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Mártires y verdugos

Lateral en esta columna de El Ágora el sábado 15, durante este mes también se cumplieron 36 años de un hecho histórico para Bahía Blanca: la única visita de un Papa en ejercicio en los 159 que la ciudad cumplió ese 11 de abril de 1987. No se ha repetido.

La llegada de Juan Pablo II, ocurrida días antes del alzamiento carapintada de Semana Santa, condensó significantes históricos en una ciudad que en la década anterior había asistido tanto a la participación de sacerdotes y la jerarquía local en la represión clandestina como a la persecución sufrida por otro sector de curas, monjas, laicas y laicos. Tal y como tituló su libro de historia argentina Salvador Ferla, también puertas adentro de los templos hubo mártires y verdugos.

El contexto global de 1987, en que el Papa polaco era un personaje central, avanzaba hacia un mundo unipolar. El país, caídas las esperanzas primaverales, comenzaba a sumergirse en la desazón económica del Austral y una impunidad de un cuarto de siglo más para los partícipes del genocidio.

Los hechos de la época muestran, como hoy, que –contra lo que suele creerse- la obtención de un Mundial no dota per se de bríos u oxígeno a un gobierno ni diluye las críticas o decepciones sobre él.

Pluma, espada y cruz

Todavía entonces, la ciudad era cabecera de dos jurisdicciones prácticamente coincidentes, que abarcaban todo el sur argentino: el V Cuerpo de Ejército y la provincia eclesiástica de Bahía Blanca. La espada y la cruz.

El tercer elemento, la pluma, se lo habían disputado en la década anterior el escudo de la Universidad Nacional del Sur y la tinta de La Nueva Provincia, prevaleciendo la usina naval y quedando diezmada la vida académica.

También en las aulas confesionales se notaban las ausencias. Antes del golpe del 24 de marzo de 1976, la autodenominada Alianza Anticomunista Argentina había asesinado a un estudiante, el militante comunista David “Watu” Cilleruelo, en los pasillos de la UNS, y a un sacerdote, el salesiano Carlos Dorñak, en un dormitorio del Instituto Juan Xxiii del que era vicerrector. Ocurrió en el lapso de diez días, entre el 21 de marzo y el 3 de abril de 1975. En ambos casos, la firma de la AAA quedó como mensaje intimidatorio para la comunidad educativa.

Cuando se produjo el crimen de Dorñak, el entonces provicario castrense Victorio Bonamín anotó en su diario que había recomendado a la congregación salesiana tratar con la Marina y la policía bonaerense y “reconciliarse con La Nueva Provincia”.

Doce años después, una democracia cubierta de ausencias recibiría a Juan Pablo II. El diario de la familia Julio le dedicó un suplemento especial y la Municipalidad colocó un aviso a página completa.

Golpistas o héroes

La visita papal y la rebelión carapintada estuvieron ligadas al recuerdo fresco de la guerra por las islas Malvinas. En apenas una quincena, el pontífice que había visitado el país durante el conflicto retornaba para celebrar la paz y derramar el típico discurso de la época final de la Guerra Fría, y el oficialismo nacional pasaba de considerar golpistas a los carapintadas a reivindicarlos como “héroes de Malvinas”.

Fue el punto discursivo más nítido de la claudicación alfonsinista, ante una Plaza de Mayo colmada en respaldo de la democracia. Semanas después, la llamada ley de Obediencia Debida consagraría la impunidad de la gran mayoría de los oficiales y la totalidad de los suboficiales por los crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado.

Cuando inició aquel abril, se habían cumplido cinco años de la recuperación argentina de las Malvinas. El jueves 2, el entonces presidente Raúl Alfonsín asistió a la misa conmemorativa a cargo del vicario castrense José Miguel Medina.

Fue la recordada ocasión en que Alfonsín subió al púlpito a responder a una homilía en que Medina insinuó acusaciones de corrupción. La proximidad con la Semana Santa posterior descubre otros contornos posibles, porque cada sublevación militar –incluyendo a los golpes palaciegos dentro de las mismas dictaduras- fue precedida por proclamas que encuadraban a la rebelión como el producto de la reacción de los custodios naturales de la Nación ante la corrupción, en general –excepto el documento de 1956- en su acepción y formas más simplistas. Con esos antecedentes y las informaciones de inminentes presiones castrenses, no era extraño que quien viese una vaca, llorara.

Mientras tanto, La Nueva Provincia reproducía una exhortación del Papa a la juventud de Chile –no a la dictadura que todavía lo gobernaba- para que no se dejase seducir por la violencia.

Lobos o pastores

El discurso unipolar de Juan Pablo II, el sermón de Medina y la respuesta de Alfonsín desde el púlpito no fueron los únicos mensajes de contenido político pronunciados en celebraciones religiosas de ese mes. Durante los días de la sublevación carapintada, el sacerdote Luis Moisés Jardín pronunció ante oficiales navales una homilía reivindicatoria del accionar de las Fuerzas Armadas durante el terrorismo de Estado. El Ágora compartió el sábado 15, en esta misma columna, la transcripción casi íntegra de La Nueva Provincia.

Pero en abril de 1987 también hubo espacio para intervenciones contestatarias, incómodas al discurso dominante. Viedma, que forma parte del Arzobispado de Bahía Blanca, fue otra de las ciudades del país que recibió a Juan Pablo II. El obispo local, Miguel Hesayne, se destacó entre sus pares al mencionar ante el Papa a “los desaparecidos y torturados” de la reciente dictadura argentina. La imagen principal de esta nota ilustra el encuentro de ambos. También la espalda que parece darle el obispo de Roma a su par de Viedma.

La Nueva Provincia se congratuló al mencionar, como respuesta a Hesayne, un “enfático llamado” papal a “una profunda reconciliación”. Detrás de su gran foto de tapa, que mostraba al pontífice polaco saludando en su llegada a Bahía Blanca, aparecía el arzobispo Jorge Mayer. Aquel cuyo automóvil, según su propio decir, buscaba solo el camino al V Cuerpo.

Una de las ocasiones en que el vehículo arzobispal aprendió la ruta fue el 30 de mayo de 1977, cuando su conductor bendijo las medallas otorgadas a genocidas. En su discurso, Mayer adjudicó a una voluntad divina las acciones que llevaban adelante los condecorados, entre cuyas víctimas se encontraban militantes cristianos y cristianas.

Los mensajes del arzobispo, Juan Pablo II o Jardín no solían ser caracterizados como “políticos”, a diferencia de lo que ocurría con las expresiones o acciones de Hesayne.

Lo mismo había sucedido en Bahía Blanca a comienzos de la década del 70, cuando dos homilías fueron interrumpidas por oficiales de la Armada que habían asistido a misa en la Catedral.

En octubre de 1970, un grupo de marinos increpó al sacerdote Duilio Biancucci mientras compartía algunos párrafos de una carta escrita desde la cárcel por el cura Alberto Carbone, recientemente fallecido. Justamente en la parroquia en que ejerció labor pastoral Carbone, en el tercer cordón del Conurbano, continúa su tarea un bahiense: Rodolfo Viano, hasta comienzos de este año referente local del Grupo de Curas en Opción por los Pobres.

La segunda oportunidad en que un marino puso fin a un sermón ocurrió en diciembre de 1972, cuando el sacerdote Oscar Barreto fue interrumpido por el teniente de navío Basilio Pertiné. Si Cristo hubiese sido contemporáneo de la concurrencia, había dicho el cura en plena misa de once, “sería tildado de marxista y subversivo, sería apresado y nuevamente muerto”.

Tanto Barreto como Biancucci eran docentes del instituto Juan XXIII, cuyo vicerrector sería asesinado por la Triple A poco más de dos años después. En las paredes de la institución, con firma de la AAA, efectivamente se sindicaba a las víctimas como marxistas y subversivas. O, en la terminología coloquial de entonces, zurdos y bolches.

Como la Historia está tejida con nombres que se repiten, casi treinta años después de la homilía trunca de Barreto el todavía obispo Hesayne, que en 1987 se había atrevido a mencionar a los desaparecidos frente al Papa, escribió una carta pública al cuñado de aquel teniente de navío de 1972, instándolo a reflexionar si consideraba lícito que comulgue quien “asume la ideología neoliberal que engendra una situación de muerte para millones”.

Ese cuñado era el presidente Fernando de la Rúa.

Mártires y verdugos es una publicación original de El Ágora Digital.



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