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Fábula, espectros y tensiones en Casas del Vedado, de María Elena Llana

Jorge Ángel Hernández 

Al publicar en 2022 Casas del Vedado, segundo libro de María Elena Llana, en la Colección Tierra Firme y con un interesante prólogo de Alejandra Amatto, el Fondo de Cultura Económica[1] aporta la más importante contribución al reconocimiento de la obra narrativa de esta autora más allá del ámbito cubano. Lo hace casi treinta años después de que la editorial Letras Cubanas llevara a su catálogo la edición príncipe, en 1983, que había permanecido engavetada ya por varios años. Constituía, entonces, un esfuerzo cardinal por incidir en las normas de recepción predominantes en el panorama nacional, tenso en cuanto a las polémicas estilísticas, y genéricas, que se habían heredado de la más superficial tendencia del realismo socialista. A estas alturas, cuando Letras Cubanas suma su tercera edición de este libro, ésta en formato E-book,[2] también podría tener su cuota de incidencia en las corrientes críticas que han saturado parte de nuestro panorama literario.

Al obtener el premio de la crítica en 1984, Casas del Vedado mostraba hasta qué punto era impreciso el presunto predominio del canon receptivo. César López, por ejemplo, había publicado Circulando el cuadrado[3] en 1963, propuesta medular en la poética del absurdo en Cuba, y sumaría Ámbito de los espejos[4] en 1986. En 1966 se publicó la novela Pailock, el prestidigitador,[5] de Ezequiel Vieta, concluida en noviembre de 1954 y ya desde entonces considerada una «primera parte». Con muy escasa comprensión crítica, el propio autor había publicado Aquelarre, volumen de cuentos que asumía la tropología de lo insólito en la descripción narrativa como propuesta argumental fantástica. Antonio Benítez Rojo había ganado en 1967 el Premio Casa de las Américas con el libro Tute de Reyes,[6] y un año después ganaría el Premio «Luis Felipe Rodríguez» de Cuento, auspiciado por la UNEAC, con El escudo de hojas secas.[7]

También aparecieron algunas reseñas críticas y su autora se convertiría en Jurado de numerosos concursos literarios del país, posibilidad inestimable de influencia que no siempre se apunta con justicia. Más allá de las diversas tendencias de interpretación, o los ires y venires extraliterarios, quedaba claro que Casas del Vedado no era un libro más. De ahí que sea, en la obra de Llana, el que más aproximaciones analíticas ha conseguido y el que más se reedita, a pesar de que su autora ha continuado publicando colecciones excelentes de cuentos.

La permanente tensión entre la atmósfera realista y el argumento de ironía surreal que hallamos en los cuentos de Casas del Vedado se presenta como un modo elegante de responder a la propia tensión que dominaba el ámbito de la recepción literaria de la década del ochenta. Comenzaban, entonces, a romperse los diques de ciertos preceptos literarios que habían estrechado indolentemente el marco de acción creativa en el país. Con el antecedente de La reja, (Ediciones R, 1965), menos promocionado pero presente a la hora de reconocerlo en la mejor trayectoria de la literatura escrita en el proceso revolucionario, este libro aportaría el puente necesario entre la norma realista, de alto valor literario como prima exigencia, y la apertura al fantástico, en una concepción que prefería desmarcarse de la ciencia ficción para apegarse a tradiciones que el cuento latinoamericano había dignificado durante el siglo XX. Las bases de ambos, como lo apunta Alberto Garrandés en su prólogo a la Antología Casi todo (Unión, 2006), se hallan el gótico europeo.

En Casas del Vedado encontramos, sin embargo, una contigüidad entre los ambientes vetustos, añejos y perdidos en el tiempo pasado de una clase social venida a menos, con la aparición y existencia de seres espectrales, más cercanos al fantasma shakesperiano que al propio gótico europeo. Apenas hay marcas clasistas que puedan asociarse con una perspectiva sociológica, pues las personas remiten a sus costumbres, sus modos de comportamiento, sus preferencias y, sobre todo, sus prejuicios. Quizás debíamos dedicar más tiempo a indagar en las constantes notaciones de prejuicios que en sus cuentos se suceden, ya sea distanciándose con diversos grados de ironía, ya comulgando con su pertinencia social, que son causa actancial del devenir posterior de la trama.

Nos detendremos, de momento, en las tensiones estructurales que se hacen pertinentes a partir de que el mundo del afuera –espacio exterior caótico y ajeno–, irrumpe en el espacio interior de la existencia, –la casa y los objetos que definen su estatus– para revelar que hay un mundo detrás de lo aparente, insólito, surreal, y a la vez más creíble. Y lo haremos a partir de la Antología Casi todo, [8] –fundamental para que hubiera un acercamiento a su obra–, en la que se incluyen todos los cuentos de Casas del Vedado, pero en orden diferente al original.

«De Baccarat» [pp. 53–58], cuento que abre el libro en el segmento de la Antología, es, en su linealidad de lectura y hasta el penúltimo párrafo, una historia realista, signada por la autoridad de la madre que se hace “fantástica”, o suprarreal, solo en el giro de cierre, donde cambia la perspectiva discursiva del sujeto de la narración, en este caso un hombre que es, en realidad, y en paradoja que toma de la tradición del absurdo el recurso literario, un esqueleto. Esto, sin embargo, va a saberse en la última oración. Un esqueleto que, semióticamente, se convierte en espectro una vez que el dato –juguetonamente escamoteado a través del discurso de la narración–, revela que es hora de leer de otro modo lo hasta aquí leído. Algunos, siguiendo a Vargas Llosa, han preferido denominar este artificio como dato escondido, en condición de hipérbaton, pues se concluye cuál será la verdadera condición del personaje. Pieza ingeniosa que adelanta los mejores recursos literarios de la autora.

«El gran juego» [pp. 59–67] se desarrolla en una tensión entre lo profano y el desafío a lo sagrado, juego constante con la profanación que se actualiza a través de una lógica de exposición elemental razonada. No es una sátira, pero sí acude a lo satírico para sostener el ritornelo irónico. La narración se desarrolla a través de un interlocutor que apela todo el tiempo al interlocutario, sujeto de esa misma narración. Este sujeto es un personaje: Alfonsito, sobrino-nieto de una señora pudiente que ha permutado su mansión por un apartamento dúplex en un vigésimo piso, donde se han ido a «vivir pegados al cielo como quien dice». Alfonsito se dedica a jugar a ser Dios en la terraza alta, algo, según revela el interlocutor que narra desde la primera alocución del texto, impropio de un hombre de su edad y condición.

Así, el caótico curso del transporte público habanero se torna consecuencia de la acción de Alfonsito a quien han visto llevarse una mano al pecho e impartir con la otra bendiciones, o susurrar consuelos.

El pasaje inmediato sitúa la circunstancia:

–Aún no es hora, hijos míos, –dices cuando miras hacia la distancia, en la perspectiva que desde arriba se divisa, y compruebas que no viene el vehículo.

Alegraos que vuestros pesares tocan a su fin –si adviertes que el ómnibus, aún invisible para ellos debido a la curva de la esquina, ya se aproxima.

Cuando ves que no todos los que esperan pueden subir al transporte, les dices, según tu ánimo: Muchos son los llamados y pocos los escogidos, si te da por el Dios vengativo. O bien: Los últimos serán los primeros, si tienes tu faceta misericordiosa.

 Visto así, el panorama pudiera sugerir una historia de supercherías que va a ser resuelta a través de la ironía discursiva. Varias alocuciones a lo largo del texto crean el espejismo sin que se adentren, a la postre, en la ambigüedad. La condición de Dios del personaje, que no solo juega en la terraza alta, sino que interviene además en las relaciones de la tía Socorro con el sacerdote, beneficiario de su caridad y, por lo tanto, flexible a la hora de explicarle a la señora las verdades de la teoría teológica, avanza a través de una cadena de sucesos costumbristas, de elemental lógica del curso cotidiano. Sus milagros no son grandilocuentes, sino eventos de pura cotidianeidad, asociados, eso sí, a circunstancias insólitas de ese devenir de la existencia común. Esto conduce a un pasadizo de banalización de la doctrina católica, lo cual se logra mediante didascalias de diálogo que la voz narrativa dosifica a lo largo del texto. Así, encontramos momentos de un humor que va del comentario de las creencias populares a la negra conclusión de que la bomba atómica, que el Padre termina por considerar «una advertencia, una forma de impedir que ocurran males mayores», ha resultado, según Alfonsito, «un escarmiento» que ha sido aplicado sobre los japoneses porque, «después de todo, no son católicos, ni siquiera cristianos». Negro es, por tanto, el distanciamiento que en ese pasaje se gasta la ironía.

Esta acumulación de anáforas irónicas actúa como dato para el punto de inflexión del relato: el momento en que, por fin, el Padre interpela a Alfonsito: «usted anda en el camino de Dios; no se puede cuestionar tanto a la divinidad si no se está profundamente atraído por ella», le dice. Y el personaje le responde: «–Me interesa la divinidad, padre, pero la quiero disfrutar por completo. No me conformo con el camino que lleva a Dios, me interesa el cargo». Del negro humor pasamos al aserto insólito, que en su contigüidad significante se convierte en blasfemo: el personaje va a disfrutar del cargo suplantando a Dios, sencilla y llanamente. La alternancia lingüística transforma, en una frase, al Supremo en un jefe y, por tanto, al Todo abstracto en un aquí específico.

Los juegos presuntamente banales de Alfonsito en la terraza alta se tornan, a partir de este momento fabular, en verdaderos milagros, concedidos nada menos que por Dios. Mientras la voz narrativa lo cuestiona –un personaje testigo directo del relato, no olvidarlo–, interpelando a ese Dios que asume «el cargo», pero que no debe serlo, los milagros se suceden. Todo sin perder la sucesión de didascalias anafóricas que marcan con humor las situaciones (verbi gratia: que la tía Socorro decida comprar algunas bicicletas «¡y va que chifla!», para que los mensajeros de Alfonsito cumplan los milagros).

El cierre de «El gran juego» nos revela el valor del sentido de la tautología. Tiene que acabar el juego, le exige el personaje que narra mientras promete «una novena y un velón de a peso durante un mes entero» si lo cumple.

Un cuento que me trae reminiscencias caprichosas de Eça de Queiroz o de la Nélida Piñón de Sala de armas, o menos arbitrarias del fenómeno de masas que fuera en Cuba Clavelito, y que me da la certeza de hasta qué punto María Elena Llana sabe cómo se escribe la literatura, aunque use tópicos comunes y en apariencia ligeros.

El estudio profundo de Casas del vedado, y de la obra narrativa de María Elena Llana, tal vez esté por comenzar, por más que podamos consultar acercamientos interesantes, tanto en Cuba como en el extranjero. Releer sus cuentos revela cuántas aristas son posibles en el ámbito de un análisis complejo, capaz de relacionar el cúmulo de elementos semióticos que los conforman y que dan fe de por qué su calidad se revaloriza a través de los años. Continuaremos, por el momento, indagando en las tensiones irónicas que el cuaderno reserva, dotando a la fábula de un espesor significante que parece ocultarse detrás de sus fantasmas, o convirtiéndose, acaso, en uno de ellos.

El cuento «En familia», por ejemplo, [pp. 68–73] está narrado en primera persona, por un personaje testigo, o protagonista, de los hechos. En él es fundamental la atmósfera en que se desempeña esa familia que un día descubre, con toda naturalidad, que los familiares fallecidos se reflejan en el espejo en el mismo sitio en que se encuentran los vivos. La enunciación discursiva se encarga de hacer natural la circunstancia, sin dotar al insólito hecho de reminiscencias extrañas. Es un propósito autoral, sin dudas. Esto reduce gradualmente la dicotomía estructural –muy presente en los cuentos de La reja– entre el mundo del afuera –en esta ocasión un armonioso fluir del más allá y no una realidad hostil y peligrosa–, y el espacio inmediato de los personajes centrales de la historia. Es un recurso literario manejado con sabia maestría para dar el impacto necesario al desenlace, quizás predecible una vez que el giro diegético se ha planteado.

Este giro se da cuando Clarita, graduada de la primera promoción de mujeres odontólogas del país, vivaz, emprendedora, audaz y decidida, decide comunicarse directamente con los muertos del espejo y, poco después, adentrarse en él, dejando el soporífero espacio del aquí familiar. Clarita deja un mundo apacible, cordial y sin otro futuro que no sea el de llegar a la muerte y, por tanto, a ese espejo donde los muertos, la mayoría olvidados, pueden, paradójicamente, vivir eternamente. Todo, sin la menor alusión a trascendencias filosóficas ni, por el contrario, pasajes de humor negro, o apuntes humorísticos que distancien la tensión de los eventos. Ni siquiera se alude a la extrañeza surreal de la imposible circunstancia en que se desarrollan los hechos.

La autora –la persona que piensa la escritura y no ninguna de las categorías que hacen pertinente el relato– no hace explícita esta idea y acierta, por ello, al dar a la historia el cierre clave, justo y sorprendente si bien no inesperado. El personaje que narra, prima coetánea y admiradora de Clarita, dosifica su proceso de seducción por traspasar también el espejo y sugiere, sin hacerlo explícito, ese periplo que convierte la vida en un monótono y apacible viajar hacia la muerte, sin nada que ver con el sentido trascendente de Heidegger. Como en «El gran juego», la perspectiva del locutor sazona con indicios el sentido que adquiere el desenlace y hace del relato una pieza maestra –otra más.

 «La heredada» [pp. 74–78] se me antoja –no hay indicios en el texto de aquí sea– una parodia estructural de la fábula china del guerrero dispuesto a desafiar al dragón que ha custodiado un tesoro por un tiempo mítico. Al enfrentarlo, lo vence fácilmente, contrario a lo que pudiera esperarse, y de inmediato descubre que él mismo se ha convertido en un dragón y va a quedarse a custodiar el tesoro hasta que otro valiente llegue a derrotarlo. Sin embargo, mientras en la fábula tradicional, que es una joya en el género, subyace una icónica llamada a la avaricia, al punto de que algunas traducciones lo explicitan, en el cuento de Llana hay giros importantes de diferenciación.

Adelaida es una prima pobre –una vez más el vínculo familiar entre primas– que ha sido acogida por Lucrecia, su pariente acomodada y matriarca; matriarca de un reino de objetos que, al imponerse en su valor, marcan el verdadero dominio de la vida. Objetos que gobiernan la vida de los seres, sin adquirir –y esto es esencial– una función prosopopéyica, como suele ocurrir en el relato fantástico, o surreal. De ahí que el punto de tensión del conflicto se marque en la primera oración, la orden que recibe de su prima, ya en su lecho de muerte (una cama colonial imponente que impide la presencia de otra cama modesta para ella en la misma habitación): «No vendas nada, Adelaida».

Más adelante, cuando por fin ocurre la muerte de su prima y ella pasa a ocupar el lugar heredado, se pregunta: «¿Realmente heredó la casa y sus tesoros o fue ella el legado de Lucrecia a sus amadas pertenencias?» A través de un giro irónico que la autora maneja a plenitud, comprobamos que, una vez en posesión de la herencia, Adelaida se siente «cansada, muy cansada, no solo por los últimos días, sino por tantas noches durmiendo incómodamente y también porque las recomendaciones recibidas en esos seis meses la hicieron vivir en constante tensión, al punto de que llegó a temer que su sombra se proyectara sobre los valiosos objetos de la casa». Se adormece un instante y, un poco como en El aprendiz de brujo de Goethe, los objetos cobran vida, como espectros del sueño, por lo que debe despertar de inmediato y comprobar que todo sigue en su lugar, aunque ella sienta aún la hostilidad de la casa, «rebelada ante una humilde propietaria, decidida a no aceptar el señorío de la prima pobre». Entonces va a recibir la llamada del afuera, mediante dos aldabonazos que la sobresaltan y la conminan a comportarse con la humilde displicencia de siempre. Sin embargo, reacciona y se abstiene de acudir al llamado de ese mundo exterior que insiste en reclamarla, mundo del que ella procede y en apariencia ha escapado. Cuando cesan los toques en la puerta, Adelaida «mira en derredor y todo le parece más sumiso». Punto de giro fabular que la convierte en verdadera propietaria.

Para cerrar, la autora –insisto en anotar autora y no categorías– acude nuevamente al resultado irónico: luego de todo un ritual que expresa la toma de posesión del sitio, Adelaida marcha a la cocina y despliega sobre el piso un par de frazadas y una sábana, «segura de que este secreto, como el del jarrito de esmalte, jamás será descubierto.» La tensión entre el razonamiento proletario, de empleada, de Adelaida, y la inexcusable orden de la prima burguesa se resuelve con una filigrana de ironía, perfecta para un cierre. 

«Reina Ana» [pp. 71–82] parte del guiño al valor de los objetos en la casa, guiño que es más una maniobra de distracción que un juego de prosopopeyas, pues la tensión de la historia alcanzará su pertinencia a través del conflicto personal, sujeto de la narración, no en los objetos.

La disyunción familiar se da entre la tía, urgida de asistencia tras su último preinfarto, y su sobrina-nieta, quien asume su cuidado y, con ello, la transformación radical de su mundo, apegado a los objetos de la casa.

Justo cuando se produce el giro diegético el silloncito Reina Ana cobra vida, se convierte en alguien, y no en algo, ese objeto vetusto y desechable al que ella se aferra mientras ha visto, o escuchado, cómo el resto de sus cosas –antiguallas plagadas de polvo y caca de moscas– desaparece, siempre por su bien, según la anáfora que marca la ironía. Cuando el dolor en el pecho acude nuevamente, en tanto ella recuerda sus viejas pertenencias, valiosas solo para ella, «le parece que este inventario de objetos viejos es el único saldo de su vida. Y el Reina Ana asiente». Avanzan a la par sus esfuerzos por llegar al sillón y la euforia de los jóvenes que ven, en escandaloso entusiasmo, desentendidos y fuera de su alcance, un combate de boxeo. El sonido de ruptura definitiva que deja escuchar el Reina Ana es «como la voz de sus propios dolores, de su propia vejez, justamente la voz que ella deseaba escuchar y que se apaga con el estallido final de la noche, cuando el árbitro anuncia al vencedor». Actualizado por el propio texto, queda la voluntad de eutanasia de la anciana, relegada al mundo de los objetos que, aunque han sido valiosos, van a una quiebra inevitable. Ha sentido el dolor en el pecho y se ha abstenido de llamar por lo que la alocución «la voz que ella deseaba escuchar» se convierte en un lexema clave de significación y, con ello, de sentimiento profundo y dramática sentencia. Se advierte además un juego de permutación con la prosopopeya, pues la persona ha resultado más un mueble que el propio sillón que la suplanta.

El cierre, también predecible según avanzamos a través de la cadena de anécdotas, aporta la sorpresa en el llamado sentimental con que concluye el texto. Amarga ironía que revela hasta qué punto es dramática una posible coincidencia, en un perfecto ejercicio metonímico, entre el nombre que clasifica a un objeto, el sillón Reina Ana, y el que designa a un ser humano, esa anciana que muere en la patética soledad que, «por su bien», le acarrea ser objeto de cuidado.

 «Un abanico chino» [pp. 83–89] dedica un especial interés a las relaciones entre el tiempo de la historia –aquello cuanto ocurre en el relato– y el tiempo del discurso –el modo en que los sucesos aparecen en la perspectiva de la narración–, construyendo un relato de espejismos que conectan, fantasmagóricamente, a los personajes. Pervive, no obstante, la dicotomía entre el mundo del afuera, fuente del caos que lo transforma todo, y el espacio interior de la casa en el que la vida se supone modelo de comportamiento y refugio seguro de los males externos.

«La iluminación del sol comenzaba en el pedazo de acera que se veía frente a la entrada de la verja, como si allí mismo se estableciera el límite entre la luz y la sombra».

En los saltos temporales, del pasado al momento presente de la narración, dosificados según la perspectiva del dato, hay un juego actancial de circunstancias sociales. Numerosos grupos de personas que marchan a la plaza, para concluir en fiesta, en el estatuto temporal del presente, que es la circunstancia última del tiempo de la historia, y músicos callejeros que van de carnaval en el pasado, circunstancia previa que es la causa de toda la cadena de espejismos que vendrán después y constituyen el tiempo verdadero del relato. Paso a paso, alternándose, actualizando isotopías, se desarrollan los eventos en esa especie de «trenza de equívocos» que la voz narrativa va evocando, justamente desde el mundo del aquí, más tumultuoso que el mundo del afuera, aunque pretenda presentarse apacible. Es una historia compleja, o complicada, que la autora resuelve con oficio.

 En «Claudina» [pp. 90–107] el personaje que narra, una mujer, recibe inesperadamente un piano antiguo, «lleno de sencilla dignidad» al que «se le adivinaban calidades profundas». Después de la confusa circunstancia, descrita con verdadera maestría literaria, capaz de introducirnos en ese ambiente insólito de modo que no deje dudas de su posibilidad, ella supone que se trata de un equívoco y decide esperar al día siguiente, cuando pudiera aparecer el propietario verdadero del mueble. Al día siguiente, en la «carrera de equívocos», aparecerá –nada menos– la confirmación de que, en el instante en que el piano apareciera, «prácticamente solo, porque el hombre que lo empujaba apenas se veía», se aviene una cadena de fantasmagorías.

La falsa autonomía del piano, irónicamente presentada en el plano del discurso, trae la impronta del mundo exterior que decide instalar en la casa a la otra persona, a contrapelo de los baldíos esfuerzos que el personaje hace por sacarla. Un atado de partituras y un ramo de rosas amarilla que, más o menos como el piano, «avanzó hacia mi mano», irán definiendo ese proceso, al que se opone el personaje. Desde la primera oración sabemos, sin embargo, que ha ocurrido: «Si Claudina llegó en algún momento, si de una u otra forma se instaló en la casa, debo tomar como punto de partida la entrada del piano en la sala». Tiempo mayor el aludido en el plano del discurso que el referido en el plano de la historia.

Así, los objetos que entran y se instalan, transforman la persona. La prosapia del piano, la dignidad de las partituras, la hermosura de las rosas y el teléfono –otra vez el teléfono como brecha que se abre al espacio exterior– reconstruyen el ser. Mientras el tiempo de la historia es breve, el tiempo discursivo hace más larga la cadena de sucesos, recurso que apuntala la situación irreal de que una especie de fantasma se aparezca en tu vida y forme parte de ella. El giro argumental se produce a partir de una historia de amor no correspondido que se apropia de elementos comunes al relato romántico –muy usado en la literatura de masas, pero no exclusivo de ella–; elementos que trampean libremente con la contigüidad.

Los espectros que tensan el relato son aún más ambiguos que el hecho –el dato fundamental de la narración– de aceptar que varios fantasmas, que a la vez pueden ser uno solo: Claudina, se instalen en la casa, y en la vida. Juego literario que la autora maneja a través de una sutil ironía discursiva, pretendiendo explicar lógicamente cuanto ocurre mientras demuestra que el suceso es otro. Hay un momento más claro en cuanto a la alusión a la metadiscursividad, ese en el que el amante despechado define su rol actancial en el relato: «mi persecución es el sentido de su escapatoria y, con el tiempo, esa escapatoria se ha convertido en su razón de ser, en la justificación de sus ansias de libertad». Antagonista que ayuda a que la historia progrese; ironía dominada por la angustia que se va a repetir en el momento del cierre, esta vez sobre la mujer solitaria que nos narra, regresando al angustioso momento anterior a esa «carrera de equívocos».

En extensión «Claudina» es breve, pero remite a una historia que anuncia pasajes novelísticos, de una prolongación temporal que incide en la impresión de lectura y consigue, gracias a la propia cadena de sucesos, salvar las tensiones narrativas entre lo real y lo surreal. Oficio y elegancia desbordan, también, en el uso de juegos temporales.

«El gobelino» [108–120], por su parte, introduce la tensión entre el mundo inanimado, que ocupa el lugar del mundo del afuera, y el espacio interior, el del encierro y las limitaciones. Hace como que retoma el motivo antiguo del cuadro perfecto por el que se fugará el propio artista que lo ha hecho, pero da un giro crucial en su propuesta. Silvia, niña enferma –esto es, con problemas mentales–, mimada y consentida en todo, solo encuentra sentido a contemplar un gobelino. De la contemplación pasa a la acción, lo que introduce un giro radical en la propia tradición de la que parte. Con soluciones semiológicas análogas a las de «En familia», esta historia reinventa el papel de las tensiones entre los seres del mundo de lo real, el aquí, y los espectros del mundo del afuera, es decir, y de nuevo en paradójica ironía, los seres que adquieren vida propia justo en el interior del gobelino.

Permutaciones constantes, sutilmente complejas, entre la realidad y lo surreal, entre el giro fantástico y la lógica simple de lo cotidiano. Una alternancia que es clave en los valores narrativos que ha estado proponiendo María Elena Llana.

En «El guardián» [pp. 121–125] una pareja de enamorados «un poco borrachos por los aromas de junio y de la lluvia recién caída», irrumpe desde el mundo exterior a través de una verja abierta y un jardín en penumbras: «la más sugestiva de las invitaciones». La entrada de los jóvenes amantes desata una atmósfera de ambigüedades una vez que son sorprendidos y, contra toda lógica, impelidos a subir a la cocina. Al aceptar el café que les ofrecen, como si fuesen visitantes, se convierten en parte del ambiguo concurso de los hechos. El discurso narrativo avanza alternando la tensión entre el mundo del afuera y el espacio interior de la mansión. De repente, los jóvenes «son espectadores», «una pareja verdadera frente a otra en la que se ha violado algún principio oculto».

El espacio interior, con peldaños de mármol, salón con veladores, espejos, cortinajes, un piano y el cuadro de la dama, ha sido invadido mucho antes de la aparición de la joven pareja. El cierre, entonces, como en no pocos de los cuentos de María Elena Llana, cambia el punto de vista de la descripción de acciones y pasa de los jóvenes enamorados y audaces a esa otra pareja que revela por fin el oculto principio que ha violado.

«En la pendiente» [pp. 126–138] retoma la ironía discursiva de «El gran juego» y la reubica –en estilo y circunstancia diegética– en un contexto de pragmática lucha por la vida. El espectro que vaga por la otrora imponente mansión, como un inquilino más, no aporta la tensión, sino la solución costumbrista, irónicamente resumida en el párrafo último.

«La casa vacía» [pp. 139–145] retoma, por su parte, los elementos que mejor maneja María Elena Llana: descripciones de ambientes espectrales y objetos de prosapia que han venido a menos, distracciones del punto de vista narrativo, sutiles giros irónicos y, para cerrar historia y libro, el dato escamoteado que vuelve a cambiar la perspectiva de lectura. El espectro que estructura la tensión en el discurso no es, precisamente, el espectro que «resuelve» el conflicto a través de ese giro sorpresivo que la última oración aporta.

De este modo, Casas del Vedado concluye llamando a leer una vez más, desautomatizando los códigos de recepción, tanto aquellos realistas que ya se saturaban en el panorama cubano, como los códigos fantásticos de los cuales se nutre su escritura. Uno de los varios secretos que lo vuelven un libro intemporal y, muy importante, independiente del giro sociológico que pueda estar detrás de los ambientes, descritos siempre con una prosa concisa y exquisita que puede darse ese lujo, y otros varios.


[1] María Elena Llana: Casas del Vedado, Fondo de Cultura Económica, México 2022. Prólogo de Alejandra Amatto.

[2] María Elena Llana: Casas del Vedado, Letras Cubanas, 2024. Disponible en http://ruthtienda.com/maria-elena-llana/498-casas-del-vedado.html

[3] César López: Circulando el cuadrado, Ediciones R, La Habana, 1963.

[4] César López: Ámbito de los espejos, Letras Cubanas, La Habana, 1986.

[5] Ezequiel Vieta: Pailock, el prestidigitador, Ediciones Granma, Serie El Dragon, La Habana, 1966.

[6] Antonio Benítez Rojo: Tute de Reyes, Casa de las Américas, 1967. Jurado: Mario Benedetti, Jesús Díaz, Enrique Lihn, Carlos Monsiváis y Dalmiro Sáenz.

[7] Antonio Benítez Rojo: El escudo de hojas secas, Ediciones Unión, 1968. Jurado: Enrique Labrador Ruiz, Eliseo Diego, Andrés Núñez Olano, Juan Marse y Roque Dalton.

[8] María Elena Llana: Casi todo, Ediciones Unión, 2006. Usamos esta edición para las citas y los llamados a la paginación que en el cuerpo del texto se consignan.



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