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Hambre viajera

Protesto. No era una Cena. Ni siquiera podía ser calificada de modesto lonchecito o frugal refrigerio. Me habían estofado, digo, estafado vilmente, y, para colmo de males, estaba bien frito pescadito. Y es que no existía manera de mejorar ese guisado, perdón, de solucionar el tremendo desaguisado, que tuvo su origen en mi pretenciosa intención de querer matar dos pájaros de un solo tiro.

Sí, pues, era mi culpa por no preguntar nada y creer ciega e ingenuamente en ese cartelito en el que se leía cena a bordo y servicio directo. Esos eran los dos pájaros que quería matar de un solo tiro, para tranquilidad de mis amigos observadores de aves quienes, probablemente, ya estaban desenfundando sus plumas virtuales para aderezar esta entrada con una retahíla de comentarios harto picantes.

Por eso aclaro el punto y agrego por si las moscas –con la venia de los entomólogos- que aquí no se describirá ningún “pajaricidio”.  Solo se recordará la desventuras de un viajero con más filo que una navaja Suiza y las angustias de un joven periodista al borde del despido -o acaso ya expectorado de la redacción- por no avisar que alargaría su travesía.
        
Esta situación desesperada le revelaría que el apuro, el Hambre y la estrechez económica jamás son buenas consejeras. De esos son testigos el viajero y el periodista o, mejor dicho, el autor de estas palabras que se pegó uno de los mayores fiascos de su vida, cuando recibió aquella cena que jamás sería una cena, por más que la anunciaran con letras grandes, tan grandes que resultaban apetitosas.

Al menos para mí, al menos en aquella tarde de hace más de una década, en la que me aventuré en aquel bus que prometía comida y prontitud. Sí, sus motores ya estaban encendidos. Saldría rápido y en un par de horas mi estómago sería recompensado por la larga espera. Todo por el mismo precio. Baratito nomás. Qué más podía pedir. Estaba salvado y, gracias a mi genial decisión, me daría el lujo de conservar las Diez Luquitas del respeto.

Bueno, eso es lo que pensé al comprar mi boleto en el Terminal Terrestre de Arequipa, al que llegué abatido y con un apetito voraz –es pertinente señalar que no había desayunado ni almorzado- desde las alturas de Caylloma. En Ese Momento de tensión y debilitamiento, me debatía entre atacar cuchillo en mano algún buen potaje o subirme a las corridas al primer bus que saliera hacia Lima.

Fue entonces que leí aquel cartel que no era un cartel sino un milagro. En aquellos tiempos no existían demasiados servicios directos y menos alimentación a bordo. Es más, hasta ese momento nunca había comido en un vehículo en movimiento, desconociendo que dicha actividad requiere de ciertas habilidades relacionadas con las artes circenses.

Y es que se debe actuar como malabarista en las curvas cerradas y en las paradas intempestivas, para evitar una desgracia que podría indisponernos seria y severamente con el pasajero vecino. Pero Eso lo aprendería después, no en el trayecto que estaba a punto de emprender con una sonrisa de satisfacción por mi sagacidad y por haberme librado de los restaurantes carreteros.

No es que sea un sibarita o una joyita para comer –recordando la frase de un comercial televisivo- pero la experiencia me ha enseñado que más allá de la buena sazón o de la salubridad, el criterio de selección de los choferes se sustenta en la abundancia, evidenciada clara y notoriamente en los platos con los que ellos son premiados por su fidelidad como clientes.

A ellos les importa muy poco si sus pasajeros tienen que andar como peregrinos para encontrar una mesa, hacer una cola digna del primer gobierno de García al momento de pedir su menú y, luego, llamar a los gritos o perseguir al mozo al mejor estilo de Reyna con Maradona, para que le lleven su plato de seco con frijoles.

Nada de eso pasaría gracias a mi brillante y certera decisión. Solo tenía que esperar, mantenerme tranquilo y no pensar en comida… fue imposible, me moría de hambre y mi mente -sin quererlo yo- imaginaba un lomito saltado, un arroz con pollo, un ají de gallina, un bistecito con sus papas fritas. Uhm, por qué no servían ya, ahora. Por qué la hacían tan larga.

Cuando ya estaba al borde del desmayo, detecté que el ayudante del conductor realizaba varios movimientos sospechosos y, a la vez, alentadores. Lo raro es que por ningún lado veía viandas, fuentes, platos ni tenedores. Tampoco percibía la tentadora fragancia de algún guiso. Traté de no preocuparme. Quizás estuviera constipado o existía un sistema que reducía los olores.

Qué ingenuo. Tremendamente ingenuo. De eso me daría cuenta después, al recibir la cena soñada. Casi me muero de la impresión. No me sirvieron papas, ni arroz, ni carne, ni pollo, ni pescado, tampoco vegetales o menestras. Lo único que hizo el ayudante fue entregarme un paquete de galletas de soda pequeñas y delgadas como hostias, y un vaso de gaseosa a medio llenar, para que el contenido no se rebalsara

Eso era todo. Eso Era nada. La galleta no le hizo ni cosquillas a mi hambre. Exigí repetición. Fue inútil. Luego, le pregunté a mi compañero de asiento si sabía a qué hora pasaban el plato de fondo. Me miró raro. Se asustó. Prefirió cambiar de lugar. No quería viajar con ese loco que hablaba de un cartel con la palabra cena, una cena que no había visto ni olido ni comido.

Mis reclamos fueron vamos por lo que decidí cambiar de estrategia. Ya no pedía un plato rebosante, me conformaba con que el ómnibus se detuviera en el peor restaurante de la carretera o en cualquier puesto o carretilla modesta, donde ofrecieran algo que se pudiera comer. Pero eso era imposible. Recordé que en el cartel también se leía: servicio directo. 

Tuve que resignarme. Esa larga noche la pasaría descubriendo pollerías y chifas en las ciudades y pueblos que bordean la Panamericana. Al llegar a Lima, lo único en lo que pensaba era en un buen desayuno. No recuerdo si ese pensamiento se concretó, como tampoco recuerdo el nombre de la empresa que me trajo desde Arequipa. 

De lo que si estoy seguro es que no me echaron de la redacción y que, desde entonces, cuando tengo hambre, mucha hambre antes de subirme a un ómnibus interprovincial, me doy un tiempo para entretener a mi estómago, aunque esto atente contra mis diez luquitas del respeto. 


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