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Dichosos los pobres de espíritu


Mateo: 5, 1-12

En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles y les dijo:
“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Dichosos serán ustedes, cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”.

Reflexión

Pobreza– Bienaventuranzas

Padre Nicolás Schwizer

Instituto de los Padres de Schoenstatt

Las bienaventuranzas de Jesús, nos presentan el programa del Reino de Dios. Son como las condiciones para la entrada en ese Reino nuevo, que Cristo inaugura ya en la tierra. Sobre todo la primera, la de la pobreza, es muy decisiva para ser un cristiano auténtico. Por eso reflexionemos ahora sobre la actitud evangélica de la pobreza.

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.

No hay entrada para nosotros en el Reino de Dios, si no somos pobres de espíritu. Porque la pobreza es la primera condición para ser accesible, permeable a Dios. Ella es el punto de partida de la vida cristiana. Si no somos pobres espiritualmente, no estamos en la fe.

Sabemos que la pobreza de alma no es una cuestión del dinero, sino una cuestión del corazón. El hecho de que no se posea dinero, no es de por sí una virtud. No se puede poseer ni un centavo, pero tener la actitud del rico.

Se puede también – si bien raramente – poseer muchos bienes y tener la actitud del pobre.

La pobreza evangélica es una actitud espiritual, y todos somos invitados a ella – prescindiendo de nuestros bolsillos.

. ¿Cuál es, entonces, la actitud de pobreza espiritual?

El pobre esta dispuesto a dejarse poner en duda, dejarse cuestionar por Dios, siempre de nuevo. Él acepta dejarse arrojar de sus posiciones, de sus estructuras, de sus principios, de todo lo que le es propio. Felices los que están convencidos de que nadie es dueño de sí mismo y que Dios puede pedirlo todo.

Sólo el pobre sale de sí mismo, se pone en camino. Es el que no se resigna a estar tranquilo, el que acepta ser molestado por la palabra de Dios. Por eso, Abraham fue el primer pobre, el primer fiel a la voz de Dios, cuando Dios le dijo: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré”. (Gen 12,1)

Abraham escuchó la Palabra de Dios, creyó en ella, abandonó su país, el sitio cómodo donde vivía, dejó sus bienes, sus hábitos, su pasado, y se puso en camino. Y partió, “sin saber a dónde iba” (Hebr 11,8) – “señal infalible de que estaba en el buen camino”, como indica San Gregorio de Nicea, uno de los Padres de la Iglesia.

El pobre se da cuenta de que depende totalmente de Dios. Sólo aquel que conoce y reconoce su debilidad y pequeñez ante Dios, pone toda su confianza en Él, espera todo de Él, busca su protección poderosa. En esa actitud de pobreza espiritual se vacía de sí mismo. Y porque está abierto y disponible para Dios, hay lugar para la acción divina. Es lo que nos promete el profeta Sofonías en la primera lectura (Sofonías 2,3;3,12-13): “Yo dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, y ese resto de Israel pondrá su confianza en el nombre del Señor”.

Y cuando nos imaginamos que ya no tenemos necesidad de Dios, cuando estamos satisfechos de nosotros mismos, de nuestros conocimientos, de nuestras prácticas religiosas, de que no deseamos nada más, cuando no esperamos ya nada de Dios – entonces somos ricos. Creo que no hay pecado mayor que el de no esperar nada de Dios. Porque si no esperamos nada de Dios, es que ya no creemos en Él, es que ya no lo amamos.

El rico cree que puede prescindir de Dios. Pone toda su confianza en sus bienes. Corta todas sus relaciones con la Divina Providencia. Cree que sus riquezas le permiten dejar a Dios. Espera seguir adelante él solo, por sus propios medios, sin tener que recurrir a Dios.

El rico se aparta de Dios, pero se aparta también de los hermanos. Al contrario, el pobre es fraternal: se abre a los demás como se abre a Dios, comparte con ellos sus cosas. Él sabe bien que nuestros bienes son bienes de familia, el servicio de todos los miembros. El pobre no es una persona que no tiene nada, sino una que hace servir todo lo que tiene. Se da cuenta de que es mejor dar que recibir.

MT



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