehículos para alcanzarse.

La realizadora de 3 días en Quiberón (2018), explora las distintas vetas del cine centroeuropeo articulado bajo los pretextos de una educación y unas raíces que tienden puentes con el universo de cineastas de la talla de Wim Wenders o Krzysztof Kieslowski. La fascinación por el paisaje, y la mirada atenta a los conflictos existenciales, guardan paralelismos con la trilogía tricolor del director polaco, o con algunas de las primeras películas de Wenders. Atif confina a sus mujeres en océanos tormentosos que explican sus ausencias. Aproximaciones que, en este caso, Hélène asimila indirectamente como parte de un impulso contradictorio entre el hogar o el amor de los suyos, o el exilio autoimpuesto. En sus elipsis logran subrayarse conceptos bien teledirigidos si nos atenemos a su mapa humano y a una geografía de ventanas al exterior. No pasemos por alto la teoría de la incomunicación con metáforas de un aislamiento paulatino y forzoso y esa red Wi-Fi que solo se halla en un punto remoto y perdido de las montañas. La protagonista debe ocluirse ante un apagón personal difícil de eludir. En la ciudad, se tiene que esmerar por ser vista con normalidad, asfixiada por los demás, incapaces de relacionarse con su problema. Al fin y al cabo, como dice Bent en un momento de la película: los vivos no pueden entender a los moribundos. Esos dos lenguajes, transitan espacios comunes pero equidistantes, por mucho que el amor de su vida, en este caso Matthieu, desee que ella se agarre a un mínimo atisbo de esperanza. Lo más interesante de Más que nunca es configurar una memoria personal alrededor del concepto mismo de la muerte, evocando diseños o figuras de una melancolía subjetiva, secreta, convergente con la literatura inmortal del mismísimo James Joyce.

En este sentido, es tentador visionar el filme atendiendo al muestrario de ruinas y de cuerpos abandonados. La debilidad de Hélène lo hace todo quebradizo o roto, un cuerpo agotado permeable a la naturaleza. La belleza del lugar o la luz rompen igualmente esa armonía porque su estado es finito, consumiéndose en un entorno de energía y supervivencia. Una vez reconocemos su muerte, cercana y real, la cámara impide filmar marcos mortecinos, espacios lúgubres, oscuridad, o tinieblas, mucho más agudo o penetrante apreciar la agonía desde focos de esplendor natural que nos invada y asombre acotando efectismos lacrimógenos. Excelente dirección de fotografía de Yves Cape, habitual colaborador de Michel Franco, y con una filmografía realmente sorprendente que lo empareja con Leos Carax, Claire Denis, Bruno Dumont, Cedric Khan, o Bertrand Bonello, entre muchos otros. Mención especial a la delicada y siempre rotunda presencia de Vicky Krieps, aplicando gestos, o rasgos más allá de las típicas torsiones teatrales de lo que supone interpretar a una enferma terminal. Es merito sin duda de Atef no atosigar, o prefijar su cámara, alejándonos un poco de ella para tomar perspectiva. Nos guía hacia una muerte latente, tranquila, desarmada por un hálito de seguridad y confianza. Por supuesto acaba donde empieza, en el rostro de Krieps, pero esta vez la ficción elige un plano de soslayo, humilde, sin taponar el encuadre, dejando respirar relajadamente a la protagonista, en vez de recaer en los habituales primeros planos a cámara, interpelando al espectador, sumido gracias al dispositivo, en una eficaz y sensible despedida.





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