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El lejano norte

Crecí en el Extrarradio, cubierto de heces;
las farolas inexistentes mostrándome el camino
que va de la cuna a la tumba. Y de ahí al infinito.

El cielo en el lejano norte no se ilumina nunca
porque los niños desnudos que juegan con las navajas afiladas
tienen nombres de telenovela o jugador de fútbol.

Este que te acuchilla se llama Giovanni,
este que permite el vicio, Carlos Alberto. 

De pequeños, ajenos, jugábamos
en este descampado sembrado de escombros.
Había jeringuillas apuntando al cielo
y te sentías fuerte al evitar sus letales agujas.

Una madre, dos madres, tres
gritándote improperios si tu mano golpeaba a su hijo.
Te querían muerto y aislado e inmune
en el momento exacto de la mayoría de edad.

Las lenguas se convertían en llamaradas irónicas
si al prosperar abandonabas el barrio sombrío.
Los que de tu estirpe allí quedaban
eran el chiste del día, de la semana, del mes.

Crecí en un extrarradio cubierto de heces,
jeringuillas, navajas, destiempo de autobuses,
policía secreta, filibusteros de paisano,
el parque roto, los columpios oxidados, la muerte
siempre rondando
impasible
sobre las aceras maniatadas,
los crepúsculos,
esos primeros besos,
la yerba de mercadillo,
el cuatro por cuatro vestido de verde.

Nací en el barrio y moriré
decenas de miles de veces
mientras ululan las sirenas, los cláxones, las alarmas
que alertan del peligro ajeno. Mío, tuyo, nuestro.

El viaje empezó en el peor de los sitios
en el que sentirse pequeño.     



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