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El día de Pentecostés

Eras una bola blanca y con dientes al poco de nacer,
algarabía perpetua de arañazos, maullidos, saltos y cabriolas,
reflejado en tus pupilas azules
hasta el mínimo movimiento del insecto más minúsculo del más breve rincón.

Y, breve como eras,
abrías las fauces como tigre en Bengala, hambriento, carcajeante;
maullabas como si el mañana no existiera;
hincabas las uñas en el suelo calcáreo con insistencia monótona.

Lo impregnabas todo con tu luz de bebé peludo y cuadrúpedo,
ahora me doy cuenta.

Dormías abrazado a mí, hacías de mi pierna
almohada perpetua y pijama. Y yo,
henchido de orgullo,
les decía a todos: "ahí está mi gato,
es mi gato, es mío".

Siempre quise tener un animal de compañía,
un algo inquieto
que me devorara,
un ser animado sociable amoroso saciado
al que abrazar en noches de incertidumbre,
al que culpar de todos los males.
Un alguien incierto al que besar en la nuca
cuando los nudillos quedaran blancos de rabia.

Quizás,
una tabla de salvación que no pudiera
responderme,
ni afearme la conducta.

Tú eras perfecto en tu anatómica felinidad,
pequeño gato nacarado
de ojos color cielo, boca rosácea, entrañas corruptas.

Y yo era perfecto en contacto contigo
y la salvaje mezcla de tus genes,
con tu ronquido cada madrugada, enhebrado en suspiros.

Echarte de menos
es un agravio para lo que mereces,
maldito-bendito salvavidas,
tesoro vestido de pelaje,
hermoso como tu sombra.

Hermoso como solo tu sombra.



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El día de Pentecostés

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