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El equilibrio de las Ciencias y la crítica, según Bruno Latour

Jorge Ángel Hernández

¿Podrá una crítica de Arte considerarse científica? ¿Tendrá categoría de ciencia el análisis de un texto literario? ¿Qué separa a las ciencias, con su obsesión por la búsqueda de las exactitudes, de la obsesión por el sentido del texto, o de la obra de arte? ¿Valdrá la pena enfrascarnos en hallar un método, o varios? Del mismo modo en que las ciencias carecerían de valor sin las demostraciones que las prueban, a las cuales se llega a través de infinidad de experimentos, las creaciones artísticas regeneran sus vidas a la par del posterior comentario. Comentario que jamás es el mismo, aunque se encumbre en la Historia de la humanidad. No importa que autores y críticos se juren un desprecio público, superficial y airado, ni que científicos ni gente de razón común se miren desde puntos distantes, como habitantes de mundos privados del contacto mutuo. Los universos se cruzan, se contaminan, se influencian y, lo más importante, se reconcilian en una dimensión que apenas sale a superficie y que debemos seguir investigando.

Para Bruno Latour, las dificultades de definición del método radican en la insistencia científica en denominar formas de vida demasiado diferentes con un solo término.[1] La intención de Lakatos, opina, es mantener a los científicos a resguardo del mundo social en tanto Habermas pretende mantener al mundo social al resguardo de los científicos.[2] Esto reproduce, en el ámbito del saber, una simetría inoperante que, según sus peticiones, atenuaría sus niveles de indefinición si se llevara a debate público la opinión de los expertos. Pero no es fácil que los representantes de uno y otro ámbito acuerden acercarse, siquiera en el terreno de la comprensión polémica. Tanto la perspectiva de formación epistemológica como las nociones de percepción parten de códigos de estímulo opuestos, al menos en la superficie. Si bien las posibilidades de confluencias no son imposibles, sí se presentan en extremo complejas, dependientes de sus paradigmáticas reservas de conocimiento y, sobre todo, de los objetivos concretos de su investigación, como labor y empleo, sencillamente.

En esta persistente tendencia de las simetrías negativas, el carácter científico del discurso se atrinchera en dos modalidades de confrontación extrema. Por un lado, según las propias palabras de Latour, “»científico» se refiere a una forma de discurso que permite pasar por alto la palabra pública, la lengua popular, el murmullo mundano, los rumores ociosos, el muestrario indefinido de la subjetividad”.[3] De ese modo, la ciencia se establece como un arsenal de asertos inamovibles que, dicho sea de paso, niegan la propia dialéctica del conocimiento. Por otra parte, el sentido del término “científico” remite a un proceso inverso que empodera un estigma de falacia en todo lo que proviene de la ciencia. Este discurso negativo no deja de ser positivista, aunque pretenda el cuestionamiento constante de los descubrimientos admitidos por las comunidades científicas. Si bien cuenta con el mérito indiscutible de atender a los intereses inmediatos de la cultura de masas, y de asumir la reproducción de tópicos socio productivos en curso en el momento de la enunciación discursiva, su activismo padece de la misma extrema tendencia de parcialización conclusiva con que la ciencia establecida se expresa. Súmese a ello la cantidad de circunstancias obviadas por la ciencia, pero tenidas muy en cuenta por los individuos que se involucran de lleno en acontecimientos del entramado social vertiginoso e inmediato, sin pretender aislar de ello a la política. El valor de la ciencia es, en esa línea, poco menos que chatarra, o comida de tránsito.

Y existe un tercer punto de vista, gracias al cual se considera “científico” un hecho debido a la gran cantidad de datos que avalan el carácter de la afirmación.

Para Latour, la relación de la ciencia con lo invisible y lo inmediato, en lugar de la búsqueda de lo invisible y de la mediación, proviene de la historia del arte, específicamente en el momento en que la pintura holandesa relaciona directamente las correspondencias entre la representación pictórica y los elementos procedentes de la realidad.[4]

Al exponer tales conclusiones, Latour asume que el arte reconoce un modo único de representación del hecho real. No es que asuma la idea como suya, sino que la coloca en el arte de esa época, como si el dogma acerca de la representación de la realidad en el arte no hubiese surgido de los propios preceptos de las clases dominantes. A mi juicio, la instrumentalidad de la pintura no pertenece a los pintores, aunque en sus obras lo veamos y el sujeto creativo se ajuste a sus cánones, sino al control político, a la dominación clasista. La grandeza proclamada a los artistas del Renacimiento europeo lo es solo a condición de que ese sujeto creador sea sostén del canon dominante. De ahí surge la idea. Se unifican las normas de representación artística no para controlar el arte en sí, sino para seguir controlando el entramado social. Si alguna idea refleja conciencia de que los modos de representación pictórica de un mismo fenómeno son múltiples es esta. Reconocerlo lleva a prohibirlo.

¿No reconoce Latour algo tan obvio?

Lo reconoce, desde luego, y lo instrumenta.

Al asumir que las técnicas de reproducción digital multiplican la representación de la obra, –concentrado más en desmentir a Benjamin que en entender el fenómeno–, se salta el hecho de que esa misma información, reproducida en nuevas escalas de acercamiento, constituye una información distinta, reveladora de los procesos y variables que se mantienen ocultos bajo la figuración más compacta del conjunto. La digitalización reproductiva de la obra de arte, apunta allí mismo el profesor francés, apenas acelera un proceso antiguo que los artistas han empleado para establecer variaciones de cálculo en las obras. No era este el eje de preocupación Benjamineano, por cierto, sino, por el contrario, hasta qué punto la degradación de un extracto informativo simplificaría el sentido de la obra de arte como objeto único, ajeno a su reproducción mecánica. Si nos detenemos en la fenomenología del conceptualismo artístico actual, descubriríamos que, en no pocas de sus variantes, sus muestras se avienen más a una ingeniería de la composición, aledaña a los modos de la ciencia, que a una búsqueda del sentido emocional. La frialdad de esas obras, dependientes de su propio proceso etimológico, reduce a un ámbito de cofradía al consumidor de arte, del mismo modo en que el masivo consumidor de la reproducción mecánica se afianza en sus tópicos de complacencia. No creo, por tanto, que estos “sablazos” de Latour resuelvan la vigente ecuación que nos legara Walter Benjamin.

Las exigencias que las ciencias sociales y humanísticas imponen a la sociedad recorren puntos esenciales como:

– imponderable deber de financiar sus programas de investigación y generación de consenso;

 – nula capacidad de intervención en esos programas de investigación que la propia sociedad financia a través de impuestos y contribuciones;

– conciencia colectiva de que la masa apenas puede elevar su nivel al convertirse en propagandistas didácticos de los resultados conclusivos de las investigaciones científicas;

– cualquier cuestionamiento o decantación de lo que el juicio de valor establece como bueno corresponde a la subjetividad del sujeto y no compromete las conclusiones de la investigación

Es lo que el propio Latour reconoce como “paradigma”, o sea, “la práctica, el modus operandi que autoriza que surjan hechos nuevos”, por tanto, y además, “una ruta que permite acceder a un emplazamiento experimental”.[5] Y, mediante metáforas que relacionan los ámbitos del conocimiento científico con pistas de aterrizaje especializadas –como si estas metaforizaciones no merecieran las mismas burlas que él le dedica a Thomas Kuhn–, coloca el punto focal en lo que más aporta en sus lecciones: la transversalidad infinita de las rutas del conocimiento científico. No se trata, en esencia, de especular con el saber, sino de convocarlo a rutas, o a observaciones que se hundan en el interior de las formas, hasta ofrecernos dimensiones disímiles para un mismo fenómeno. De ahí que se atreva a pedir una especie de crítica de la Ciencia, del mismo modo en que existe una crítica del Arte.

Vale la pena, ya en esa pista de aterrizaje científico que Latour dibuja, reorganizar de modo inverso el proceso para evitar que se malogren las aproximaciones a las artes, o la literatura. Algo de lo que he vislumbrado en los mejores ejemplos de la Socio semiótica, o las escuelas de Praga, o de Tartu, o las semiologías de Lotman, Eco o Todorov, para acudir a ejemplos caros a mis pretensiones científicas. En cambio, las aproximaciones que tercamente se aferran a paradigmas que van a definir las conclusiones antes del proceso de investigación, nos darán solo dogmas. Asegura Lator que “el mundo social no es un territorio particular en el que podríamos penetrar luego de haber salido del de la naturaleza, franqueando una frontera mejor o peor custodiada que podríamos confiarles, por esta razón, a colegas especializados. Forma una red cuyas conexiones más insidiosas se mezclan justamente en el interior de todos los cantones científicos.”[6] Y en su función de profesor, le aconseja a una alumna: “No vacile en recortar anuncios publicitarios, tomar fotografías, transcribir conversaciones. Para nuestros propósitos, ninguno de esos formatos de información está de más”[7]

Si todo es fuente documental para el ámbito de las ciencias, exactas o sociales, toda ciencia sería una base posible para ejercer el oficio de la crítica, literaria y artística. ¿Cómo saltar, entonces, la tiranía de los dogmas que han marcado el gusto y, más cada día, reducen las posibilidades expresivas del concepto? ¿Bastará con trazar nuevas rutas de abordaje si, después de todo, esas rutas también tendrán de fondo paradigmas antiguos, arraigados al gusto que perdura, o al concepto que ha logrado instalarse como norma? El intrincado camino nos lleva a pensar en las provocaciones de Latour, precisamente; no porque el método pueda presentarse claro, e inmediato, sino porque es posible, a estas alturas de la contaminación científica, forzarlo a despegar, dejando atrás las pistas que antes le sirvieron para aterrizar. Del equilibrio que logre ese ejercicio consciente, podría devenir el necesario despegue que reconcilie a la crítica de arte, o literaria, con el saber científico.


[1] Bruno Latour: “¿Hacen falta críticos de ciencia?”, Crónicas de un amante de las Ciencias, Dedalus, Buenos Aires, 2010, 286 pp. ISBN 978-987-23248-8-9. p. 25

[2] Ob. Cit., p. 23

[3] “¿Dijo usted «científico»?, Ob. Cit. p. 26.

[4] “Visible e invisible en ciencia”, Ob cit., pp. 139-140

[5] “¿Necesitamos paradigmas?”, Ob. Cit., p. 42

[6] “¿Dijo usted pluridisciplinario?”, Ob. Cit. p. 87

[7] Cogitamus. Seis cartas sobre las humanidades científicas, 2010. Traducción: Alcira Bixio

Publicado en Semiosis (en plural), Cubaliteraria, abril 04, 2022.



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