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Cómo sobreviven las mujeres (a pesar de) la constante guerra centroamericana

En “Tomar tu mano”, la nueva novela de Claudia Hernández, la escritora salvadoreña relata las peripecias que, entre un machismo omnipresente y un conflicto armado que no cesa, las Mujeres sin nombre de países como Honduras, Guatemala y El Salvador deben atravesar a lo largo de sus vidas, víctimas de sus padres, primero, y de sus esposos, después. Pero en ese complejo y poderoso entramado de violencia también comienzan a generarse las más sutiles grietas por las que se abren paso, como un salvavidas, el aire y la luz.

"Tomar tu mano", la nueva novela de la escritora salvadoreña Claudia Hernández, es un crudo relato de la Guerra centroamericana y sus consecuencias en las mujeres, a quienes el conflicto les afecta por partida doble.

Hay guerras que no llegan a diarios, noticieros ni portales. Guerras de las que, por extensas, complejas o difusas, no se habla. Guerras que se mantienen en el tiempo y que, como esas series que por su éxito primigenio nadie se atreve a cancelar en su debido momento, cambian de personajes pero no de territorio.

La región de Centroamérica ha sido el escenario, a lo largo del último medio siglo, de distintos conflictos armados que, en mayor o menor medida, tienen como origen al enfrentamiento de Estados Unidos y la Unión Soviética en la Guerra Fría durante la década del 80. Pero, si bien la crisis centroamericana tuvo un cese oficial en 1996 con el acuerdo de Paz de Esquipulas, la región continuó sumida en un caos institucional signado por la corrupción, el narcotráfico y la guerrilla.

La historia que cuenta la escritora salvadoreña Claudia Hernández en su nueva novela, Tomar tu mano, es la de las consecuencias de esa guerra que, como sus víctimas, no tiene nombre. Mientras que en su trabajo anterior, El verbo j, narraba las peripecias de una persona que huía de la guerra hacia un país aparentemente mejor -que, sin embargo, termina siendo el escenario de otras desdichas y crueldades-, Tomar tu mano expone los conflictos de quienes no tienen más opción que quedarse.

Las protagonistas de Tomar tu mano, editada por La pollera, son mujeres sin nombre. Hijas, sobrinas, esposas y amantes a las que la guerra les afecta por partida doble: a la par del hambre, la violencia y la inseguridad que espera en cada esquina, una guerra distinta pero no por eso menos mortífera también se les cuela en sus hogares de la mano de sus hombres. En países como Honduras, Guatemala o El Salvador, el machismo, impertérrito ante los avances del feminismo en el resto del continente, continúa haciendo estragos.

En su novela anterior, "El verbo j", Claudia Hernández narró las andanzas de una persona que huye de la guerra centroamericana en busca de un país mejor. Pero en "Tomar tu mano", la autora relata las peripecias de las mujeres que, sin otra alternativa, tienen que quedarse.

“La guerra había terminado ya, pero los combates seguían en las calles. Son ajustes de cuentas, decía el padre cuando sonaban las balas al fondo (...). Desde que los órganos de seguridad no existen o cambiaron, las calles no son las mismas. Cualquiera puede llegarle por detrás y terminar ahí su historia. No había ley”, escribe Hernández.

Con una prosa que, con su parquedad característica, no necesita recaer en dramatismos ni adjetivaciones exageradas para generar en el lector el estremecimiento de las injusticias, la autora de Tomar tu mano elimina todo nombre propio para extraer la voz colectiva de todas esas mujeres que, mientras sufren esa ausencia (o negligencia) de la policía y la milicia, también tienen que padecer la ley prepotente e impiadosa que imparten los hombres de sus vidas.

“Él la golpea como nunca lo había hecho. Para que entienda. Ella lora. Él le dice que lo siente, pero que debe hacerla entender como sea. Ella grita por auxilio. La madre no interviene. Sabe que el padre lo hace por su bien (...). Todas las veces le pidió a Dios que lo detuviera, piensa la tía. Dios no movió un dedo. Dejó de pedirle. Y dejó de visitarlo. Dios debe estar de su lado”.

Pero en Tomar tu mano, como en la realidad que tan duramente refleja, no todos los hombres y las mujeres siguen a rajatabla estos arquetipos. Hay hombres que, a escondidas de sus pares, ayudan a las mujeres en apuros sin pedir nada a cambio, aunque sin por eso alterar el orden “natural” de las cosas. Hay, también, mujeres que aprendieron de sus padres a usar el machete y que no se resignan a que sus maridos las insulten, las maltraten o las denigren. Estos casos, sin embargo, profundizan la novela y demuestran que, aunque una realidad distinta podría ser posible, no son más que excepciones que los personajes atestiguan sin llegar nunca a hacerlas propias ni a construir a partir de esa fisura que generan.

La trama de Tomar tu mano sigue a una mujer de un país en constante guerra que bien podría ser El Salvador, lugar de nacimiento de la autora, tanto como Honduras, Guatemala o cualquier país de la región. Sin recurrir a más que diálogos, pensamientos y escasas acciones, cuenta su paso de una infancia repleta de violencia familiar, abusos y peligro que acecha en cada extraño, a una adultez en el que, a pesar de que el contexto continúa incólume, empiezan a abrirse las más ínfimas grietas por las que entran el aire y la luz.

Al crecer, los hijos de esta mujer la defienden de los abusos de su marido, ese padre al que ya no le temen y contra quien levantan las armas que él mismo les dio. En contra del mandato de su esposo, esta mujer consigue un trabajo que, a pesar de que este maneja su salario, le permite conocer las libertades que solo existen fuera de las cuatro paredes del hogar. Y, hacia el final, producto de esos sutiles e intermitentes progresos, la protagonista consigue comenzar, soterrada y subrepticia, una red de ayuda para otras mujeres que, como ella, están a merced de sus hombres.

“A veces es más valioso ser invisible”, le dice la madre a la protagonista durante su infancia. Y no sorprende, en un contexto en el que “no es bueno que las muchachitas anden por ahí sin alguien que las vigile”, en el que una “no puede llamarse mujer hasta que no dé a luz” (pero con escuelas en las que “no se admiten mujeres con maridos o chicas embarazadas”), en el que “si una muchacha desaparece de su casa, tiene tres meses para volver y acusar a quien se la haya llevado” y en el que todas, sin excepción, se ven obligadas a pensar en “qué pasaría si el otro fuera peor que este”.


“Hay cosas que no deben ser sabidas”, le remata la mamá a esta protagonista sin nombre. Por suerte, Claudia Hernández escribe una novela tan dura como necesaria que cuenta, sin exageraciones ni tapujos, una guerra de la que no se habla, una que se libra dentro de sus casas, cuyo terreno es la familia y sus víctimas, las mujeres. Y le hacer saber, a lectores y lectoras, todo eso que nadie quiere escuchar por suceder dentro de la aparente seguridad del hogar, dulce hogar.

Así empieza “Tomar tu mano”, de Claudia Hernández

1

¿Quién se lo había dicho?

No importaba: ya le había advertido que no quería verla entrar o saber que entraba al terreno de enfrente. No importaba que las naranjas fueran más dulces en él o que fueran a perderse porque nadie las recogía. No importaba que los dueños no estuvieran desde hacía tanto tiempo que los mojones se habían caído y deshecho. Igual si ellos no han visto, y, por tanto, no pueden molestarse porque un par de niñas entren a tomar algunas frutas para sí, debe hincarse de inmediato. Va a castigarla por desobedecer. Quiere que aprenda. Para que, más adelante, la vida no vaya a hacerlo en su lugar.

La quiere de rodillas.

Un azote.

Quiere que pida disculpas.

Dos.

Quiere que diga que se arrepiente.

Tres.

Quiere que jure que no volverá a hacerlo.

Cuatro.

Quiere que no mienta.

Cinco.

Quiere que reconozca que se equivocó.

Seis.

Quiere que le dé las gracias.

Gracias, papá.

Quiere que se levante ya. Y que no llore.

Odia que llore. Odia también que no entienda que hay gente que es peligrosa aunque no esté presente, y que, igual, vaya a regresar al terreno que le ha prohibido.

Ella jura que esta vez no hizo nada.

¿No?

No cortó fruta.

¿Por qué entró, entonces?

Fue para platicar con una amiga. Nadie las interrumpe ahí. Es un buen lugar.

Es peligroso.

Nadie entra nunca ahí.

Porque es muy peligroso, dice.

Hínquese, le ordena.

2

Los ausentes regresan.

Sin aviso, sin equipaje y sin saludar.

Entran de noche al lugar que es suyo.

No duermen.

Levantan los mojones que se han caído y colocan nuevos en los espacios donde estaban los que se perdieron. Limpian el patio y recogen la fruta para llevarla a vender al mercado.

No parecen malas personas, piensa ella. No sabe por qué su madre dice que deje de espiarlos.

Parece que no miran, pero lo están viendo todo, decía ella. Es mejor que vuelva a sus labores.

No tiene labores.

Siempre hay algo que hacer en una casa.

Ya ha terminado lo que le corresponde.

Entonces debe ayudar a su hermana. O a ella. O a alguien. Debe hacer lo que sea que la aparte de la ventana. No es correcto espiar a los vecinos. No quiere volver a decírselo.

¿Por qué no van a conocerlos?

Los conocen desde siempre.

¿Por qué no van a saludarlos?

Lo harán cuando ellos así lo dispongan.

¿Por qué no han llegado ellos a saludarlos?

Están ocupados, ¿no lo ve?

Lo estarán por mucho tiempo.

Se habían ido a un país detrás de unas montañas que están detrás de otras montañas que están detrás de muchas otras más para no tener las manos vacías. Han regresado porque las llenaron.

A la gente del lugar al que llegaron no le gusta que lo hayan logrado tan pronto.

Un día, decide que no los quiere más entre ellos.

Ni a ellos ni a los otros como ellos que, poco a poco, llegaron con el mismo propósito.

No importa que hayan vivido varios años a su lado, trabajado en las mismas labores, comido en sus casas y bailado en sus fiestas.

Se unen a otros que dicen que hay que sacarlos porque les han quitado lo que les corresponde.

Golpean sus puertas para exigirles que se larguen.

Amenazan con fuego si no se marchan de inmediato y sin nada de lo que lograron ahí.

Ellos les piden calma.

No quieren ser llamados a ella.

Les piden cordura.

¿No han entendido lo que dijeron?

El padre oye que en la región bananera planean quitarles todo a los que llegaron de donde él.

Cree que son solo habladurías, cosas de otras partes del país, nada que pueda sucederle a su familia. O a la zona en la que están. O a la gente a la que conocen y han ayudado.

Mira a los amigos con antorchas y machetes y pistolas en las manos exigirles que se marchen en ese momento.

¿No había entendido lo que le habían dicho?

¿Por qué no se movía?

¿Querían que lo matara a él y a sus mujer, y a sus catorce hijos?

De todas partes de ese país sale gente como ellos de regreso al suyo. En avión los más afortunados, en auto los que pueden y a pie los que, como ellos, no tiene otra opción.

Todos van en ropa de dormir, todos van sin entender.

La madre no quiere que vaya a preguntarles nada acerca de esa historia.

Ella quiere saber.

Hay cosas que no deben ser sabidas.

No quiere que siga preguntando. Y quiere que deje de mirar lo que no le incumbe.

Ella mira de reojo y cada vez que puede. No le parecen malas personas. Le resultan muy trabajadores. No entiende por qué no quiere que entable plática con ellos si su padres insisten en lo valioso que es ser así.

A veces es más valioso ser invisible, dice la madre.

No la entiende.

Cuando no entienda, obedezca al que sí, recomienda el padre.

Se lo dijo antes, cuando, en la noche, escuchó los pasos de los catorce y de sus padres volver.

Se despierta asustada y, de inmediato, es puesta boca abajo por el padre.

No haga ruido, le dice muy quedito.

No debe respirar fuerte.

¿Son lobos?

Aúllan fuerte.

Es algo peor que lobos, le dice.

Le tapa la boca.

Ella cree durante toda la oscuridad.

A la luz del día, cuando se asoma y ve que los recién llegados no tienen fauces ni garras, piensa que todo es una exageración de su padre.

Cumple con la nueva tarea que la madre le impone.

Cuando termina, se asoma de nuevo a la ventana para ver.

Es vista por uno de los vecinos.

En lugar de correr a esconderse, levanta la mano para saludar y sonríe.
Quién es Claudia Hernández

♦ Nació en El Salvador en 1975.

♦ Es escritora.

♦ Sus libros han sido publicados en América Latina, España, Italia, Francia, Estados Unidos y Alemania.

♦ Es autora de libros como El verbo j, Tomar tu mano y Roza, tumba, quema.

Por Fernando Pagano
Fuente: Infobae


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