La madrugada del 14 de noviembre de 1985, Guevara a bordo de la aeronavede su propiedad inició un sobrevuelo en la zona norte de Armero y dijo lo impensable a su compañero de viaje: “¡Armero es un playón de lodo!”. Una frase de miedo que aún hoy lo pone nervioso.
“Volábamos a 400 pies, muy bajito, y ese día vi la mitad de la gente enterrada de la cintura para abajo. No se podían auxiliar bajo un lodo pesado. Miles de personas salían del lodo alzando sus brazos en señal de auxilio. Otros batían sus manos desde los árboles”, recuerda el voluntario 26 años después.
Eran las 5:40 de la mañana y siete horas antes había comenzado el desasosiego. Ahora recuerda que a eso de las 9:20 de la noche del día anterior escuchó por radioteléfono cómo una voluntaria decía aún con normalidad que abandonaba la sede de la Defensa Civil de Armero porque se había inundado. Segundos después perdió toda comunicación y se presume que el río Lagunilla había sumergido la subestación ahogando cualquier grito de auxilio.
Luego de sobrevolar por casi 10 minutos bajo la lluvia, decidieron dar aviso y pudieron aterrizar en la pista La Carmelita, en Lérida, a 15 minutos de Armero, y a 10 de Venadillo. El piloto Rivera descendió del avión y corrió rumbo a su casa aterrado. Leopoldo, en cambio, buscó Telecom, la empresa de comunicación estatal, y pidió a la operadora que le comunicara con Palacio de Nariño, la casa del presidente.
“La primera persona con la que hablé fue con Víctor G. Ricardo, entonces secretario general de la Presidencia. Le conté lo sucedido y no me creyó. Ante la insistencia pasó al teléfono el general Guillermo de la Cruz, quien al menos dudó de lo que decía, pero seguía sin creer. Sólo me decía: ‘no exagere, Leopoldo, tranquilícese’”, añade.
Eran las 6:10 de la mañana del 14 de noviembre. El general De la Cruz, quien conocía al voluntario, le pasó el teléfono al presidente de entonces, Belisario Betancur, y Leopoldo le repitió lo mismo que a sus subalternos: “¡Armero es un playón de lodo, Presidente!”. Entonces, Belisario le dijo: “Estás exagerando”, y le colgó.
Fernando Gallego lleva siempre consigo un viejo fólder.
Sorprendido y desconcertado, la operadora le pasó a Leopoldo otro teléfono donde una persona pedía información de Armero. Era el reconocido periodista Yamid Amat. “Me preguntó qué había pasado en Armero. Yo le dije lo mismo: ‘Armero es lodo’”. El comunicador le dijo que no fuera irresponsable, que no jugara con esa información.
Amat le lanzó otra pregunta: “¿Cuántos habitantes tiene Armero?”. El voluntario le dijo que 25 mil a lo que Yamid le increpó: “¿Entonces usted está diciendo que murieron 25 mil personas?”. “Sí”, contestó Leopoldo. Jamás volvieron a hablar hasta un año después, cuando el periodista le pidió disculpas por no creerle aquella mañana.
Como nadie le creía, Leopoldo llamó a su hijo a Ibagué, quien lleva su mismo nombre, y le contó. Éste, de inmediato, llamó al periodista Juan Gossaín, quien tampoco le creyó. Sólo Belisario constató el hecho cuando a eso de las 11:20 de la mañana sobrevoló la zona en un helicóptero de la Fuerza Aérea y vio aterrado el paisaje desolado.
Minutos después, el aparato aterrizó y en medio del fango, aún con las hélices encendidas, Leopoldo se le presentó y le dijo al mandatario casi a gritos: “¿Ahora sí me cree Presidente?”. Belisario se echó a llorar mientras ordenaba a sus acompañantes sacar en la aeronave a unos niños heridos que pedían bajo llanto a su madre.
Leopoldo trabajó en el rescate por más de 60 horas hasta que el cansancio lo venció. Varios meses después de la tragedia padeció crisis nerviosas tras ver las dantescas imágenes de personas muertas, de hombres atrapados que tuvieron que mutilar para salvar y de mujeres que daban a luz en medio del fango.
“A mí nunca se me olvidarán las imágenes de una tragedia que pudo evitarse”, dice desde su apacible casa de Venadillo Leopoldo. “Aquel hombre tenía razón, y no digo más”, anota refiriéndose a Gallego. Por otro lado, el piloto Rivera no volvió a volar y me dijo, por teléfono, que no hablaría del tema porque superó esas imágenes terribles que vio. “Yo ya no habló de eso”.
Leopoldo, por su parte, tiene el rostro vencido y jamás ha dejado de pensar en lo que vio. Me dice que se levanta todos los días a las 4 de la mañana a rezar el rosario con una camándula que le dio el Papa Juan Pablo II cuando fue a Armero. Y él hace caso y mucho más ahora que su mujer murió y permanece solo, en una casa grande.
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Un mes antes de la desaparición de Armero, Gallego dictó su última conferencia en el Líbano. La revista ecológica Tierra Firme, por ese entonces una referencia en temas de naturaleza, reprodujo meses después de la tragedia apartes de la charla, que terminó siendo pavorosamente premonitoria.
“Las manifestaciones preeruptivas del volcán Nevado del Ruiz, deben construirse en un hecho que preocupa al Gobierno Nacional, Departamental y Municipal, para evitar una tragedia cuando se concrete el fenómeno que será de consecuencia incalculables e irreparables.
“En lo que respecta a nosotros los habitantes del norte del Tolima, tenemos ríos que recogen las aguas del volcán: El Gualí, El Azufrado, El Lagunilla y El Recio. Pero ahora y por lo que he podido observar el fenómeno, los ríos Lagunilla, Azufrado y Gualí serán los más inmediatos colectores de grandes glaciales, que ya comenzaron a ceder, por la actividad sísmica y el recalentamiento de la corteza del volcán. Pero lo preocupante es que esos glaciares, una vez desprevenidos, arrastren el falso lecho, formando en ellos por la sedimentación que es una de las más agudas en los ríos de cordillera en el norte del Tolima.
“Pero de todos los ríos el que más sedimentación tiene es el Azufrado y es el más amenazador, por cuanto este desemboca en El Lagunilla y, para el caso de una AVALANCHA, El Lagunilla desemboca en Armero, ya que esta avalancha en ese recodo, antes de llegar a Armero, seguirá DERECHO ATRAVESANDOLO DE EXTREMO A EXTREMO. Personalmente conté en los ríos Lagunilla y Azufrado doscientas represas de mayor y menor tamaño, siendo mayor la de Sirpe, que contrariamente a lo que afirman los ingenieros de Cortolima y otros, que resiste una avalancha; yo digo que no¿ lo afirmo por la cantidad de material, la contextura de la represa y la violencia con que estos bajan; al reventarse esta propulsará más la avalancha, haciendo más crítica la destrucción de Armero. Tampoco estoy de acuerdo con Ingeominas porque no le puso ‘avalancha’ en este primer mapa preliminar de riesgos volcánicos al río Azufrado y peligroso que la mayor cantidad de materiales cuando se desprenda el glaciar que está seriamente amenazado en la cumbre alta y empenachada del volcán”.
Nadie lo escuchó. Cuanto dijo Gallego se cumplió. Sólo se equivocó en una cosa: que la tragedia fue peor que la que él pronosticó.
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Nunca existió el beneficio de la duda. Ni siquiera aquella tarde cuando el profesor Gallego dictó su primera conferencia sobre el volcán Arenas del Nevado del Ruiz y previó un año antes que éste explotaría y arrasaría con Armero. Nadie le creyó y luego de 26 años siente un aire de culpabilidad.
La historia de Gallego se inició a comienzos de los años setenta, cuando se interesó por el volcán. Quería saber que pasaba al interior de la montaña, cosa que no era difícil pues Gallego vivía en el Líbano, pueblo de cordillera a 45 minutos de Armero y a dos horas del cráter del nevado, vía Murillo, tal vez el pueblo más cercano a la cima.
Leopoldo Guevara sobrevoló Armero al día siguiente en una avioneta.
Durante 15 años seguidos y unas seis veces al año hurgó la montaña: tomó muestras, trajo sedimentos, vio derretir hielo, estudió sus piedras y vigiló la temperatura. Este último dato, el disparador de sus teorías, le hizo concluir que en una década el volcán tendría un grado de calor superior a los años anteriores y esto generaría alguna consecuencia. No era biólogo, ni vulcanólogo, simplemente era un profesor curioso, claretiano, licenciado en Ciencias Sociales por la Universidad del Tolima.
“No quería alarmar. Solo decía que el volcán estaba caliente y que tras unos estudios concluía que el volcán explotaría. Le agregaba que había registros históricos de que cada 150 años ocurría ese fenómeno y que los registros datan de 1595, cuando los indígenas creyeron que era la furia de la ‘madreagua’”, recuerda. Algunos estudios sostienen que el volcán presentó fenómenos similares en 1595 y 1845.
Tras esa deducción y a un año de la tragedia de Armero, Gallego, natural de Palocabildo, Tolima, diseñó una serie de conferencias que dictó, principalmente, en el Líbano e Ibagué. A pesar de que eran concurridas, nadie le creía. ¿Cómo podría una avalancha de un volcán llevarse todo un pueblo y hacer que llovieran cenizas por horas? No cabría en la cabeza de nadie.
La Corporación Ambiental del Tolima (Cortolima), entidad ambiental del departamento, desvirtuó los estudios del docente aduciendo que no era vulcanólogo y que los sedimentos encontrados no eran peligrosos. Por su parte, el Instituto Colombiano de Geología y Minería (Ingeominas), visitó la casa del docente y le manifestó que la entidad podría avisar de la explosión 28 días antes. Nada de eso ocurrió.
http://www.semana.com/nacion/articulo/la-profecia-armero/124181-3
la profecía de Armero
Montañistas, científicos, un músico, un alcalde y un congresista anunciaron hace 25 años que Armero estaba en peligro si no se evacuaba. Aún así, el Estado ha sido exonerado de toda responsabilidad en la tragedia.
En noviembre de 1985 murieron 23.000 personas en la avalancha de Armero, provocada por la erupción del Nevado del Ruiz.
Arriba, en la cumbre, el glaciar estaba completamente amarillo y a veces color de limón. Era difícil caminarlo porque estaba erizado de agujas de nieve de un metro de altura, excavadas por el calor del cráter y talladas por el viento. Desde las alturas de la Mesa de Herveo o Nevado del encomendero Francisco Ruiz, como se conoce desde los tiempos de la Colonia esta montaña ígnea que los indios llamaban Cumanday, se veía la cumbre dorada de algunos estratocúmulos y, muy abajo, las luces de los pueblos de Caldas. Unos kilómetros arriba de nosotros, la enorme fumarola de vapor de agua y anhídridos sulfurosos se diluía en la estratosfera.
Habíamos escalado todo el día. Eran las 6:00 de la tarde del 31 de julio de 1985, y como estábamos cuatro grados al norte del ecuador teníamos 45 minutos más de luz solar que en noviembre: tiempo precioso cuando uno está en la montaña. Un viento crepuscular nos arrancaba la tienda de las manos como si fuera un globo, antes de que pudiéramos terminar siquiera de anclarla. Agotados y con mareo, no sabíamos si el dolor de cabeza que nos acompañaba era por el mal de altura o por el olor del azufre. Nos habíamos dado un adecuado tiempo de aclimatación en nuestro campamento a 4.500 metros de altura en los arenales, y habíamos bebido litros y litros de agua, tal como mandan los manuales. Pero habíamos respirado todo el día aquella