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Crítica | Brujería

|| Críticas | Karlovy Vary Film Festival 2023 | ★★★★☆ |
Brujería
Christopher Murray
Monstruos liminares


Aarón Rodríguez Serrano
Karlovy Vary (República Checa) |

ficha técnica:
Chile, México, Alemania. Título original: Brujería. Director: Christopher Murray. Guion: Christopher Murray y Pablo Paredes. Intérpretes: Valentina Véliz Caileo, Daniel Antivilo, Sebastian Hülk, Daniel Muñoz, Neddiel Muñoz Millalonco. Música: Leonardo Heiblum. Dirección de foto: María Secco. Montaje: Paloma Gómez. Diseño de Producción: Bernardita Baeza. Chile. Color. Duración: 100 minutos.

Siempre he sentido cierto respeto por las películas rodadas con voluntad liminar: películas/frontera, películas/borde, películas que seccionan dos territorios opuestos o se inventan una manera de hacer pliegues en nuestra concepción del mundo. Brujería, por ejemplo, es una obra que se señala a sí misma desde un doblez que emerge prácticamente alrededor de su cita inicial: la isla de Chiloé es a la vez comienzo y final del mundo, es un dintel entre las creencias de los colonizadores y la existencia de criaturas monstruosas, es un espacio extrañamente ético, sagrado, agresivo, bellísimo, violento. La Chiloé inventada por Christopher Murray es un espacio exuberante, enigmático; un mundo de tonos apagados, lluvia, tierra y fuego por el que repta una cámara inteligentísima que siempre sabe cómo manejar el fuera de campo y dónde seccionar la visibilidad del encuadre. La película es temáticamente liminar —habla, después de todo, del desencaje, la opresión y la violencia que estalla entre diferentes modos de vida— pero también por momentos parece preguntarse por ciertas posibilidades formales de cierto riesgo: una morosidad en la disposición de los acontecimientos, una ordenación de los planos en torno a lo que ocurre en fuera de campo, una dirección de arte escueta pero muy bien trazada, una fotografía húmeda y apagada, acuosa, de verdes musgosos, azules apagados y dominantes del gris.

Como casi todas las buenas películas de terror, Brujería hace de la espera el centro mismo de su funcionamiento narrativo. Seccionada en un puñado de segmentos principales, focaliza casi toda la película en torno a la mirada de Rosa (Valentina Véliz Caileo), una niña cristiana que asiste en los primeros minutos de metraje al brutal asesinato de su padre a manos de uno de los caciques alemanes del pueblo. La decisión de guion es definitoria y marcará toda la película desde la lógica liminar que mencionábamos antes: una creencia heredada colonialmente (el cristianismo del Viejo Mundo) frente a un mundo de tradiciones fantasmales, indescifrables, efectivas, horripilantes pero poderosas, que emergen de los ciudadanos más subalternos de Chiloé. Rosa no puede colocarse en ningún lado del tablero ideológico, pero está dominada por el cadáver de su padre, por la deuda simbólica que tiene que pagar, por la necesidad de hacerse con un rostro y un lenguaje. De un lado, una religión que apela supuestamente al perdón, la sumisión y la empatía universal. De otro, una misteriosa presencia que repta por las catacumbas, las cuevas, las cascadas y las orillas susurrando la posibilidad de una venganza, una reparación, una imposición del miedo frente a la injusticia. Rosa está aquí y allá, danzando entre parajes de un romanticismo desarmante y unos interiores sórdidos y llenos de amenazas. Rosa, pese a la supuesta reconstrucción histórica de la película, tiene mucho de los conflictos éticos a los que se asoma el espectador moderno, de sus dudas, de su necesidad de pertenecer a una comunidad que no se base únicamente en las líneas de explotación, pero al mismo tiempo, de la necesidad de cantar, de aprender, de mantener otra relación con la realidad y con la Historia.

En esa espera narrativa de la que hablaba antes es, por lo demás, donde se juega toda la película entera. No habrá grandes escenas de violencia explícita ni visiones terroríficas con un CGI de baratillo. Antes bien, la película confía inteligentemente en su fuerza visual concreta, en lo que es capaz de situar en el interior del plano y en cómo puede hacer de la duración su mayor aliado. Sin caer en manierismos exagerados, uno de los grandes logros como director de Christopher Murray es dotarle a cada plano de un tiempo extraordinariamente medido, especialmente allí donde la película se juega todo su funcionamiento: en el alucinado viaje de Rosa por la cueva, en el fragmento de la casa de Mateo (Daniel Antivilo), en el angustioso prólogo o en la escena casi final de su transformación. Murray está haciendo a la vez eso que ahora gusta en llamarse Elevated Horror y Folk Horror, pero al mismo tiempo está respetando también una serie de tradiciones chilenas que dan un sabor realmente meritorio tanto a la dirección de arte como al diseño sonoro general de la película. No tiene nada que envidiar a los trabajos de Robert Eggers —la comparación resulta un tanto pedestre pero parece inevitable—, pero cuenta a su favor con un cierto hálito hermético que le separa de las producciones yanquis de moda.




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