Get Even More Visitors To Your Blog, Upgrade To A Business Listing >>

Relato del martes: Despertar de la sangre

Relato Del Martes: Despertar De La Sangre

Escribí este texto para la convocatoria de la antología Insomnes hasta el amanecer convocada conjuntamente por Insomnia Ediciones y Grupo Amanecer. No pasó la criba. A continuación, lo pulí para enviarlo a otra convocatoria en que también encajaba, Orgullo Zombie. Pero tampoco ha pasado la criba. Así que he programado que se publique el 20 de abril de 2020, una semana y un día después del fallo de la última convocatoria a la que fue presentado. Antes de que leáis el texto, vaya por delante mi enhorabuena a los seleccionados en ambas antologías.


El despertar de la sangre

Despierto con dolor en las sienes y un zumbido en mi cabeza; seguiría durmiendo, pero el frío se me clava en los pies, en los brazos, en el pecho. Algo más agudo y sólido me muerde un lateral de la pierna, en la parte alta del muslo. Apoyo mi mano para incorporarme y siento cómo se hunde en la tierra. ¿Dónde estoy? Papeles, hierbas, latas. Tres altas tapias rodean el lugar por sendos lados; por el cuarto, una malla metálica completa el cierre. Esto parece un descampado. ¿Cómo llegué aquí? Vagos, confusos recuerdos de anoche. Recuerdo que no había planeado salir, pero llamó Marta. Que bebí tres o cuatro copas, no más de lo habitual. Salí un poco tambaleante, es cierto... Pero creo que conseguí subir a un taxi. Después, todo se nubla. Palpo los bolsillos del pantalón y no encuentro el móvil ni la cartera. Las llaves sí están: comienzo a comprender el dolor agudo en mi pierna. Me pongo en pie con torpeza. Aunque está oscuro, distingo bien los contornos. Hay como una sutil claridad que envuelve las cosas. Será cosa de la dilatación de las pupilas; dicen que el alcohol la provoca. Hallo, tirado en el suelo, mi abrigo. Me lo pongo. Está sucio, tiene una mancha de color oscuro en su cuello. Palpo el de mi camisa. Siento una costra rígida en él. Pienso qué hacer a continuación. Debería ir a comisaría, denunciar el robo de la documentación, el móvil, las tarjetas. Pero... ¿dónde habrá una comisaría? Quizá sea mejor ir a casa. Ir a casa y dormir.

No reconozco esta calle, pero decido caminar cuesta abajo. Quizá así encuentre el río. Tomo tres o cuatro calles, dando giros sinuosos siempre cuesta abajo y, si bien no encuentro el río, llego finalmente a una ancha avenida que reconozco como el paseo de Extremadura. Desde aquí tendría que ser capaz de alcanzar mi barrio. Cruzo el paseo y sigo una línea más o menos recta hasta que empiezo a reconocer algunos edificios, allá en la distancia, que me ayudan a orientarme. El tramo más duro son los quinientos metros que separan el parque de Aluche de mi piso: según me acerco, parece que van abandonándome las fuerzas.

Llego a casa. Tengo una sed tremenda y siento un hambre terrible, pero lo primero es lo primero. Busco en el ordenador el teléfono del banco para cancelar las tarjetas. Apunto el número. Lleno un vaso y, mientras bebo buchecitos de agua, pregunto si ha habido algún movimiento. Me dicen que sí. ¿De cuánto? Varios cientos de euros, el límite diario. Mientras llamo al segundo banco a cancelar las otras tarjetas, abro alarmado la banca online en el ordenador y cambio mi clave, que —«por motivos de seguridad»— el año pasado fue reducida por el banco a un corto pin de cuatro dígitos fácil de obtener si, como sospecho, alguien me ha drogado. Pero, cuando voy a pulsar el botón «continuar», me dicen que debo aceptar la operación desde mi móvil. El móvil. He olvidado bloquearlo. Marco el número de la compañía telefónica y solicito que bloqueen mi móvil. No les basta con pedir mi DNI: exigen también el IMEI del teléfono y otros datos de la tarjeta SIM. Afortunadamente, guardo todos esos datos en el ordenador, lo que me evita un andar buscando cajas de cartón por toda la casa. Finalmente, hago una última llamada al banco y solicito que bloqueen mi acceso a la banca online, ya que me han robado las contraseñas y el móvil.

Asalto la nevera. Está casi vacía, como de costumbre. No me apetece nada cocinar, pero me ha obliga a ello mi manía de evitar embutidos y aperitivos para mantener las tentaciones a raya. Casco cuatro huevos sobre la sartén. Mientras se hacen, bebo varios vasos de agua, acompañando el primero de un paracetamol, y me como tres mandarinas. Después de los huevos sigo con hambre. En el congelador tengo unas rodajas de salmón. Las devoro sin apenas descongelarlas, y después recuerdo la existencia, en un estante sobre el del desayuno, de unos botes de paté que compré antes de que mis prejuicios expulsaran los embutidos de casa. Los engullo a cucharadas. No me siento saciado aún, pero no me atrevo a comer más. Finalmente, me acuesto.

Me despierta el pitido del detector de humo. Me dejé la sartén al fuego; ya sabía yo que en mi estado no era buena idea cocinar. Apago el fuego; la sartén está para tirarla, pero, fuera de ello, no hay más daños. Una tenue luz se va filtrando por detrás de los estores opacos. Debe de ser de día. Convendría que fuera a comisaría a hacer la denuncia, así que me ducho, dejando que el agua se lleve un poco de mi resaca.

Cuando salgo de la ducha, siento la arcada en el vientre. Abro la tapa del inodoro y vomito. Arrojo toda la recena y, después, el estómago sigue contrayéndose en espasmos improductivos mientras mis ojos lagrimean. Me lavo la cara con agua fría y después lavo y enjuago concienzudamente mis dientes. Los noto un poco extraños. Ese incisivo en segunda fila... diría yo que era el más alto de todos. Pero ahora los caninos parecen ser ligeramente más largos.

Me peino y me visto. Meto mi ropa de anoche en la lavadora. La mancha parece... ¿sangre? No sé; por si acaso, lavaré en frío con quitamanchas. Entonces, recuerdo la mancha del abrigo. Con una toallita, la elimino antes de salir de casa. No es cosa de presentarse en comisaría con una mancha de sangre.

Sé donde está la policía porque un par de años atrás tuve que hacer ese largo camino para renovar mi pasaporte. Tengo que llegar a General Ricardos, cruzar la calle y hacer otro tanto de la distancia, hasta llegar a la pared opuesta de la gigantesca finca de Vista Alegre. Y no estoy para paseos.

En comisaría, el policía muestra una actitud francamente hostil. Su voz es dura, como si no creyera que me han robado. Como si pensara que voy simplemente para ahorrarme la multa de la pérdida del carnet.

—Al llamar para cancelar las tarjetas me dijeron que había cargos importantes. No sé, puede que me drogaran para que les diera el PIN.

—¿Fue a un hospital para que le hicieran un análisis de tóxicos?

—No… No se me ocurrió. Solo quería volver a casa. Además, no soy de la seguridad social, así que no sé qué centro de urgencias me corresponde. Todas esas cosas las llevo en el móvil, y también me lo robaron, ¿recuerda?

Con gesto cansino, me alarga el escrito de la denuncia.

—Bueno, firme aquí. Pero recuerde que una denuncia falsa es un delito.

—Oiga, ¿no será usted de Muface o Isfas? Es porque me diga qué hospital me corresponde...

—Ande, camine. Más le vale dormirla.

Cuando salgo de comisaría el sol está muy alto. Me molesta intensamente en los ojos. Quisiera entrar a un todo a cien para conseguir unas gafas de sol, pero recuerdo que no llevo un duro. Tendré que acercarme al banco. Pero primero, al hospital.

Paso por casa para buscar en el ordenador qué centro de urgencias me corresponde. Al lado de la dirección, un teléfono de cita previa. Nunca antes había visto que hubiera que pedir cita previa para urgencias, pero llamo, por si acaso. Así me dirán si ahí me pueden hacer la prueba.

—¿Oiga? Miren, me pasó una cosa rara anoche y... en la policía me han dicho que debería hacerme una prueba de tóxicos. ¿La hacen ahí?

Después de cuatro o cinco llamadas consigo una dirección. Está lejos, muy lejos. Y hace demasiado sol para ser diciembre. Cojo mis gafas de sol y un sombrero. Al salir a la calle me pongo también —de manera instintiva— los guantes, aunque no haga demasiado frío. Decido dirigir mis pasos primero al banco, pues, aunque está a tres kilómetros de casa, me pilla de camino al hospital. Es posible que ahí pueda obtener dinero para un taxi.

Tengo que bajar hasta el río, cruzar el puente de Toledo y después subir por la calle Acacias. Es un paseo estupendo si no se tiene mejor cosa que hacer y se cuenta con volver en autobús o metro. Pero sin un euro en el bolsillo ni tarjeta de transportes, la longitud del paseo se hace terrible. Además, hay tanto ruido... General Ricardos está lleno de gente; todos parecen hablar a la vez. De vez en cuando captas una o dos conversaciones estúpidas. ¿De verdad no podrían callarse con quién estuvieron anoche y qué hicieron en la cama? Y sigo con un hambre terrible, pero no me atrevo a comer nada porque el estómago me sigue doliendo y porque, al fin y al cabo, no tengo con qué pagar. Por fin llego a la oficina del banco y me planteo que, estando tan lejos, debería cambiar de entidad. Claro que estaba mucho más cerca antes de la crisis, cuando compré la casa, y estoy amarrado por una hipoteca cuyas condiciones no podrían mejorarse hoy.

—Me han robado la documentación y las tarjetas. He cancelado las tarjetas y la banca online. Tiene aquí la denuncia. Quisiera saber si puedo sacar dinero con mi firma.

—Lo siento, su cuenta está vacía. Hicieron una transferencia esta mañana.

—Pero, ¡si cancelé la banca online anoche!

—Fue desde la oficina diecisiete. A primera hora de la mañana.

—Y ¿cómo se identificaron?

—Con el carnet, supongo.

—¿Dónde está la comisaría más próxima?

Afortunadamente, la oficina bancaria está cerca de la comisaría de Embajadores. Solo hay que enfilar por el final de Ribera de Curtidores hasta la calle Embajadores y caminar un par de manzanas. Me acerco allí para ampliar la denuncia. Con una sonrisa, me dicen que no puedo ampliarla en esa comisaría, que tengo que ir a la original. Les digo que estoy sin dinero a causa del robo de mis tarjetas, y que solo puedo moverme a pie. El oficial se encoge de hombros, con cara de «¿a mí qué me importa?». Decido no seguir luchando. Continúo mi camino hacia el hospital, una larga cuesta arriba de otros dos kilómetros por la ronda de Atocha hacia Alfonso XII, donde me meteré al Retiro para atajar.

El tramo junto al Reina Sofía vuelve a ser molesto. ¿Por qué tanta gente? ¿Qué hay en este lugar que tanto les atraiga? ¿De verdad son capaces de distinguir el Guernica de una burda imitación? Y todos hablando a la vez. Las terrazas llenas, la gente desayunando en esos bares casposos donde se pagan los refrescos a precio de cubata. Un bloody Mary. Eso es lo que debería tomarme, sí. Pero no llevo un clavel. Joder cuánto ruido. Y qué descarados, diciendo en voz alta que le van a robar al guiri rubio. Ojalá sepa español, mira.

—Eh, tú. Si le vas a robar, hazlo. Pero deja de hablar sobre ello, cabronazo.

El chaval sale corriendo, diciendo algo que no comprendo. Antes de desaparecer a lo lejos, se detiene un momento para santiguarse.

Cruzo la calle Atocha y el Prado para enfilar Moyano. Joder, y yo sin un duro para comprar libros. A pesar de ello, no puedo evitar pararme en la caseta del señor Ríus para  ver si hay algo que merezca la pena comprar. Aspiro el olor del papel antiguo como un elixir que me da fuerzas para seguir mi camino. En el parque, noto algo curioso. La mayor parte de la gente tiene la piel extremadamente sonrosada, con un brillo rojizo. No me había dado cuenta hasta ahora porque soy daltónico, por lo que solo percibo tenuemente el rojo en condiciones de mucha luz. Es normal que vea colorearse las mejillas de las muchachas que corren y de la gente que hace taichí, pero también veo brillos rosados en un abuelito que pasea al perro. Dos corredores pasan muy cerca de mi; están subiendo la cuesta a toda velocidad, tanta, que mis oídos imaginan sus pulsaciones de su corazón como un tamborileo. Qué extraños efectos causa la resaca. Junto al Ángel caído veo una persona solitaria con gafas de sol cuya piel —los escasos centímetros que no van cubiertos— parece pálida como la mía. Aunque los cristales oscuros tapan sus ojos, da la impresión de que me está mirando.

En el estanque, el gentío vuelve a ser tan insoportable como en la glorieta de Atocha. Todos gritan en un babel de voces que se hace insoportable. He de retirarme hacia los caminos más escondidos y menos transitados para buscar un poco de silencio. Me siento un momento en un banco. El hombre de las gafas se acerca a mí. Se ve que me ha seguido. Bajo la sombra de los castaños se quita el sombrero y las gafas de sol para acercarse, de modo que compruebo que, efectivamente, su piel carece del brillo rojizo que he percibido en casi toda la gente. Resulta extraño, porque bajo ese abrigo grueso, con la bufanda al cuello y las manos cubiertas de guantes, debería estar sudando como un pollo. Entonces me doy cuenta de que ahora yo tampoco sudo. Hace un rato que he dejado de sudar.

—Disculpe, ¿nos conocemos? —digo, con un tono que pretende afearle su conducta y mostrarle que deseo estar solo.

—Creo que lo he confundido con otra persona —responde. Se gira y desaparece entre los senderos del parque.

Por fin llego a la puerta de O'Donnell. Desde la Puerta del Ángel Caído hasta aquí habré hecho kilómetro y medio; me quedará otro tanto, más o menos, hasta el hospital. Pero ya será por Príncipe de Vergara, una calle en línea recta y casi llana. Y si vuelve a molestarme el ruido de la gente, puedo meterme a una de las calles laterales, pues este barrio tiene un trazado ortogonal perfecto.

No tardo demasiado en llegar al hospital, una de esas clínicas centenarias ubicadas en la esquina de Juan Bravo con Príncipe de Vergara. En recepción, le explico a la enfermera que no tengo tarjeta sanitaria ni móvil, porque me los han robado. Ella acepta a regañadientes darme un turno. Me dirijo a la sala de espera, que está llena de gente.

Observo a la gente que espera a mi alrededor. Unas cuantas lesiones traumáticas; un niño con fiebre —es curioso: él no se ve pálido ni sonrosado, sino de un color malsano que no sabría nombrar—; un hombre que tapa su dedo —sin duda se ha cortado; se huele la sangre desde aquí—; un anciano al que más le valdría no haber venido, pues, a juzgar por su cara, no tiene ya remedio.

Van entrando uno tras otro, se marchan y nuevos pacientes van llegando y entran a consulta antes que yo. Tendrán problemas más graves que el mío. Supongo que el triaje me habrá colocado como última prioridad; al fin y al cabo, no voy a morir porque no me hagan la maldita prueba. Aunque es cierto que me está entrando curiosidad por saber el resultado. Pero al fin me canso de esperar y me dirijo a la ventanilla.

—Oiga, no me han llamado aún. ¿Se han olvidado de mí?

—¿Qué número era usted?

—El M153.

—Pues en el ordenador dice que le hemos mandado un SMS hace una hora y no ha ido a la consulta.

—Es que no tengo móvil, ¿sabe? Me lo han robado.

—Le daremos un nuevo número.

Otro buen rato en la sala de espera. Ni siquiera ahí se calla la gente. Niña, ¿no te podías callar el detalle de que temes que tu novio te haya dejado embarazada? Ya se lo contarás a tu amiga después. Aunque claro que tampoco está bien que ella diga que se lo ha montado con tu novio a tus espaldas. Vamos, que no es este el lugar para hacer una escenita. A deciros mierda, a la calle.

Llaman por fin a mi número. La enfermera es una chica joven y —no sé cómo—sé en ese momento que es la primera vez que tiene que buscar una vena. Está casi más nerviosa que yo. Cuando por fin acierta, no sale apenas sangre.

—¿Puede ser porque estoy deshidratado?

Ella lo niega y dice que tendrá que volver a pincharme. Acepto, resignado. Por fin llena los dos tubos de ensayo que necesita. Después me da un bote para una prueba de orina.

—Tendrían que habérselo dado antes, ¿sabe? Para que lo llenase en la sala de espera. Y... sabe que la prueba tenía que hacerla en ayunas, ¿verdad? ¿Ha comido usted?

—Comí a las seis de la madrugada. Pero lo vomité todo. Si quiere que llene esto, tendré que beber agua.

—Tiene vasos de plástico en los baños.

Voy al baño, cojo un vasito de plástico y lo lleno con el agua amarillenta que sale de los grifos. Después me meto en uno de los cubículos del retrete para ocuparme del bote de orina. Aguardo a que salga el siguiente paciente del despacho de la enfermera para dárselo. Afortunadamente, ella me ha dado también la pegatina correspondiente, porque en caso contrario seguro que habría olvidado ya el código del resto de mis muestras. Me despido y salgo del hospital, mareado por el hambre y la espera, confundido por el laberinto de pasillos y escaleras.

Descubro que ya está atardeciendo. Me quito las gafas de sol. Está refrescando, así que me dejaré puesto el sombrero.

Joder, qué día. No sé si es el hambre, la caminata, la larga espera o el hecho de que me  haya tocado una enfermera novata, pero estoy poseído por un odio horrible. No sé qué más podría ocurrirme ya.

Emprendo el camino de vuelta, despacio, pensando en cómo hubiera subido mi estadística de pasos en el móvil si no me lo hubieran robado. La avenida es larga, y pensar que me quedan ocho kilómetros de calles oscuras por recorrer me pone más nervioso aún.

Oigo un tenue zumbido a mi espalda. Un chico con un patinete pasa a mi lado, a toda velocidad, sin luces, sin mirar. Podría haberme atropellado. Eso hubiera sido el colmo. Menos mal que he tenido buenos reflejos. Al pasar, lo he agarrado del cuello. Para darle un mordisco.



This post first appeared on Maestro De Nada, please read the originial post: here

Share the post

Relato del martes: Despertar de la sangre

×

Subscribe to Maestro De Nada

Get updates delivered right to your inbox!

Thank you for your subscription

×