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De lo cómico, la burla y el escarnio

Jorge Ángel Hernández

Tomando los preceptos básicos y esquemáticos de Freud acerca del chiste, Terry Eagleton asume que reímos precisamente porque adquirimos conciencia de la fuerza de la inhibición en el acto mismo en que la transgredimos. Como podrá apreciarse, no es ajeno a la incidencia de dos estímulos simultáneos en la provocación de la Risa, aunque da por sabido que la aceptación de un contenido agresivo, ajeno a la naturaleza propia, nos lleva a aceptar el chiste verbal. Tanto para Freud como para Eagleton, la simultaneidad de los significantes que actúan en el plano de la recepción sucede como una especie de justificación por habernos reído de lo que no debíamos hacerlo. Así, el acto de reír surge asociado con algún cargo de culpa. Por eso su propia justificación va al aserto de Sándor Ferenczi, acerca de que «un individuo completamente virtuoso apenas se reiría, como tampoco lo haría uno completamente malvado. El primero no albergaría sentimientos indignos que reprimir, mientras que el segundo no reconocería la fuerza de la prohibición y, por lo tanto, no sentiría ninguna emoción particular ante el hecho de transgredirla».[1] No deja de existir, en la perspectiva de todos ellos, el entramado diabólico que exacerbaba a Platón en el trasfondo motivacional de lo cómico. Eso que el Eagleton califica como “pequeña insurrección” que se refleja en el acto de lo cómico, surge a partir de que la superioridad del yo cede y se inclina, de ahí que insista en el malévolo carácter del chiste y lo califique, con Freud, como «un bellaco que juega a dos bandas y sirve a dos amos al mismo tiempo».[2]

La risa, para Eagleton, está asociada al acto placentero de mostrarnos «groseros, cínicos, egoístas, obtusos, ofensivos, moralmente perezosos, emocionalmente insensibles y exageradamente autocomplacientes», por lo que liberamos la tensión de habernos manifestado tan correctamente. Lo absurdo y lo surreal resultan cómicos porque liberamos, justamente, el imperio de la lógica y arribamos a un mundo donde “todo es posible”.

Un orden social perdurable, opina Eagleton, no solo soporta las desviaciones de la norma, sino que puede darse el lujo además de fomentar estas desviaciones. De este modo, las “diabólicas” facultades del humor terminarán por ser socialmente benévolas y ejercerán la función clínica del placebo sobre la conciencia colectiva. O sea, que las desviaciones de la norma que el chiste propone, terminan por reforzar el sistema de la autoridad dada su superioridad gracias a la correlación de fuerzas en el entramado del sistema social. Habría que aceptar, no obstante, que la autoridad que se siente segura en sus funciones autoritarias, deja de tener sentimientos afectivos por aquello que es objeto de Burla. La tolerancia de la risa por parte de la autoridad no es más que una estrategia astuta, que apuesta al carácter efímero del efecto risible y, sobre todo, descansa en la tradición discriminatoria que sobre lo cómico pesa.

En resumen, y según este modo tan convencional de juzgar a lo cómico, la risa cumple la función de liberarnos de las tantísimas y exageradas normas de conducta social que cumplimos, hacemos cumplir, o sencillamente decimos cumplir, en la existencia cotidiana. Algo así como el porno o las aberraciones sexuales cumplidas en secreto, pero sin sobrecarga moral. Es un equívoco con el que se han sentido cómodos muchos analistas, sobre todo filósofos, y lo han dado como aserto epistemológico. No es para nada falso que la liberación de tensiones se halle entre las consecuencias que provoca la risa, pero el porqué de lo cómico que nos lleva a reír, incluso si somos perfectamente correctos o diabólicos, no radica justamente en eso.

No solo podemos reírnos, y burlarnos, de la autoridad, sino, con demasiada frecuencia, con la autoridad. La proyección de las bases teóricas que rigen el espectro epistemológico de los analistas nos ha dejado un vacío en la comprensión del sentido del humor y, sobre todo, de la naturaleza de sus enunciados.

La construcción del comportamiento adecuado en sociedad pasa, en efecto, por múltiples normas restrictivas. La mayoría, sin embargo, son imprescindibles para que la sociedad no entre en caos y evitar que cunda el pánico en las relaciones entre grupos. Si un sociólogo, sicólogo, filósofo, o cualquier otro especialista en ciencias sociales, no es capaz de diferenciar entre la norma justa de control y el curso individual de las consecuencias de la psiquis, no hemos avanzado demasiado.

Opina Eagleton que «la mierda es el modelo más exacto de la ausencia de significado, pues elimina las distinciones de sentido y de valor y lo nivela todo hasta convertirlo en materia infinitamente idéntica a sí misma». Desde este punto de vista, podríamos pensar que la risa depende de que se revele de pronto que el objeto risible carece de valor. Lo cierto es que la mayoría de los objetos risibles de la historia de lo cómico son, por el contrario, de valor. E incluso cuando se pretende desacralizar a un objeto risible mediante la burla y el escarnio hilarante, como lo hiciera la comedia del arte y se hace aún, sobre todo en la sátira política del diario acontecer, se reconoce, en análisis subjetivo, el valor que desempeña. La burla y el escarnio buscan, justamente, quitar algo del valor del que disfruta ante la norma social de evaluación axiológica. Si lo consiguen es debido a que comparten con el receptor similares prejuicios y análogos tópicos de valor axiológico, más si estos están asociados a ideologías semejantes. Pero el escarnio y la burla no son, en realidad, el motivo de la risa. Estos emergen después del enunciado cómico justamente a causa de que estaban allí mucho antes de ser “descubiertos”, o “revelados”, tal como pretenden quienes aceptan que la risa proviene de la liberación de restricciones.

Pongamos un ejemplo suprasensible para la humanidad: las torturas de Abu Graib. Los y las torturadoras de Abu Graib se divertían con las vejaciones que infligían a los torturados dado que el objeto risible era un enemigo diabólico que podía merecer cualquier escarnio. La complacencia en el abuso que sobre ellos cometieron constituía un motivo de risa para ellos, justo en el sentido en que lo estima la línea filosófica freudiana. Sin embargo, cuando estas imágenes se hicieron públicas, la reacción fue de dolor y patetismo, de toma social de conciencia contra aquel que emprendía tamaña vejación como si fuese un divertimento cómico admisible, un juego de militares que quieren divertirse para liberar la tensión de vivir en peligro constante de morir. La risa de los torturadores es una metáfora del crimen. Al emprender la burla acuden a una especie de ajusticiamiento simbólico que nada tiene que ver con el empleo de la sátira, quizás el más agresivo modo de lo cómico.

Una percepción análoga late en el lugar común de la ficción audiovisual que hace reír al malo al tiempo que ejerce sus vilezas. Bases platónicas que aceptan, a la postre, que ser vil pudiera divertir, llevar a la comicidad y, más no faltaba, liberar las tensiones que agobian al individuo. No puede estar más asociada la risa con lo patológico.

El distanciamiento que ha asumido la filosofía, y algunas otras ciencias sociales, acerca del motivo de la risa, metonímicamente reducida a burla, se ha cargado el porqué del resultado humorístico del enunciado y ha perdido, de paso, su valor significante. Para ello, han prescindido de someter la circunstancia de demostración lógica a su estatuto contrario, para llegar a una conclusión científica al comprobar, si lo consiguen, que en circunstancia inversa se cumple el mismo efecto. De haberlo hecho con rigor, no habrían obtenido las mismas conclusiones. Pero el prejuicio que cunde en contra de la risa es tan tenaz, que hasta sus defensores lo sostienen.


[1] Sándor Ferenczi: Problemas y métodos del psicoanálisis, Buenos Aires, 1966

[2] Terry Eagleton: Humor, Taurus, 2021.



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