Aunque la Iglesia lleva ya dos milenios intentando
convencer a la humanidad de que no sólo su reino no es de este mundo, sino que
además ella y sólo ella es la única guía moral sin la cual el ser humano se
daría al desenfreno, a la lujuria y al resto de nefandos pecados que parecen
ofender tanto a la siempre colérica zarza ardiente, la cruda realidad es que
quizás no haya habido nunca en el mundo nadie más pecador que algunos de sus más ilustres
papas.
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