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Crítica | Cazafantasmas: Más allá

La nostalgia hecha ectoplasma

Crítica ★★☆☆☆ de «Cazafantasmas: Más allá», de Jason Reitman.

Estados Unidos, 2021. Título original: «Ghostbusters: Afterlife». Dirección: Jason Reitman. Guion: Jason Reitman, Gil Kenan (Personaje: Dan Aykroyd, Harold Ramis). Productores: Ivan Reitman, Eric Reich. Productoras: The Montecito Picture Company, Columbia Pictures, Ghostcorps, Bron Studios, Sony Pictures Entertainment (SPE). Distribuidora: Sony Pictures Entertainment (SPE). Fotografía: Eric Steelberg. Música: Rob Simonsen. Montaje: Dana E. Glauberman, Nathan Orloff. Reparto: Carrie Coon, Mckenna Grace, Finn Wolfhard, Paul Rudd, Logan Kim, Celeste O´Connor, Bob Gunton, J.K. Simmons, Dan Aykroyd, Bill Murray, Annie Potts, Ernie Hudson, Sigourney Weaver. Duración: 124 minutos.

Hay una prueba que a todas las películas les toca superar para conocer cuál es el verdadero alcance de sus logros, y no es otra que la del tiempo. Con Los cazafantasmas (Ivan Reitman, 1984) el tiempo ha sido, no solo clemente, sino que ha evidenciado que lo suyo se trató de algo más que un éxito de temporada. Con 292 millones de dólares recaudados en todo el mundo –solo fue superada en taquilla su año por Eddie Murphy y su Superdetective en Hollywood–, la historia de aquellos estrafalarios parapsicólogos que abrían una empresa dedicada a limpiar Nueva York de presencias fantasmales se convirtió en todo un fenómeno sociológico, gracias a su perfecta combinación de terror y humor, cortesía de un guion escrito a seis manos por tres de los cómicos protagonistas de la cinta: Dan Aykroyd, Rick Moranis y Harold Ramis. La emblemática música de Elmer Bernstein –y la pegadiza canción de Ray Parker Jr.–, sus muy eficaces efectos especiales, capaces de “dar vida” a criaturas como aquel gigantesco Marshmallow Man y Slimer y sus mocos verdes, detalles de guion tan ocurrentes como que el vehículo de los protagonistas sea un coche fúnebre tuneado para la ocasión y, sobre todo, unos actores perfectos en sus roles, desde ese brillante Bill Murray como el irónico Peter Venkman a una encantadora Sigourney Weaver dando vida a Dana, su interés amoroso y víctima de los espectros, pasando por un Rick Moranis robaescenas como el vecino contable y algo friki de Dana, fueron los ingredientes de una receta triunfal que tendría su inevitable continuación en Cazafantasmas 2 (Ivan Reitman, 1989). En aquella ocasión, el impacto fue considerablemente menor, ya que el factor sorpresa había desaparecido y el guion tampoco repitió la frescura del de la primera parte. Aun así, los años la han colocado como una secuela simpática, que podía presumir de un villano tan logrado como Vigo el Carpatiano y de algún gag visual brillante, como el de ese Titanic fantasmal llegando a puerto siete décadas después de su hundimiento. El carácter errático de esta continuación no hace sino engrandecer la leyenda de la cinta inaugural, nominada a los Globos de Oro a mejor película y actor de comedia (Murray) y considerada ya un clásico del cine de entretenimiento, marcando a aquella generación que creció en los añorados 80.

En las últimas décadas, los cazafantasmas han seguido generando beneficios, ya sea a costa de las ventas de su merchandising basado en la película, cómics o series animadas que también alcanzarían cierta popularidad. En 2016, los artífices de la divertidísima La boda de mi mejor amiga (2011), el realizador Paul Feig y las cómicas Kristen Wiig y Melissa McCarthy, acometieron una versión femenina de la historia, que llegó a los cines con el poco original título de Cazafantasmas. Los más puristas y fanáticos de las películas originales atacaron sin piedad a un proyecto salpicado de ese humor típico del Saturday Night Live –Kate McKinnon, Leslie Jones y un desatado Chris Hemsworth arrancaron más de una risa–, a pesar de que buena parte del elenco original realizara pequeños cameos interpretando, eso sí, personajes diferentes a los que desempeñaran antaño, y no se escatimara en divertidos guiños monstruosos a las primeras películas y en unos efectos especiales muy notables, que dejaban ver cada dólar de los 144 millones invertidos. Tras aquel relativo fracaso (228 millones de recaudación tal vez no fuesen rentables, pero tampoco el desastre esperado tras tan malas críticas) parecía que la franquicia estaba definitivamente muerta, pero ha llegado Jason Reitman con la intención de insuflar nueva vida a la misma. El hijo de Ivan Reitman, director de las dos primeras entregas, ya se ha labrado una trayectoria ciertamente interesante en Hollywood, con obras como Juno (2007) o Up in the Air (2009), muy presentes en temporadas de premios, y ahora se dispone a devolver la “dignidad perdida” a unos personajes que muchos añoran, sirviendo, de paso, de sentido homenaje a uno de los precursores de la leyenda, Harold Ramis, quien encarnara al introvertido cerebrito Egon Spengler, fallecido en 2014. Cazafantasmas: Más allá llega con la doble intención de complacer a los fans, a golpe de nostalgia pura y dura, y, a la vez, aun siendo secuela directa de Cazafantasmas 2, funcionar como posible reinicio, atrapando a nuevas generaciones que, tal vez, no estuvieran demasiado familiarizados con los títulos clásicos. El gancho, para esto último estaría en el protagonismo de Finn Wolfhard, una de las estrellas juveniles de la popular serie Stranger Things, también visto en el díptico de Andy Muschietti sobre It, algo que le otorga comprobada experiencia en moverse en aventuras de tintes ochenteros. ¿Ha conseguido Reitman su objetivo? Más bien, se ha quedado en una prudente tierra de nadie. No se puede decir que su película sea mala, en absoluto. La realización, la puesta en escena, la fotografía de Eric Steelberg, estos apartados técnicos hacen gala de un mayor cuidado que en las obras de Reitman padre.

Hay que reconocer que la historia parte de un concepto adecuado, mostrando un prólogo bastante terrorífico –aunque sin nada de la genialidad de aquellos fenómenos paranormales en la biblioteca que abrían el primer filme– que muestra el destino de un Egon que había pasado sus últimos años en una destartalada casa, en la perdida ciudad de Summerville. A continuación, el protagonismo pasaría a su hija, una inmadura madre –en la tradición de la Mavis Gary de Young Adult (2011), algo que casa muy bien con el universo Reitman– interpretada por la estupenda Carrie Coon, y sus dos hijos, Trevor, un adolescente con las hormonas revolucionadas (Finn Wolfhard), y la inteligente Phoebe (Mckenna Grace, fantástica, el mejor acierto de casting), versión femenina e infantil de su abuelo, con quien comparte una incomprendida pasión por la ciencia. Ellos heredan la casa de Egon y allí se toparán con un nuevo regreso de tenebrosas fuerzas fantasmales que amenazan con provocar un apocalipsis. La película carece casi por completo del tono gamberro y desprejuiciado de sus modelos originales, revelándose como una experiencia considerablemente más seria e incluso intimista. A la acción le cuesta arrancar, ya que su director se preocupa de presentar a su nueva fauna de personajes, con sus rarezas y especiales circunstancias, así como los ambientes en los que les tocará desenvolverse, esa nueva ciudad en la que empiezan como inadaptados y terminan encontrando sus correspondientes intereses amorosos (Paul Rudd en modo profesor cañón y Celeste O´Connor como la chica por la que suspira Trevor) y alguna amistad incondicional (Logan Kim, como Podcast, es toda una sensación, recuperando la tradición carismática de infantes de los 80 como Corey Feldman o Ke Huy Quan). En esta primera mitad de función, el humor está presente, pero está muy lejos de la ironía y la facilidad para entregar fabulosos gags visuales de Los cazafantasmas, resultando una comedia bastante sosa, lastrada por una extraña ambición de sus guionistas, el propio Reitman y Gil Kenan –director con experiencia en el género, con obras como la animada Monster House (2006) o el descafeinado remake Poltergeist (2015)–, de dotar de profundidad dramática a un material que nunca lo ha pedido. Si omitiéramos las comparaciones con las dos primeras películas, Cazafantasmas: Más allá podría ser considerada una buena fantasía familiar, más en la línea de Stranger Things o Super 8 (J.J. Abrams, 2011) que en sus antecesoras.

Ghostbusters: Afterlife, Jason Reitman.
Nostalgia hueca.

«El oficio, la sana diversión y el sentido de la maravilla de las dos primeras entregas de Ivan Reitman han dado paso aquí a un artefacto más cerebral, camuflado de sincera carta de amor a los fans, milimétricamente elaborado por sus productores para ganar dinero a costa del cariño que estos profesan a Murray, Aykroyd y compañía, incluida una escena post créditos rescatable o el temazo de Ray Parker Jr. sonando de nuevo, algo que siempre genera cierta electricidad en el público que ama la saga».


Simplemente, no es Los cazafantasmas, aunque trate de parecérsele. Y no es porque Reitman escatime a la hora de desempolvar toda su artillería nostálgica para llenar, sobre todo, su segunda mitad, de referencias y guiños a los clásicos. Es verdad que tener de nuevo a Bill Murray, Dan Aykroyd y Ernie Hudson (además de un par de celebrados cameos más) de vuelta a sus personajes originales, enfundados en sus uniformes de cazafantasmas y armados con sus imposibles artilugios, parecería suficiente para ganarse el corazoncito de quienes salieron horrorizados del visionado de la versión de Paul Feig, pero sus intervenciones en la película terminan provocando unos sentimientos tan agridulces como los que pudo causar el regreso de Karen Allen como Marion en la fallida Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Steven Spielberg, 2008). Una presencia, puramente testimonial, que parece fríamente orquestada para confluir en una escena diseñada para provocar alguna lagrimita, como buena exaltación del desaparecido personaje de Egon que el conjunto es. Por lo que respecta a la trama fantástica, y a diferencia de la bien trabajada construcción de personajes, esta adolece de una absoluta falta de imaginación, limitándose a repetir los esquemas y los villanos del filme inaugural, así como su clímax final. Una vez más, el dios de la destrucción Gozel el Gozeriano busca a sus particulares Guardiana de la puerta y Maestro de las llaves para cumplir sus maléficos planes, y, de nuevo, hay apariciones de un Slimer tan avejentado como los cazafantasmas pioneros y de numerosas réplicas en miniatura de Marshmallow Man, que actúan con las mismas ansias saboteadoras de los célebres Gremlins (Joe Dante, 1984). Estas secuencias monstruosas son, de lejos, lo más divertido de una secuela bastante desangelada y falta de verdadera magia. El oficio, la sana diversión y el sentido de la maravilla de las dos primeras entregas de Ivan Reitman han dado paso aquí a un artefacto más cerebral, camuflado de sincera carta de amor a los fans, milimétricamente elaborado por sus productores para ganar dinero a costa del cariño que estos profesan a Murray, Aykroyd y compañía, incluida una escena post créditos rescatable o el temazo de Ray Parker Jr. sonando de nuevo, algo que siempre genera cierta electricidad en el público que ama la saga. De hecho, tal vez porque Reitman sea un cineasta que se mueva con más comodidad en historias pequeñas que en blockbusters de 75 millones de dólares de presupuesto, la cinta de 2016 podría reivindicarse, con sus innegables desaciertos, como un intento considerablemente más disfrutable que esta secuela sin ingenio alguno. No obstante, se puede disfrutar como efímero pasatiempo de sobremesa, aunque es muy probable que el paso del tiempo sea más duro con ella que con Los cazafantasmas, dado lo poco digno de perdurar en la memoria que atesora en su interior.


José Martín León |
© Revista EAM / Madrid




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