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Ibérico 2023 (II)

|| Festivales
Ibérico 2023
Segunda sesión
Segunda crónica crónica del Festival Ibérico de Cinema de Badajoz - 29ª edición


David Tejero Nogales
Badajoz |

En mi infancia no existían los programas dobles. Tampoco recuerdo en Badajoz cines en sesión continua, aunque todavía quedaban algunos teatros de Madrid o Barcelona que seguían teniéndola. Entonces apenas se viajaba así que lo sé por los recortes de periódicos ABC donde siempre iba a la parte de la cartelera y me pasaba toda la tarde mirando la programación de los cines de Madrid. Lo que sí había, y sigue habiendo, son los trailers de películas. Me encantaban los avances. Antiguamente, dos o tres antes de cada estreno. Eran elegidos siempre por el operador de cabina según la cercanía del estreno o de la calificación por edades de la película. No era tan raro encontrarse a veces con un tráiler de terror, con sangre y violencia, antes de una película para toda la familia. Luego los trailers venían pegados a la copia de la película. Lo hacían las mismas distribuidoras para destacar sus próximos estrenos. Eso era un problema, porque cuando yo era niño había dos empresas de exhibición distintas, y había que andarse con ojo para no hacerle publicidad a una película que le tocase estrenar a la competencia. Todo estaba en manos del operador. El capitán mantenía el control férreo de su buque. Subía los pesados rollos de celuloide, hasta 9 o 10 latas, en sacas de tela roídas. Estaban fuertes como Hércules, porque las cabinas de proyección estaban siempre en lo más alto. Cientos de escaleras sin ascensor. Creo que a lo largo de mi vida habré conocido una veintena o más de proyeccionistas. Muchos antes de serlo yo, y algunos, menos, después del ocaso del 35 milímetros. Los había más finos y más toscos. Unos salían y entraban constantemente, entre pase y pase, de la cabina, otros vivían allí durante la mayor parte de la jornada. Ningún operador era especialmente cinéfilo, pero todos, absolutamente todos, amaban su oficio y amaban el cine. Mi tío, por ejemplo, o compañeros más mayores eran casi analfabetos, sin embargo mostraban una destreza nigromante y se conocían todos los trucos de la profesión. Mi padre, más cultivado, siempre tuvo mayor sensibilidad para ver el cine. Algunos aprendían por obligación puesto que se necesitaba mano de obra para dar descanso a los veteranos. Otros eran alumnos aventajados. Paco es quizás el mejor proyeccionista de toda esa camada surgida de los cines. Él mismo lo decía: tocar, sentir el contacto directo con la cinta de celuloide te transporta a una dimensión desconocida. Para él y para muchos poner películas es una droga que no puedes quitarte de la cabeza.

El documental El último verano (Leire Apellaniz, 2016) muestra la vida de un pequeño empresario de cine que lleva décadas organizando proyecciones veraniegas al aire libre. La directora ofrece un testimonio conmovedor sobre una forma de proyectar y exhibir cine que pronto será cosa de los libros. La llegada del digital entierra a todos estos empresarios que no pueden hacer frente a los enormes costes de traslación de un sistema a otro. El documental marca el fin de una era y el inicio de una nueva, no diríamos que peor, pero sin duda muy diferente. En mi primera crónica del festival hablaba de esos rostros atónitos de gentes mirando el cine por primera vez. Tendríamos que aspirar eternamente a eso. A la imagen del asombro. Apellaniz, en un momento de su película, filma las expresiones de los niños y gentes del pueblo ensimismados con el cine. Sentados con sus bocatas y golosinas. Proyectores ambulantes que usaban cualquier superficie como pantalla para desplegar la magia de su artefacto (por ejemplo la pared del bar de la plaza). El cine no es solo contar historias, es mirarlas, oírlas, pasarlas a diferentes velocidades. Cuando niño pensaba que nada podía ser mejor que un cine.

Casualidades o no, de este que suscribe, la misma cineasta que nos contó la historia de ese empresario de cines de El último verano, nos trae en esta segunda sesión del certamen oficial el cortometraje La Concha (Leire Apellaniz, 2022). En este caso la directora se sirve del escenario de la playa de La Concha de San Sebastián para entablar diálogos interesantes, conjugando el lenguaje y jugando con la polisemia de su propio título. El humor mantiene a raya el pulso, pero en el fondo subyacen temas candentes que tienen que ver con las preocupaciones de una generación. En El último verano Apellaniz lo articulaba todo en derredor de un último vals, o canto del cisne, una especie de canción final o de otoño crepuscular. Aquí en La Concha no pierde de vista esa misma intención rodando con tacto cada textura del paisaje. Eli (Rocio León) pasa la tarde en la playa con su hija y sus amigos. Los sonidos del mar se integran en espacios abiertos y la sensación continua de estar terminando el verano se aprecia en los cielos nublados, síntoma evidente de un cambio de ciclo. La historia se mueve entre estaciones. Prestemos atención a la bonita escena de Eli en el agua con planos submarinos que producen una potente inmersión en el corazón y emociones de la protagonista, o el uso del color en los objetos, paraguas, ropas, zapatillas, etc. Un buen trabajo que de colofón le guiña un ojo, o los dos, a la mítica escena de El último tango en París, cambiando la mantequilla por el yogur y sin necesidad de tener a ningún Marlon Brando cerca.

La Concha
Leire Apellaniz
Si hablamos de guiños, quizás Night Show (Cristina Mediero, 2023), se quede corta. Mas bien reparte codazos, o mejor dicho, patadas directas al estómago del show business. Una famosa actriz del cine comercial acude a un programa de entrevistas y variedades a presentar su última película. Un comienzo fulgurante, con montaje espídico y acelerado, que nos sitúa en la imaginaria película de acción de la protagonista, da paso a un moderno plató de televisión. Podríamos cuestionarle a Mediero su falta de sutileza, enseguida nos salta a la mente un programa muy famoso de nuestro país, sin embargo nunca podremos acusarla de no ser valiente. Night Show acierta de pleno en la diana. Construye un trampantojo para levantar un claro, conciso alegato en contra de los abusos machistas en los medios de comunicación y esferas de poder mediático. Las sombras del horrible legado de Harvey Weinstein también son alargadas y el plano final, mirando directamente a cámara, nos da la idea de cómo toda imagen ostenta un poder aborigen, muy guerrero, de impacto hiriente y certero.

Sushi (Iván Morales, 2023) nos lleva de la mano por lugares ocultos de la noche barcelonesa. Las luces de neón de un pequeño bar nos señalan invitándonos a entrar con una misteriosa flecha en su puerta; parece puesto ahí, encallado en el tiempo y en el espacio, solo para que esas dos personas afronten sus miedos y asuman sus responsabilidades. El bar se erige tanto de cápsula del tiempo como de confesionario. Una vez dentro, Betu (Álex Monner) y Jaume (Xavi Sáez) tendrán unas horas para aprender el significado de la paternidad. Morales filma la fugaz relación de los dos igual que una canción. Empieza con notas bajas sumiéndose lentamente en una explosión final. La letra toca temas agudos y punzantes que van desde el maltrato, el abandono o hasta la negación. Hay un plano bellísimo, de una simetría exacta, en el que ambos permanecen sentados en la sala de karaoke. La distancia, enorme, entre ellos se intuye gracias a los cambios de luz e iluminación. Esa misma composición de plano la vemos en la última escena: Un plano idéntico en donde Betu y su pareja también guardan distancias, a pesar de compartir mismo plano, por medio de la separación de una mesa. Morales hila fino armado de un lenguaje a escuadra y cartabón, consiguiendo hacer ver en Sushi algo más que un drama generacional.

Sushi
Iván Morales
Los cortometrajes Millor la Llengua (Mar Pawlowsky, 2022) y Garrano (David Doutel, Vasco Sá, 2022) elevan sus dispositivos para indagar en los márgenes de la adolescencia. La primera es un viaje iniciático de dos preadolescentes que acaban de conocerse por medio de internet. Los dos buscan explorar su sexualidad pero principalmente buscan encontrarse con ellos mismos. Atención a las miradas, filmadas con dulce transparencia, y a a la espontaneidad de sus dos jóvenes protagonistas (Laia Artigas y Jaume Solá). Abandonamos la caricia de la niñez y nos adentramos en otra fase plagada de dudas y de preguntas. Pawlowsky rueda con ternura el complicado trasvase de una etapa a otra. El medio en el que se mueven los protagonistas resulta certero e importante. Darán largos paseos solos por el campo sin que veamos cerca el rastro de ningún adulto. Se hallan aislados de todo lo demás, señalando de esa forma la importancia de la naturaleza como metáfora de libertad y desahogo.

Garrano supone un ejercicio admirable de creatividad. Es una película de animación de estética experimental realmente virtuosa. Los creadores utilizan diversas técnicas, como pintura sobre vidrio o animación 2D, y consiguen un acabado y diseño alucinógenos. Asombra la fuerza de sus imágenes con trazos dinámicos y una línea clara expresiva de ligero toque oriental. Por si fuera poco, Garrano contiene una suerte de matrioska narrativa al plantear muchas historias y abrir diversas vías temáticas en apenas unos minutos. Doutel y Vasco Sá informan de temas capitales que van desde el maltrato animal e infantil, al cambio climático, o desastres naturales, o incluso la pobreza. Me fascina ese aire de relato prehistórico entablando por medio del fuego el ardor de una llama eterna que atraviesa la historia. Cuenta con un plano bellísimo, que recuerda mucho a otro similar de la excelente War Horse (Steven Spielberg), en donde descubrimos cosas a través del lloroso reflejo en el ojo del caballo. Estamos sin duda ante un filme sobresaliente, inundado de recovecos y secretos por descubrir. Una historia arriesgada que ha cautivado a su paso por Annecy o Animafest Zagreb, dos de los más prestigiosos festivales de animación del mundo, y que deja, con el paso de los días, una huella profunda e insondable.

Para acabar, algunas notas sobre Solo hay una (Mik J. López, 2022), mezcla de terror y drama con evidentes correspondencias al cine clásico de zombis, el cine de supervivientes, y sobre todo, a productos surgidos recientemente como la serie The Last of Us, basado en el popular videojuego, o las tendencias de un horror con maternidad al fondo que van desde los éxitos de El orfanato, Mamá, etc. a otras como Maggie, o las dos versiones de Buenas noches, mamá. Macarena Gómez pasa por erigirse dueña del horror moderno al manejarse como pocas en el género. Lo malo es que Solo hay una transita ciertos lugares comunes y no evita doblegar esa sensación, ineludible, de dèjá vu, de relatos gemelos con vasos comunicantes. Pero aún en esas la película atesora momentos de cierto peso (la pulsión de la carne que lo empareja con las pretensiones y antojos del mejor Cronenberg), y una excelente banda sonora original de Txema Cabria, que guarda un aire a las partituras más líricas de Fernando Velázquez y que el director deja respirar con total soltura en sus largos créditos finales.


Millor la Llengua
Mar Pawlowsky



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