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De posverdad y otros demonios

Jorge Ángel Hernández

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define la posverdad como “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Los demagogos son maestros de la posverdad.” El Diccionario Oxford, por su parte, la considera “Información o afirmación en la que los datos objetivos tienen menos importancia para el público que las opiniones y emociones que suscita.” Para ambas, y para muchas otras que se ocupan del tema con largueza, queda claro que el hecho al que se alude en la emisión del mensaje carece de valor, pues todo depende de qué objetivo se ha propuesto lograr este emisor.

El mecanismo mediante el cual un objetivo determinado se pone en marcha a través de este modus operandi podría resumirse de este modo:

1º. Predeterminar un patrón de Juicio que pueda incidir emocionalmente en el ámbito de recepción que se elige para la campaña.

2º. Construir la falacia que apoye el patrón de juicio predeterminado a partir de interpretaciones ideológicamente interesadas de la verdad y los hechos.

3º. Manipular el rumor como argumento verídico, dando por hecho que lo que se expone es cierto porque concuerda con el patrón de juicio predeterminado.

4º. Incentivar la proliferación de jinetes apocalípticos que asuman la falacia como cierta y se pronuncien sin el más mínimo rigor informativo y sin preocuparse por la cuestión ética, hasta lograr un estado de opinión generalizado que reemplace la verdad.

5º. Una vez que la campaña se ha expandido en los sectores cuya opinión se pretende manejar, se acude al patrón de juicio predeterminado como si fuera un estamento conclusivo y no un juicio previo, falaz, que saquea tanto de verdades parciales como de datos falsos.

6º. Se establece una ecuación moral que identifique cada elemento del objetivo sometido a campaña con tópicos del mal generalmente aceptados.

7º. Una vez que se aclaran las falacias y se revela la verdad escamoteada –si es que llega a hacerse, pues de esas mentiras mucho va a quedar en el ámbito de percepción masiva que no se toma el trabajo de rectificar lo aprehendido– se acude al cínico argumento –epistemológicamente insostenible– de que todo es consecuencia de la libertad democrática.

Así el trumpismo vio como legítimo llevar a cabo un asalto al Capitolio y desconocer las bases presuntamente democráticas de su sistema electoral. Y levantar acusaciones del tipo de las agresiones sonoras a los funcionarios diplomáticos estadounidenses en la Embajada de La Habana para revertir las medidas de búsqueda de entendimiento y diálogo entre las dos partes y recrudecer el acoso y la agresión, llegando incluso al tiroteo a un inmueble y la agresión pública a los ciudadanos. Le bastó incluso acusar sin la más mínima prueba al estado cubano de tráfico de personas y terrorismo para darse banquete con las prohibiciones que siguen abultando a un bloqueo que, por sus artes mediáticas, y paradójicamente, juran que no existe. En análoga embestida, los efectivos de guerra cultural “eligen” la suplantación de los hechos y verdades por el abanderamiento de patrones de juicio predeterminados.

Lo más inmediato que nos atañe a propósito de estas reflexiones se relaciona con la trama asumida por la asamblea de cineastas –donde hay de todo, más que en botica, y no sobra la excelencia artística– a partir de una falacia: que se ha ejercido la censura contra el documental La Habana de Fito, del realizador cubano Juan Pin Vilar. Desde el montaje, debidamente revelado en su momento, de la Muestra Joven del ICAIC, no habían logrado un entramado en comandita como este.

Por más que se haya repetido machaconamente, y continúe en el modus operandi de agresividad mediática, no se ejerció la censura con respecto al documental La Habana de Fito. Cumpliendo al pie de la letra con los requisitos de la posverdad trumpista, se ha propagado una interesada andanada de desinformación y tergiversaciones. Se recolocan así sucesos y conflictos de nuestro devenir histórico a partir de patrones de juicio predeterminados por la propaganda que suplanta los hechos con la emocionalidad que ha generado. Cualquier analista puede detectar que la tan cacareada obra de Vilar intenta imponer –mediante la emocionalidad metonímica de Fito Páez como canal e instrumento de comunicación– ciertos patrones de demonización de la política cultural de la revolución cubana. Sus logros serían inobjetables si sus detractores no se empecinaran en negarla y ejercer, a ultranza, una férrea censura sobre lo que queda profusamente demostrado con hechos desde los mismos inicios del proceso revolucionario y la fundación del ICAIC, el verdadero paradigma de desarrollo cinematográfico de Cuba.

Para no ser menos con esta campaña de difamación y tergiversaciones, se han manipulado los intentos denodados, a veces rayanos en la incondicionalidad, del Ministerio de Cultura por dialogar objetivamente sobre el tema. De ahí que sea esta institución el blanco incondicional de cineastas y acólitos de oportunismo mediático, dado que el patrón de juicio predeterminado consiste en promulgar su incapacidad y, también por metonimia ideológicamente interesada, la inoperancia de la institucionalidad revolucionaria. No pretenden diálogo sino la imposición de prejuicios y el empoderamiento total de su ombliguismo. Tanto, que en sus últimos capítulos se abrogan el derecho de decidir la política de cuadros y, para evitar ser díscolos, o peligrosos, con el verdadero agresor cultural, prescinden de la consulta y la investigación de fuentes fidedignas para desarrollar una trama –otra más– de arbitrariedad institucional. Tanto, por demás, que desde el principio han ignorado al ICAIC y solo lo han usado como facilitador de localidades, y esa limosna a pura punta de escopeta. Sus perfiles de redes sociales de Internet –escenario ideal para la desbandada de los jinetes apocalípticos de la posverdad–, rebosan tanto de irrespeto y de provocaciones como de ignorancia electiva. Ataques virulentos de contrarrevolucionarios confesos avisan claramente, por demás, acerca de las condiciones concretas que intentan imponer y, sobre todo, de las represalias que pueden sucederse contra quienes se atrevan a convertirse en interlocutores honestos.

Las declaraciones de Fito Páez en la entrevista concedida en Madrid a una publicación financiada por el Departamento del Tesoro estadounidense para la desestabilización del Orden Constitucional cubano, revelan cuánto su información se direcciona intencionadamente y da fe, con alusiones precisas de las fuentes, de hasta qué punto la conducta hostil y tergiversadora de la verdad asumida responde a los patrones de guerra cultural que definen las bases ideológicas de publicaciones de esta índole. El que paga no solo manda, sino que enjuaga y tiende además a terceros que le son adversos. Y esto lo cumple Fito con una falsa candorosa ingenuidad.

La decisión de exhibir La Habana de Fito en la televisión pública cubana, en un espacio de reputación intelectual y pensamiento crítico que cuenta con una trayectoria de años –y que fue coherente además con su formato habitual–, no respondió, como han asegurado falaz y públicamente su realizador, sus productores y otros críticos, cineastas y acólitos de vario oportunismo útil, a una intención de robo y manipulación. En contraposición a burócratas e incultos funcionarios, en las instituciones culturales siempre han trabajado personas que luchen incansablemente por fomentar la cultura y la libertad de expresión. Eso, desde el mismo momento en que triunfara la revolución, pues no basta con decretar la libertad para que esta se cumpla y se respete. Las inflexiones lamentables que ocurrieran alrededor de cincuenta años atrás, como el caso Padilla, se reeditan de pronto como si fueran parte del entorno cotidiano, timando al mundo con la perspectiva que da su propaganda. Tal vez por eso las pinzas con que los funcionarios implicados en el rifirrafe de la asamblea de cineastas, han tratado a Fito Páez –artista a quien una buena parte del pueblo cubano respeta y admira por su obra musical y su conducta rebelde–, acusan la mar de malabares por evitar herir su sensibilidad. Baldío esfuerzo, en mi opinión estrictamente personal, puesto que el cambio de bando es evidente, aunque parezcan las mismas sus canciones. La seducción del mercado no cree en lágrimas (si bien recuerdo el axioma).

Y en la avalancha de falacias y acusaciones con falsos argumentos, estos funcionarios en ejercicio de cargos, que son intelectuales y proceden del mismo pueblo que ha admirado no solo a Fito sino también al arte y la cultura universal, se preocupaban sobre todo, y con extrema responsabilidad, por no herir la sensibilidad del pueblo cubano, quien conoce las verdaderas circunstancias de la muerte de Camilo Cienfuegos, uno de sus ídolos heroicos, ocurrida en un lamentable accidente aéreo. La hipótesis que expone el cantautor como posible, en cambio, se la ha contado una persona –¡una persona!, no un pueblo, que en cada aniversario lo venera con una peregrinación–, como se puede apreciar en las imágenes del documental que vimos en TV. Más que provocador, esto es deliberadamente falaz y moralmente inaceptable. La posverdad en que se expande la guerra cultural no lo predica así, y lo disfraza cínica, trumpistamente, de derecho a expresión libre. De eso mismo, ¡casualmente!, se ha estado haciendo eco la asamblea de cineastas –donde hay de todo, más que en botica, y no sobra la excelencia artística–, como si estuviera desorientada acerca de la contrarrevolución de fondo, haciendo malabares con las bases que orientan la política cultural cubana, especialmente el paradigmático texto conocido como Palabras a los intelectuales, de Fidel Castro, víctima también de un fuego sordo de interpretaciones predeterminadas. El super objetivo de desacreditar el fidelismo no entra en discusión para ellos: se cumple, o ¡se cumple!

El surgimiento de una nueva campaña relacionada con la pena de muerte –actualmente en moratoria en Cuba–, también preocupa, y mucho, a quienes asumen responsabilidades institucionales para desarrollar la política cultural de la revolución cubana. Como soy partidario de mantenerla activa en el Código Penal, he sido testigo polémico de ello. Sin embargo, y como parte de ese denodado proceso de reedición y rescritura de la Historia que vivimos, se ha procurado edulcorar el abominable secuestro de las embarcaciones cubanas que se dedicaban al traslado de pasajeros. Que quede claro esto. Tres secuestradores y terroristas fueron fusilados –acorde con el Código Penal y siguiendo el debido proceso judicial, que vimos por televisión pública, por cierto– en el año 2003 por haber puesto premeditadamente en peligro la vida de varios ciudadanos y haber amenazado de muerte a niños, con confesión de partes, por demás. Todo ello en medio de un contexto de amenazas a la seguridad del país, con llamados a intervención militar directa y apoyo mediático desde los más altos niveles de la administración de los EEUU. Debe entenderse, entonces, que temas tan delicados y de profundidad para la sensibilidad de nuestro pueblo, no merecen ser abordados irresponsablemente, como ocurre, lamentablemente, en La Habana de Fito. Esto, sin embargo, no condujo a optar por la censura, sino, por el contrario, en someterlo a público debate.

Por si no fuera suficiente, se había orquestado una campaña de acusación de censura al propio documental en los medios informativos que financia el Departamento del Tesoro estadounidense, basada en acusaciones proferidas por su realizador, quien exigía públicamente que éste fuera exhibido. Así lo hizo saber Vilar desde su perfil de Facebook, a través de una Carta abierta al presidente de la República (de Cuba, aunque el destinatario real pudiera estar en Despacho oval), en la que miente deliberadamente acerca de las circunstancias, y de cuya mentira se hicieron eco, a su libre albedrío y de inmediato, publicaciones diversas que tienen como denominador común el descrédito a ultranza del proceso revolucionario cubano. Vilar aportaba el punto 2º del modus operandi para injertar la posverdad en el contexto mediático, al parecer complacido en su minuto carnavalesco de fama y su asumido rol de tonto útil. La campaña, sin la menor ética, tergiversaba estos hechos y presentaba como censor implacable al Ministerio de Cultura, acorde con el patrón de juicio del que parte esta campaña de guerra cultural que hoy nos agobia y nos convierte en sujetos de interés para amenazas directas o veladas. El propio representante del cantautor argentino se sumaba a la campaña mediática de la censura, lamentando, en hipócrita expresión de la que algunos usuarios de redes se harían eco, que el pueblo cubano “no pueda acceder a ver ese documental”.

Ante ese crimen de falsificación que promovía una supuesta censura –con asesoría legal mediante, remitida a la Ley 154 de 2022, en sus artículos 86. 1, inciso e), y 87, inciso b)–[1], optaron por llevarlo a criterio de toda la nación, de todo el pueblo, a través de la televisión pública, prefiriendo enfrentar los entresijos legales de los mercaderes del arte antes que faltar a la ética revolucionaria de la libertad de expresión y el derecho a la valoración y el juicio.

Una vez exhibido en la televisión, las estrategias de campaña sufrieron variaciones, sin que importaran las reiteradas anteriores exigencias para su exhibición. Cumpliendo dócilmente los preceptos del manual, por tanto sin cambios en los patrones que demonizan a la institucionalidad ni en el descrédito –donde aflora el insulto en ocasiones– a sus representantes. Oídos sordos y ojos ciegos se muestran por su parte ante las paradojas evidentes en un cinismo imponente y ofensivo. A esa campaña de falacias se sumó Vilar, tascando el freno en más de una mentira y permitiéndose el lujo de la ofensa pública, como si esta formara parte de la expresión artística. ¿Es ese tipo de delito el que no debía contemplar nuestro Código Penal? ¿Tienen derecho, él como otros, a fomentar el escarnio público de terceras personas, dañando su moral y llamando a dañarlas además en su integridad física?

Cuando Fito asegura que estuvo al tanto de “la suspensión de los tres documentales en El Ciervo encantado”, revela la línea argumental de la campaña a la que fue arrastrado, desde el inicio y acaso confiando en disculpase tras su presunta ingenuidad de artista. También revela Fito en su “oportuna” entrevista que le ha “informado” su manager, el señor Daniel Grinbak “sobre una legislación «por la cual no se pueden decir cosas en contra del régimen».” Una falacia que el propio Código desmiente en los artículos utilizados para la campaña. Cualquier pretexto, por insólito que pueda parecer, lleva al románico camino del descrédito y, a la vista de todos, está férreamente censurado por la propaganda contrarrevolucionaria. En una nueva paradoja, de brutal cinismo, Páez no aplica la misma actitud para el relato que le cuenta su manager que la que pide aplicarle a la muerte de Camilo Cienfuegos. ¿Consideran nuestros asambleístas este tipo de conductas como casos de “censura buena”, o “en nombre del bien”?

La entrega al pueblo cubano no se demuestra con campañas mediáticas que repiten la mentira hasta inscribirla como si fuera una verdad, al menos en el plano de la complacencia ideológica; ni aceptando como inevitable la hegemonía del mercado y el odio inveterado al verdadero pensamiento progresista, el que ha sostenido la revolución cubana a pesar de sus errores –puntuales y rectificados– y ha refrendado en plebiscito una absoluta mayoría de ese mismo pueblo. Tampoco se expresa en la burda, a veces criminal, campaña de falacias públicas que varios activistas han tomado como punta de lanza, confiados en la protección de potencias cuya impunidad en la violación de los derechos humanos es notoria. Menos habrá de definirse en ese acto servil de repetir la narrativa construida por la guerra fría como si fuera una verdad latente. Hoy es tan fuerte el bloqueo mediático como el económico y financiero, que data de 1962, y al intentar negarlo, o minimizar sus consecuencias, el servilismo mercantil censura nuestra obra –tanto la del sistema de relaciones sociales como la de los creadores– e intenta proscribirla, sembrando odio y no arte, fomentando represalias y no diálogos, negándose, a como dé lugar, al razonamiento humano y el ejercicio crítico del arte y la cultura.

Tales conductas someten a la mayoría de nuestros creadores a una censura omnipresente que ninguno de esos medios y activistas se atreve a denunciar. Más bien la aúpan, esperando ancha avena, mientras en silencio contemplan ese crimen. Campañas de mentiras y serviles mentirosos se camuflan detrás de una supuesta libertad de expresión, que no practican en su ámbito de clientelismo y contractualidad, por cierto. Entre la zanahoria y el temor a sentir el sartenazo, el modus operandi se modela. Notorio y demostrable.

En mi opinión, de nuevo estrictamente personal, se velan los propósitos de que esa asamblea de cineastas actúe como un caballo de Troya que se apresure pescar en río revuelto, y turbio, aunque algunos ya salten por estímulo, tal vez demasiado anquilosados después de las tensiones del período pandémico. Otros, como de bulto, puyan, camuflados, hasta que llegan los pocos –¿cuatro gatos, calidad artística mediante, al menos?– que rasgan vestiduras para llevar adelante el punto cuarto en que la posverdad se ha propagado, llamando a los apocalípticos demonios del anticomunismo.


1 Sección cuarta de la Ley 154/2022

Utilización de las creaciones sin autorización ni remuneración

Artículo 86.1. Es lícito y no requiere autorización ni remuneración alguna, pero sí re­ferencia al nombre del creador, la utilización de:

e) creaciones para su análisis, comentario o juicio crítico con fines de enseñanza o de investigación, en la medida justificada por el fin que se persiga, debiendo indicar la fuente y sin manifestar una explotación encubierta de la obra

Sección quinta

Artículo 87. Es lícito y no requiere autorización, pero sí remuneración:

b) la comunicación pública de obras divulgadas por organismos de radiodifusión u otros medios fundamentales de comunicación social



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