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Escribir para sobrevivir: el poder de la mirada femenina sobre la literatura



Sylvia Plath tenía grandes planes para su vida. O al menos, los tuvo durante el suficiente tiempo como para convertir sus ambiciones — ser una reconocida poeta, una figura en el mundo literario estadounidense, una buena madre — en un impulso casi orgánico para enfrentarse al vacío existencial que le acosaba. La escritora sufría un grave caso depresivo, luchaba contra sus síntomas la mayor parte del tiempo, pero aun así, estaba convencida podría crear y sostener algo más elaborado que la sensación que su vida se debatía entre los momentos de luz y sombra. “Escribir es un buen camino para levantarme de la cama” escribió en 1962 en su diario personal. “Un buen motivo, quizás, para enfrentar el dolor del miedo. La piel escaldada por el insomnio, la mente arrasada por todos los pensamientos funestos. Escribir es un trayecto”.

Ese mismo año, escribió Lady Lazarus, uno de los poemas fundamentales para comprender la obra de la escritora y también, una de las obras más poderosas de la literatura contemporánea. “Solo tengo treinta años” comienza Plath “Y como el gato, tengo nueve veces para morir”. Por supuesto, además de un ingenioso, simbólico y poderoso juego de palabras, se trataba también de una admisión de responsabilidad. Una declaración confesional que Plath recreó a través de su poderísima voz poética, de la que ella misma dudaba.

Lady Lazarus, contaba en el subtexto, la historia de sus intentos de suicidio, de la infelicidad convertida en un trayecto demoledor hacia lugares de su mente que la poeta pocas veces exploraba. Después de todo, le obsesiona la muerte: la mención al Lázaro bíblico no es casual y tampoco, su necesidad de recrear las batallas en la oscuridad de la depresión, como una metáfora que abarcaba todo.

“¿Realmente quiero morir” escribió en su diario, en el año 1960. “¿Necesito morir?” la pregunta real era si quería vivir, si podía enfrentar las sombras, las grietas que le sacudían, la perenne sensación que el mundo estaba a punto de derrumbarse en una conflagración violenta y extraordinaria. Para Plath, morir “era un arte”. Pero vivir, era “un esfuerzo, que provoca tanto agobio que apenas me permite avanzar por entre libros, páginas y planes, para llegar al poema”.

Por supuesto, también era su víctima favorita. Plath sabía que su vocación poética tenía un ingrediente de agresiva codicia. Quería ser escuchada, comprendida, reconstruida a través del valor de sus poemas. Pero además, quería recorrer esa concepción sobre la literatura salvadora, de ida y vuelta, hasta demostrar su inutilidad. Después de todo, Plath escribía a toda hora, por todos los motivos, en todo momento “Siempre escribo, como un ejercicio de dolor, una búsqueda de algo más poderoso que la mera impresión de la tinta en el papel. Los poemas se crean en el delirio. Y el mío, es un recorrido entre los dos extremos que habitan en mi mente”.

En sus diarios, Plath era sincera, cruel, usaba la palabra como una violenta concepción del dolor abrupto, incompleto y desesperado de sobrevivir a sus momentos más bajos. La depresión era para ella una experiencia total. Lo había sido desde su adolescencia, en sus años universitarios, cuando floreció, dedicó buena parte de su esfuerzo a crear, cuando logró sus primeros triunfos y el espectro del trastorno la liberó a medias de su peso. Pero siempre estaba allí, al acecho: la posibilidad de la muerte. Una percepción dolorosa acerca de su fragilidad, de los momentos bajos en que soñaba con morir, como lo describía con frecuencia. Cuando en realidad creía que la muerte era una forma de cerrar y abrir puertas en su mente, que su talento dependía de esa lóbrega obsesión. “¿Morir no es una búsqueda persistente de algo más?” se preguntó de forma alegórica en una entrada de su diario el 22 de marzo de 1960. “Morir puede ser tantas cosas. Vivir es una sola”.

Plath era muy consciente que vivía al borde del abismo. Que luchaba, de una forma u otra, con un instinto bárbaro por encontrar una línea que le separara del abismo. ¿Cuál abismo? Ni ella misma lo sabía. Pensaba en sus “muertes diminutas” (todas las ocasiones en que había intentado hacerse daño), como líneas que marcaban un antes y un después. Una muerte por una resurrección. Un fracaso por un triunfo. Al final, la vida de Plath era un recorrido persistente por concepciones sobre el sufrimiento cada vez más depurada. “Me gusta sentir que honro esa oscuridad que me acecha” dijo en una ocasión. Y por supuesto, hubo quien le llamó manipuladora y de aprovechar esa percepción oscura sobre su muerte, como un anzuelo hacia su obra. “Puedo hacerlo, pude haberle hecho. Pero al final, lo cierto es que la muerte siente aletea muy cerca”.

Dioses y diosas en el silencio.

En diciembre de 1962 y a punto de leer Lady Lazarus en un programa radial de la BBC, se le preguntó quien era la mujer que describía en su poema. Quien era esa voz poderosísima que se alineaba, se sostenía y avanzaba como una ráfaga de oscuridad a través de lo que parecía ser el testimonio de una muerte cercana, penosa y de una belleza sombría. Plath no dudó en responder: “Es una mujer que tiene el gran y terrible don de renacer. El único problema es que ella tiene que morir primero. Ella es el fénix, el espíritu libertario, lo que quieras. Ella también es una mujer en busca de un lugar, que tiene que morir para encontrarlo” agregó Plath ante la sorpresa del locutor, los ayudantes de estudio e incluso, el público que le escuchaba: “Lady Lazarus es simplemente una mujer buena, sencilla y muy ingeniosa”.

Nadie supo qué responder. Plath sonrió y comenzó a leer. La voz bien templada, sin dobleces ni traspiés. También se veía muy hermosa ese día, algo de suma importancia para una mujer que se esforzaba por mostrarse como una obra de arte que esculpía con cuidado. Llevaba un traje gris, el cabello suelto, rubio y brillante, un maquillaje impecable, zapatos de tacón. La encarnación de la belleza norteamericana, del talento del país, la nueva generación de poetas y escritores, nacidos de la forja de años durísimos y de un período de ruptura que empujó a la percepción de la palabra del país a un nuevo nivel.

Plath parecía más lejos que nunca de la muerte, más alejada que antes o después, del fantasma de la depresión que la acosaba y que era un secreto a voces en el mundillo académico del país. Plath estaba sentada, con su poema más personal entre las manos y de pronto, decidió que quería expresar la idea más pura sobre su motivación como creadora. Lo que llevaba a encontrar una forma por completo nueva para narrar sus sucesivas muertes y resurrecciones. Con su aspecto radiante y un poema tétrico, Plath creó el primer capítulo de su largo, extraño y violento mito.

Lady Lazarus es un desafió a la muerte. O así lo expresó Plath, cuando semanas después, el poeta se convirtió en una especie de símbolo sobre su obra. Para la poeta, el hecho de escribir era un desafío directo a lo que llamaba “lo que ocurre detrás de la puerta”, un término genérico y en apariencia inofensivo, que en manos de la poeta era en realidad temible. Porque lo que ocurría detrás de la puerta, eran cientos de situaciones pequeñas que juntas, creaban algo más grande y elaborado. Situaciones como las mañanas en que apenas podía moverse de la cama, aplastada por una pesadumbre para la que no tenía palabras. O los días en que no podía comer, porque simplemente el dolor era enorme, insoportable, voraz.

“Dolor, dolor, dolor y dolor. Nunca se acaba. Aparece y desaparece, pero nunca se acaba”. La poeta escribió esa única línea el 23 de abril de 1960, pero después diría que era como una autobiografía, como si todos los momentos de su vida, se enlazaran en esa percepción del sufrimiento en un espiral interminable. Plath escribía sobre el dolor, lo llevaba a la categoría de arte. “Consumo mi propio veneno” escribió, cuando acabó de escribir The Bell Jar, su única novela completa, en 1963.

Escribir una novela fue todo un tránsito por el miedo para la poeta, que dudaba de su propio talento, batallaba como podía contra la concepción angustiosa de estar a punto de quedarse “sin las palabras correctas”. En una ocasión, confesó que sus pesadillas tenían una directa relación con un tipo de miedo enlazado con el silencio. “¿Imaginas no poder decir nada, ni construir nada, ni tampoco, mostrar qué ocurre en nuestro interior?” preguntó a su diario, ese único confidente en tiempos de puro terror y miedo. Ya por entonces, su matrimonio estaba roto, Ted Hughes no disimulaba sus infidelidades, la poeta apenas dormía y comía. La depresión regresó, esta vez en una ráfaga definitiva, tan potente que le arrancó toda necesidad de hacer algo más que tener miedo. “Como un refugio, temer lo peor”.

Escribía a toda hora, en medio de las exigencias de sus dos hijos pequeños, la angustia, el miedo, la necesidad desesperada de comprender qué ocurría, qué necesitaba, hacia dónde le conducía el mundo de sombras a su alrededor. “Escribir a menudo hace todo más claro, pero no precisamente mejor” dijo en uno de sus incontables apuntes para la novela. Se negaba a llorar, pero lloraba. Se negaba a decir nada que no fuera literario, pero en secreto, la furia y el miedo estallaban en trozos radiantes y retorcidos.

“La ira me corta la piel” garabateó en uno de sus cuadernos. Ese mismo día, 12 de noviembre de 1962, tomó la punta de un cuchillo y se produjo una herida ligera, dolorosa y larga en el antebrazo. “Que sangró mucho, pero desapareció pronto”. Como el miedo, los dolores, la violencia extraña del cuerpo contra el cuerpo. Plath estaba cansada, ofuscada, pero sobre todo, profundamente furiosa. Era una poeta con talento, reducida al papel de una esposa engañada, madre de dos, a la sombra de un marido indiferente. “Siento odio, siento amor, siento toda la necesidad del mundo”.

Esther Greenwood, la voz narradora de The Bell Jar fue quizás, la forma más elocuente que encontró Plath de contarse a sí misma. Lo hizo a ratos, en medio de tiempos confusos pero al final, el resultado fue poderoso. Esther era la formidable belleza de toda la tristeza, el horror, el miedo y la angustia, que sostenía un discurso interminable sobre la desesperanza. Plath confiaba que la novela le permitiera no sólo demostrar que podía escribir algo más que poesía, sino brindarle la oportunidad de enfrentarse a su poderoso alter ego poético, del que pocas veces podía escapar, el que llevaba a cuestas como un peso insoportable.

Lady Lazarus siempre estaba ahí, en cada poema, en las frases que narraban la vida y la muerte, las que describían a medias el miedo. De modo que Plath escogió a Esther para analizar esa otra parte suya. La que era más cercana a la mujer triste, a la que estaba tan agotada, la que necesitaba entender qué ocurría en su interior. Era una novela, pero también una confesión a medias. Plath ansiaba entender qué ocurría en su interior para crear “monstruos semejantes”.

The Bell Jar pasó por varias transformaciones antes de publicarse: tuvo algunos títulos alternativos — Diario Of a Suicide o The Girl in the Mirror — , críticas revisiones que trataron de eliminar “el elemento funesto de la muerte”, como dijo un editor, según los detallados diarios de Plath. “Quieren que Esther no diga, precisamente lo que debe decir”. Al final, la novela logró publicarse tal y como la escritora lo deseaba: una narración angustiosa, poética y delicada sobre una mujer que camina al borde del abismo.

Esther es una mujer que desea muchas cosas, que está en la búsqueda de la identidad, que trata de entender qué ocurre en su mente — está deprimida, como Plath — pero que en lugar de eso, miente. A sí misma, a quienes le rodean. No dice la verdad porque es “enorme en su dolor”, pero la transición entre el poder y la conexión en medio de las cosas que desea, es tan frágil, que termina por romperse muy pronto.

A diferencia de la poderosa y mítica Lady Lazarus, Esther está agotada, desea morir y vivir, pero no decide aun cómo, por qué y en especial, cuál de los dos extremos en medio de las sombras le liberará del sufrimiento. Y como Sylvia Plath, batalla contra el sufrimiento, la soledad, el desarraigo, la exclusión. Está sola en Nueva York, fracasa en su intento de tener una relación romántica, se queda en mitad de una ciudad enorme en la que se siente muy pequeña. Hacia la mitad de la historia, ya es evidente que Esther y Sylvia son interlocutoras la una de la otra, que son un espejo mutuo en que la escritora describe su vida, su terror, el infortunio de las rupturas que le sostienen como elementos invisibles de algo más amplio y desesperado.

Y mientras Lady Lazarus lucha contra la muerte, se enfrenta con violencia contra la posibilidad del no existir, Esther va a la deriva y sucumbe a las sombras. Deja de comer, dormir, de aspirar a algo más que sólo dejarse llevar a la oscuridad. Pero en lugar de enfocar todas sus escasas energías en la vida que le espera al otro lado de la puerta, en realidad, comienza a fantasear con la muerte. Cómo podría ser morir, como podría suicidarse, cual método es el más doloroso, el más desesperado, el más inquietante, el más directo, el menos amable. Para Esther, la muerte lo es todo, está en todas partes, es un consuelo, una colección de piezas, una percepción muy amplia sobre cada pequeña conexión entre los dolores de la identidad que la fustigan y la posibilidad de redención.

Para cuando Esther nacía en las páginas del libro, Plath atravesaba su época más oscura. Su matrimonio estaba roto, se venía abajo, se sacudía en una rebelión cotidiana de pura desesperanza. Ted Hughes era una presencia borrosa en la vida de Sylvia pero también, era una necesidad insatisfecha. Y ella “era una madre, sólo una madre, la esposa del gran poeta”. 

Sylvia lloraba, vomitaba, gritaba, discutía, se aburría. Escribía con dolor, para luego tenderse en la cama, sentir las líneas del tiempo pasar, sujetarla a la cama, a la oscuridad, a las ideas cada vez más violentas. No las escribió en su diario, las escribió en su novela. Y es esa condición, esa percepción, esa búsqueda, esa iniciática necesidad de poner fin a todo, de encontrar la paz en la nada. Esther se imagina colgándose de una viga del techo, cortándose las venas, tomando veneno, disparándose una bala a la cabeza. Se imagina todas las imágenes posibles y las escribe, tendida en su cama de Nueva York, aterrorizada y aplastada por el miedo.

Pero es Sylvia Plath la que atraviesa el miedo, la logística del suicidio, los fragmentos de horror que la sacuden, la sostienen, la animan hacia algo más aterrador. Esther toma un bote de pastillas y casi muere, de la misma forma que la poeta en el 53 y termina en el lugar al que Plath temió toda la vida alcanzar: un psiquiátrico, una institución médica en la que estuviera alejada, arrancada del mundo. Esther son todos los temores de la escritora, todos los espacios poco luminosos, todas las grietas, todos los lugares simples, abstractos, sin explicación. Mientras la novela avanzaba, la vida de la poeta se desintegraba, se caía a pedazos, la depresión la devoraba, la soledad lo era todo.

La novela se publicó en Inglaterra en 1963: Plath había exigido que no se publicara en Norteamérica, tal vez porque sería imposible no establecer paralelismos entre su vida y lo que narraba la ficción. Las críticas fueron tibias, hubo algunas burlas. “La acomodada esposa y poeta norteamericana, busca brillar en el drama” fue una de las críticas más duras. Ya Ted Hughes la había abandonado, dejándola con dos hijos pequeños.

Plath leyó las corrosivas lecturas sobre su obra — ¿su vida? — a solas, en el departamento en que creyó escribiría la gran obra de vida. En las semanas que siguieron, Plath dejó de comer por completo, de bañarse, de ordenar la casa, de responder llamadas, de escribir cartas y uno de sus interminables diarios.

El 10 de febrero de 1963 durmió todo el día: sólo se levantó para abrazar a sus hijos, bañarlos, vestirles y alimentarlos. El teléfono sonaba. Y siguió sonando — era Hughes, desconcertado por la ausencia de noticias — hasta la mañana siguiente, cuando Sylvia ordenó la casa, cerró las puertas, abrió una ventana para proteger a sus hijos. Se encerró la cocina, selló el alfeizar con cinta adhesiva y toallas mojadas. Preparó dos tazas de leche — una con un poco de azúcar — para los niños. Abrió la espita del gas. Aguardó sentada dos horas. Después se arrodilló, metió la cabeza en el horno y se suicidó.

Por Aglaia Berlutti
Fuente: In Feminismo


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