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El humor ante el canon, según Eco y Žižek

Zardoyas: Multitudes

Jorge Ángel Hernández

De acuerdo con la imaginación de Umberto Eco, en una abadía benedictina del siglo XIV se encontraba un ejemplar del Libro, o Tratado de la Risa, de Aristóteles, cuya lectura fue severamente prohibida. La tentación de algunos monjes por violar las reglas, instigados por el deseo irrefrenable de saber, los conduce a la muerte. La trama que Eco despliega en El nombre de la rosa, en la que alterna el rigor de la investigación histórica con astutas licencias literarias, adquiere su peso específico al adentrarnos en el temor que la risa ha provocado por siempre en el juicio autoritario. La naturaleza conservadora del poder no reconoce límites y acudir al crimen, para sus defensores, no puede ser una limitación.

La novela se desplaza a través de diferentes recursos, entre los cuales el Humor ocupa un sitio relevante, con elementos como la parodia, la ironía, los guiños anacrónicos, insertos en una estructura literaria de tipo policial a la que el autor alude claramente e incluso la parodia a voluntad. Su humor, referencial y culto, actúa como estrategia ante la Autoridad del canon literario que predomina en la segunda mitad del siglo XX. De la esmerada y rigurosa indagación histórica, clave en las bases de la narración, debe llegar al discurso que describe la cadena de acciones de una trama específica. En una frase: del ensayo al romance.

Ese uso del humor de Eco, aunque importante y válido, no se superpone al canon literario ni, mucho menos, al histórico. Los malabares que hace con el manuscrito aludido –que no soportarían un análisis crítico lógico de los que el propio autor hizo gala– dan fe de cierta preocupación –acaso de trasfondo inconfesado– por no ser tomado en cuenta como novelista. A la ironía confía el pacto entre lectores y críticos. No es nuevo el método y en la mayoría de los casos, que seguramente Eco conocía, los autores no fueron tomados muy en serio por la tradición del saber. De ahí que la apuesta implicara un alto riesgo y que, tal vez por eso mismo, el autor diera al humor esa importancia.

La autoridad dogmática del conocimiento es implacable con quienes la cuestionan desde estatutos bien fundamentados. La nulidad y discriminación se reservan para el pueblo llano, pero en los ámbitos cultos se imponen la condena y el total rechazo. Quedar fuera del juicio que el canon civilizatorio define como bueno, equivale a quedar fuera de la categoría de ciudadano en la antigua Grecia. Pienso, por ejemplo, en Robert Graves, quien sufrió el menosprecio académico al atreverse a sostener su teoría de que existió un matriarcado previo al patriarcado. Bajo un aparente interés en validar la autenticidad del manuscrito leído, y oportunamente perdido, Eco media sobre el lector como una autoridad, al modo de aquella misma que la risa desbanca con un simple gesto. No es una concesión, sino una estrategia de comunicación –necesaria y feliz– que le permite transitar por la autopista del canon literario de modo subversivo.

La subversión que el gesto de la risa implica se halla en la base del mismo estatuto semiótico que la provoca. Para que brote deberá producirse una ruptura subversiva del código significante, lo que plantea, desde su misma formación epistemológica, un desafío a la autoridad de los sentidos. Como estudioso profundo de la Semiótica, Umberto Eco reconocía la fuerza expresiva de este método. De ahí la connotación irónico-poética que propone la frase de uno de los personajes de El nombre de la rosa al asegurar que el libro de Aristóteles tiene la fuerza, o el poder, de mil escorpiones. El enigma que la trama revela –planteada a la manera del Doyle creador de Sherlock Holmes–, mostrará un libro intencionalmente envenenado por un monje enemigo de la risa. Que esta persona en sí aluda a Jorge Luis Borges –Jorge de Burgos es su nombre y se trata de un monje viejo, culto y ciego – da fe de hasta qué punto el humor está en el centro de la apuesta de Eco. Un humor culto y borgeano, por supuesto, que busca desafiar los poderes del canon literario sin dejar de aceptarlo, o continuarlo.

En el momento en que William de Baskerville y Jorge de Burgos se conocen, en la Abadía, quedará planteada la polémica acerca del valor de la risa. A de Burgos, quien no será reconocido hasta el final como el asesino, el narrador lo describe de este modo, imposible de verlo aislado a la imagen de Borges de los últimos años: «un monje encorvado por el peso de los años, blanco como la nieve; no me refiero sólo al pelo sino también al rostro, y a las pupilas. Comprendí que era ciego. Aunque el cuerpo se encogía ya por el peso de la edad, la voz seguía siendo majestuosa, y los brazos y manos poderosos. Clavaba los ojos en nosotros como si nos estuviese viendo, y siempre, también en los días que siguieron, lo vi moverse y hablar como si aún poseyese el don de la vista. Pero el tono de la voz, en cambio, era el de alguien que sólo estuviese dotado del don de la profecía».[1]

Este monje, la segunda persona de más edad del monasterio, en ocasiones funge como confesor de varios monjes y es un acérrimo enemigo de la risa –motivo del crimen para el policial– lo que argumenta con el siguiente parlamento: «si el monje debe abstenerse de los buenos discursos por el voto de silencio, con mayor razón debe sustraerse a los malos discursos. Y así como existen malos discursos existen malas imágenes. Y son las que mienten acerca de la forma de la creación y muestran el mundo al revés de lo que debe ser, de lo que siempre ha sido y de lo que seguirá siendo por los siglos de los siglos hasta el fin de los tiempos».

Mostrar el mundo al revés, lo que equivale a provocar la risa, merece la más dura condena para él, aunque William de Baskerville intente contraargumentar hablándole de la finalidad edificante que persiguen las imágenes marginales que provocan la risa. La discusión erudita irá de un punto a otro en ese mismo pasaje, y se hará clave al final de la novela (en la página 682 de la edición citada), cuando por fin Eco se atreve a darnos un pasaje del valioso libro de Aristóteles que nos remite a su propio arsenal investigativo. Me lo imagino sonriendo, como el personaje que describe el narrador mientras parodia el Tratado aristotélico con sus propias palabras, supuestamente traducidas con dificultad, tratando de encontrar las más justas.

Después de esta novela el autor jamás conseguiría una eficacia comunicativa semejante, aunque en todas sus propuestas narrativas posteriores abunden las bromas e ironías de tipo culto y se permita sus chistes a costa de la historia del arte y la literatura. Su exquisito sentido del humor da fe de que es posible acercarse a través de la risa a los más sublimes ejemplos que ha dado la cultura. Más que válido, es fundacional este despegue de Eco en el ámbito de eso que él mismo llamara los bosques narrativos.

Como la mayoría de los filósofos que dedicaron un aparte de su obra al tema de la risa, Slavoj Žižek interpreta el sentido del chiste y su eficacia cómica hallando en los ejemplos evidencias que confirman sus propios preceptos filosóficos, la mayoría de los cuales son, para este caso, aquellos mismos principios de Lacan. El ejercicio de interpretación que desarrolla en Los chistes de Žižek (Mis chistes. Mi filosofía, según la edición en español, Žižek’s Jokes, 2014. Traducción: Damià Alou), reitera este procedimiento dejándonos un juicio acerca de lo que ha sido un chiste y, visto a posteriori, por qué resulta cómico, aunque sin decirnos en verdad cómo ha llegado a esa comicidad, incluso para él mismo. La motivación de la risa llega, según su perspectiva, a partir de un código amplio de valoraciones de tipo ideológico, religioso o cultural. Las bases de la comicidad dependerían, por tanto, de esa concepción del mundo que lleva a interpretar la situación humorística desde lo que Bergson llamara una mirada superior. Una mirada superior, y a posteriori.

Me pregunto, sin embargo, cuántas personas que piensan que es moralmente inconcebible que la Alemania nazi invadiera Polonia reirían con el chiste del personaje que encarna Woody Allen en uno de sus filmes y declara: «No me gusta escuchar a Wagner porque me dan ganas de invadir Polonia». Para reír, en este caso, podrías incluso simpatizar con el nazismo y hasta tener ganas ciertas de invadir Polonia. Y puede gustarte o no la obra de Wagner; y hasta desconocerla. La codificación que lleva al resultado humorístico se halla en otra parte del inconsciente y depende básicamente del papel que, según la mayoría de los historiadores, jugó la música wagneriana en el espíritu fascista alemán. Es decir, en los patrones de juicio que la autoridad del saber ha establecido como general, y lógica. Son esas las bases del código que va a quebrarse en el momento en que este chiste de Allen aparece. No reiría, en cambio, aquel que desconozca este «detalle».

De acuerdo con la norma epistemológica de Žižek, la ecuación se resolvería argumentando que, al escuchar la música de Wagner, te conviertes en fascista irremediablemente. El chiste de Allen nos dice lo contrario y, como corresponde al humor, somete a burla ese precepto. Y lo consigue a través de la ironía, esa figura de la expresión que connota al antónimo cuando denota al sinónimo.

Uno de los chistes antisoviéticos que Žižek nos relata presenta a un secretario del Partido aleccionado a un miembro de su organización, quien desconoce los contenidos básicos que se discuten en las reuniones del núcleo. De acuerdo con la perspectiva del filósofo, estar pendiente del trabajo ideológico lleva inevitablemente a ser cornudo sin tener idea de que lo sea. El funcionario pasa a ser una versión limitada de Tartufo, el personaje de Molière. Subyace, pues, un interés ideológico en esa ideológica explicación de lo cómico.

El mismo chiste se puede aplicar fuera de ese contexto (de hecho, es una adaptación de la fábula del sabio y el barquero) y sería eficiente en cualquier otro contexto, siempre, eso sí, que la respuesta del primer interpelado que revela como cornudo –o ignorante– a quien lo increpa, venga de alguien que de repente reacciona ingeniosamente contra la autoridad que se ha ejercido sobre él. Al reordenar los términos del enunciado asertivo que ejerce la autoridad del saber, la simultaneidad significante revela un reverso oculto, inesperado –y susceptible de confirmación–, de esa misma lógica, para cambiar la autoridad de la sabiduría impuesta hasta el momento.

Sea el Secretario del Partido, un filósofo, un sabio, o un apoderado cualquiera, el chiste se construye a partir de que la inversión lógica de los axiomas puestos en discurso –desde la autoridad hacia el interpelado y de este hacia la autoridad–, lleva a significados múltiples que simultáneamente revelan lo que estaba oculto. Y ello con el resultado ingenioso a favor del que reacciona contra la autoridad, siempre bajo una norma anafórica de construcción del diálogo, recurso que pertenece más al ámbito de la seducción comunicacional que al estatuto de lo cómico.

Cuando una autoridad se ofende, o se incomoda, y reacciona negativamente ante un chiste, o un acto de parodia que lo implica y lo caricaturiza, revela, en efecto, sus sentimientos reales de superioridad por sobre aquel que emite el enunciado cómico. Su estatuto superior se condiciona a partir del sentimiento del yo, que funciona centrípetamente, es decir, desde la sensibilidad personal como modelo ejemplar de la sensibilidad universal. Esto coloca al fenómeno también del lado de la recepción, y no solo de la enunciación. El receptor sintetiza el sentido mucho más que el emisor puesto que en él, y solo en él, se ha dado el simultáneo golpe de significados que llevan a la risa. Una vez que el emisor ha comprendido el chiste, necesita elaborarlo, someterlo a un proceso de estructuración que sincronice su objetivo con el enunciado mismo. Y el receptor recibe de ello el resultado. Al contrario que Eco, quien subvierte el cano de la autoridad literaria con los recursos del propio canon, Žižek impone un estamento ideológico para conseguir la risa. Sus chistes dependen de una concertación ideológica concreta y perderían comicidad si se enunciaran fuera de ese acuerdo. Y se equipara así a la propia autoridad que minimiza, y de la cual se burla.


[1] Umberto Eco: El nombre de la rosa, Editorial Arte y Literatura, 1989, pp. 113-114.

Publicado en Semiosis (en plural), Cubaliteraria, septiembre 01, 2023



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