Columna publicada en "El Herakdo" Diciembre 29 de 2009
Por: Ricardo Buitrago C.
No fue este año, sino el anterior, -marzo de 2008- pero ha sido tan gratificante y perenne el resultado del suceso, que en estos días de tranquilidad y descanso decidí soslayar barbaries y desafueros para narrar la enaltecedora experiencia final del periplo que mi mujer y yo hicimos a Quito a rejuvenecernos.
Se enloqueció este trayéndonos un banal y narcisista relato, dirán mis lectores, y aunque…sí, ¡rejuvenecernos escribí! se equivocan si piensan que movidos por la vanidad fuimos en pos de algún tratamiento de cirugía estética. Para eso, bastaba ir donde Valiente, el cirujano. Viajamos fue al nacimiento de Martín, el ser, que mi hija concibió en sus entrañas. Es decir, fuimos a ser nuevamente abuelos. Ya lo éramos con Alejandra. Ajá ¿y?
Aquí viene el meollo del asunto: ¡volvimos a ser jóvenes! así nuestro cuerpo no guarde concordancia con el espíritu rejuvenecido que nos aporta este otro estatus que nos regala la existencia, cuando creíamos haber agotado toda la gama de sentimientos posibles. ¡Faltaba el abuelazgo!
Es que por asemejarlo a la temida vejez, se esquiva o menosprecia ese acontecimiento de especial relevancia en la vida. Liberado el estúpido prejuicio, tuvimos el privilegio de volver a experimentar la maravillosa sensación que produce el traer Hijos al mundo. Porque los hijos de nuestros hijos, son también nuestros hijos.
Revivimos experiencias adormecidas. Volvimos a sentir entre los brazos la ternura, la dulzura, el amor, es decir, a palpar la vida misma en su pureza extrema, como Dios nos las entrega. ¿No es eso rejuvenecer?
Los nietos, son pócimas que renacen la paternidad, pero de forma más relajada, sin tantas exigencias y con mayor libertad. Al ser hijos de nuestros hijos, son doblemente hijos. Solo que ahora los recibimos con más experiencia, sabiduría y una concepción de vida diferente a la de los años mozos, y sobre todo, cuando no es el momento de educar, sino de aconsejar. Ah, y con un maravilloso atenuante: nos está permitido mimarlos y gratificarlos sin ningún tipo de remordimiento.
La apariencia exterior y las arrugas o se mejoran con cirugía, o se les busca encanto; no hay de otra. La interior, con felicidad se restablece. Los nietos la dan: reavivan un instinto paternal casi extinto que nos hace sentirnos vitales al aportarles experiencias y enseñanzas que para ellos son casi que leyendas.