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No soy su hermano, pero...

Las travesías están llenas de momentos y anécdotas que muchas veces no se cuentan o que el viajero prefiere atesorar exclusivamente en su memoria. Este texto tiene su origen en una de esas vivencias que, si bien jamás ocuparán una primera plano o se convertirán en virales, son importantes y hasta diría esenciales para los que recorremos los caminos.

Sé lo que está pensando. Sé por qué me mira con tanta curiosidad. Lo sé y por eso lo saludo, mientras él apoya sus costales de rafia en una pared que se proyecta hacia la esquina de una calle desolada.
Es temprano. El pueblo despierta con el paso de los burros que andan con sus porongos cargados de leche y el murmullo somnoliento de los recién llegados.
Él es uno de ellos. Lo delatan sus bultos y su cara de mala noche; pero, a diferencia de los demás, no ha venido con la familia para rezar, brindar y zapatear en la fiesta patronal que se avecina, que ya está cerca, que vuelve después de dos años de dolor, enfermedad y muerte.


Ellos lo harán, él no. Ni plegarias ni chinguiritos que embriagan hasta el frío ni peregrinajes festivos a la casa de los capitanes. Nada de eso. Su misión es otra: vender las prendas que están comprimidas en sus costales a los dispendiosos y achispados devotos de San Miguel Arcángel de Aquia (Bolognesi, Áncash).
Por eso está aquí, al frente de mi alojamiento, tomando posesión de la esquina que, con unos fierros y un toldo, convertirá en su tienda, pero eso será después. Ahora, solo me mira con curiosidad, la misma curiosidad que leería en sus ojos en las jornadas siguientes.


Todos los días nos vemos. Todos los días lo saludo. Él ya no está acomodando sus costales de rafia en una esquina. Su puesto es su bastión y su hogar temporal. Ahí se quedará hasta que se escuchen los últimos sones de las bandas, de las orquestas y de los conjuntos de caja y flauta que recorren las calles, rasgando con sus notas y armonías el manto de desconsuelo enhebrado por las fatalidades de la pandemia.
Escucho esas notas. Me atraen y me convocan hacia la plaza. Son mis últimas horas en Aquia y no quiero perderme a las pallas, al Rumiñahui y al mismísimo inca adorando a San Miguelito. Tampoco a los capitanes que, sombrero en mano, saludarán al patrón milagroso, mientras la Star Pomapata -o acaso la Internacional Santa Cecilia de Catac-, ejecuta el cumpleaños feliz.


No quiero perderme nada de eso; aunque no es lo único que no deseo perderme. Debo despedirme de él, el comerciante de los costales de rafia, el hombre de barba espesa y desordenada cabellera blanca, como la cada vez más escasa nieve del Quicash. Salgo de mi alojamiento. Ahora soy yo el que está cargado de bultos. Me acerco. ¿Cómo van las ventas?, ¿hasta cuándo se queda?, pregunto después del buenos días.
Más allá de las palabras y la conversación, sus ojos siguen llenos de curiosidad. Él quiere saber algo. Él quiere saber si soy hermano, si soy israelita al igual que él. Esa era su inquietud desde el principio. La detecté en su mirada desde aquella mañana de murmullos somnoliento.

Antes de irme disipo su duda. “No soy hermano, solo lo parezco. Varias veces se han confundido”, le confieso sin dejar de sonreír. “Es por mi barbita y mi pelo largo”. Él asiente. Me dice que no importa. Me dice que “nunca es tarde, hermano”. Me dice que “ya viene el juicio final y que debo estar preparado”.
Me despido. Él se queda en su puesto, esperando vender mucho, esperando vender tanto como para volver a Lima a engordar nuevamente sus costales, antes de dirigir sus pasos hacia otra fiesta patronal. Esa es su vida. Viajar y armar su tienda, trabajar y vender mientras los demás se reencuentran, se divierten, se aferran a sus raíces y a su fe.
Yo, por mi parte, me voy para la plaza a ver al inca, a las pallas y al Rumiñahui, a acompañar a la procesión del Santísimo, a visitar a San Miguelito en la iglesia colonial del siglo XVII, a despedirme de mis amigos aquinos, los nuevos, los de siempre. Aquellos que me reciben siempre con una sonrisa y recordando mis andanzas por su tierra que, de cierta manera es, también, mi tierra.

Así la siento. Así la vivo y la disfruto.





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